El monte oscuro

Foto: Denise Guerra.

Foto: Denise Guerra.

Cuando Camilo era chiquito, allá en su casita de guano al pie del monte, se entretenía con una soguita fina enlazando gallos y gallinas. Con amplia diferencia era el menor de siete hermanos dedicados a trabajar, así que no había mucho tiempo para el pequeño guajirito.

El rancho más cercano era el de Mongo el Gallego, que también tenía hijos de su edad, pero llegar hasta aquel lugar y volver era demasiado.

Estuvo en la escuela hasta sexto grado. Iba de madrugada con su hermano Juan, que compraba pan para los campesinos, cada mañana lo dejaba en las clases y en la tarde lo recogía. Sus padres creían que el colegio era para leer y escribir nada más, así que se graduó, con buenas notas, y a pesar de la petición de la maestra de que lo dejaran continuar, el muchacho tuvo que seguir el camino familiar y empezar a trabajar.

Al menos pudo escoger su propio oficio en el campo: el de montero. Siempre tuvo habilidades para estos menesteres. Una potranca hija de la yegua de su padre, fue su primera bestia. Luego su madre con algunos ahorros pudo mandarle a hacer una montura con el talabartero de Palmarito. Con 13 años ya tenía el equipo necesario y comenzó a trabajar para Conrado, un vecino cuya finca colindaba con las tierras familiares y se dedicaba más a la ceba y el ordeño de reses.

La primera vez que tiró el lazo profesionalmente fue en una “marca” de ganado. A Conrado le había entrado un lote de 100 cabezas y necesitaba marcarlas con el hierro caliente. Aquellos animales habían estado sueltos desde que nacieron en grandes potreros, y los espacios pequeños los ponían nerviosos.

Camilo tomó su lazo, arreó su yegua y fue el primero en desafiar el tumulto de tarros. Agarró un novillo y lo apartó de la multitud, con una destreza increíble lo tumbó por el hocico y luego amarró tres de sus patas con otra soga pequeña. Esa fue la primera res que marcaron. Nunca olvidaría el olor a piel quemada.

Los demás monteros lo siguieron, algunos fueron al piso, pero Camilo tenía sangre para la montería