El Malecón y La Rampa

La arquitectura moderna ingresó al panorama visual con estructuras diseñadas, en lo fundamental, por profesionales cubanos que pusieron muy en alto sus nombres.

En los años 50 La Habana atravesaba por un nuevo ciclo de modernidad. En 1955 Fulgencio Batista promulgó la Ley 2070 para facilitar/estimular la construcción de hoteles, casinos y night clubs en su empeño por hacer de La Habana “el Monte Carlo del Caribe” con la participación decisiva del crimen organizado.

Uno de los resultados fue La Rampa, versión de los downtowns norteamericanos iniciada por Goar Mestre, un santiaguero graduado de Business Administration en la Universidad de Yale que al poner la primera piedra del edificio Radio Centro, en 1946, dijo algo que funcionó como el oráculo de Ifá: este sería “el corazón de La Habana”.

Iba de 23 y L hasta donde había llegado el Malecón en los años 20, a un costado de la Loma de Taganana. Machado lo había extendido hasta G. En 1955 Batista lo adelantó hasta Paseo, pero dio con el Palacio de Convenciones y Deportes, situado donde hoy se encuentra la Fuente de la Juventud. Después lo trajo hasta la desembocadura del Almendares, frente al Torreón de La Chorrera.

Decidieron iniciar La Rampa en 23 y L con un complejo cultural y de negocios diseñado tras el famoso Radio City de Nueva York, y en particular con el cine Warner, después Radio Centro, con capacidad para 1,700 personas, en el que se llegaría a exhibir la primera película en Cinerama, tecnología salida al ruedo en el vecino del Norte en 1952.

Más abajo, en 23 entre O y P, colocaron otro cine, diseñado por el arquitecto cubano Gustavo Botet, donde en 1957 se dio a conocer en Cuba el sistema Todd-AO, hecho para competir con Cinerama, con la exhibición de La vuelta al mundo en 80 días (1956), protagonizada por David Niven y Mario Moreno, Catinflas. Bancos, restaurantes, agencias de carros, mercados y oficinas de líneas aéreas reforzaban el carácter cosmopolita del área, y por extensión, de la misma Habana.

Un poco más arriba, en 21 y O, estaba el Hotel Nacional, inaugurado el 30 de diciembre de 1930, ahora con el cabaret Parisién y su correspondiente casino, en 1959 a cargo de Jacob “Jake” Lansky, hermano de Majer Suchowlinski, más conocido por Meyer Lansky, el capo judío de origen bielorruso que tuvo más empatía y conexiones con Fulgencio Batista. A una cuadra, en la misma esquina de 21 y N, recién se había levantado el hotel Capri –estilo Miami Beach, de 250 habitaciones–, con el Salón Rojo y el casino.

En la calle O, bajando del restaurante “Monseigneur” y cruzando 23, erigieron tres hoteles en línea: el Saint John’s, el Vedado y el Flamingo, muy cercanos al cabaret Montmartre de Humboldt y P, con Lansky a la sombra. El mafioso Santo Trafficante señoreaba en el Sans Souci, en las afueras de la ciudad, y el propio Lansky en el hotel Riviera, otra indiscutible joya, terminado en diciembre de 1957 a un costo de 18 millones de dólares y plantado a un palmo del Malecón con 440 habitaciones. Y con el cabaret Copa Room, abierto con un show de Ginger Rogers. El cuadro se completaba en 23 y L con el Habana Hilton y otro casino, que vinieron a sellar con broche de oro el ciclo de La Rampa.

Fue también la hora de los night clubs. Aparecieron entonces más luces: Olokkú (23 y N), La Zorra y el Cuervo (23 y O), La Gruta (23 y O)…, escoltados por otros en el mismo Vedado y en Miramar: el Club 21 (21 y N), el Karachi (17 y K), La Red (19 y L), El Escondite de Hernando (Infanta y P), El Gato Tuerto (19 y O), el Scherezada (19 y M), el Turf (Calzada y F), el Johnny´s Dream (al otro lado del túnel de Quinta Avenida y a un costado del río Almendares), sitios por donde eventualmente deambulaban los personajes de Tres Tristes Tigres con sus preocupaciones existenciales, jodederas y cabriolas lingüísticas.

La arquitectura moderna ingresó al panorama visual con estructuras diseñadas, en lo fundamental, por profesionales cubanos que pusieron muy en alto sus nombres y dignificaron su oficio y condición nacional, quizás como nunca antes. En efecto, a tres cuadras de ese nuevo corazón, en 17 y N, el edificio Focsa (1956), de Ernesto Gómez Sampera, fue el pionero de los rascacielos de la línea costera, una de las siete maravillas de la arquitectura local; luego sobrevinieron el hotel Capri (1957) de José Canaves; el Retiro Médico (1958) de Quintana, Beale, Rubio y Pérez Beato; y el Habana Hilton (1958), encabalgamiento de Welton Becket Associates con la firma cubana Arroyo y Menéndez, obra monumental sin paralelo en la América Latina del momento.

El proyecto de expansión hacia el Este, otra novedad histórica, posibilitaría inaugurar en 1958 un túnel por debajo de la bahía a cargo de la empresa francesa Grands Travaux de Marsella, con la participación del ingeniero cubano José Menéndez. También se construyó la Vía Monumental vinculando al ala derecha con el casco histórico, un símbolo perfecto de continuidad y ruptura. Y en esa expansión/modernización de la infraestructura se demolieron dos viejos puentes –el de los Tranvías y el de Pote– para conectar mediante túneles el Oeste de la ciudad con la calle Línea y el Malecón, por debajo del río Almendares.

La Habana se había convertido, de nuevo, en la Perla del Caribe. Automóviles norteamericanos de último modelo rodaban por sus calles y avenidas, el peso tenía paridad con el dólar, había más cines que en París o Nueva York, las clases vivas mandaban a sus hijos a estudiar en universidades del Norte y viajaban a Miami a comprar para robustecer esa modernidad largamente anhelada, también disponible en tiendas con aire acondicionado como El Encanto, Fin de Siglo y Roseland.

Las páginas web de la nostalgia tienen en este punto la razón. En efecto, en 1957 el ingreso per cápita era de $374, el segundo en América Latina, solo superado por el de Venezuela ($857). Había un aparato de radio por cada 6,5 habitantes, un receptor de TV por cada 25, un teléfono por cada 38, un periódico por cada 8, un automóvil por cada 40; el 58,2% de las viviendas tenían electricidad.

Pero todo aquello estaba montado sobre asimetrías y contrastes. Como “La engañadora”, el chachachá con que el maestro Enrique Jorrín puso a bailar a todos los cubanos en 1953. Ese mismo año la Agrupación Católica Universitaria (ACU) dio a conocer los resultados de una encuesta sobre la vida de los obreros agrícolas cubanos: tiraban para Dhaka o Kabul, no para la Perla. Malvivían con 25 centavos diarios, el 90% se alumbraba con luz brillante, solo el 6% de sus viviendas –el bohío de yaguas y pencas de guano–, tenía instalaciones sanitarias, el 64% carecía de letrinas; el 83% no tenía local para bañarse; solo el 11% de sus ocupantes bebían leche; solo el 4% comían carne y solo el 2% huevos (su peso corporal era 16 libras inferior al promedio nacional). Y también daba cuenta de otro problema: el 44% no sabía ni leer ni escribir.

En aquella urbe de edificios modernos y letreros de neón, el 30% de sus moradores vivían en solares, casas de inquilinos y barrios como Las Yaguas, a unos pocos metros de la Calzada de Luyanó, como lo habían denunciado el periodista Guido García Inclán desde las páginas de Bohemia y las fotos de Ernesto Fernández. Según estimados del Consejo Nacional de Economía (1958), de mayo de 1956 a abril de 1957 el 62% de las personas en edad laboral tenían empleo en Cuba, el 10,1% estaban parcialmente ocupadas, el 16,9% ocupadas sin remuneración alguna y el 16,3% sin trabajo. En términos prácticos, algo más de la tercera parte de la fuerza laboral se encontraba en situación de desempleo o subempleo. En La Habana, el primero alcanzaba el 21,6%, pero en otras provincias como Oriente y Las Villas los índices eran superiores (29,2% y 22,9%, respectivamente).

Lo anterior se verificaba en medio de un aumento en los precios de los alimentos y del costo de la vida. Para los sectores populares, la jugada estaba apretada. Un ama de casa dio al periódico El Mundo el estado de la cuestión en la mesa, donde se decide la eficacia de las políticas económicas en cualquier tiempo y lugar: “El dinero ya no vale nada. La manteca, el arroz, el costo de todo ha subido muchísimo. Lo que antes podía hacer con tres pesos, hoy no lo puedo hacer con seis”.

De acuerdo con el Censo de 1953, 87 522 mujeres trabajaban como sirvientas domésticas, 77 500 para un familiar sin cobrar nada, y 21 000 estaban buscando trabajo. Alrededor del 83% de todas las empleadas trabajaban menos de diez semanas al año.

El patrón consumista resultaba al final del día una clonación imposible de sostener, incluso para los sectores medios. Pero logró penetrar con éxito de arriba para abajo, lo cual no podía sino generar falsas expectativas y, a la larga, frustraciones. Las estructuras de la dependencia no daban para más.

El modelo estaba en su fase de agotamiento.

Salir de la versión móvil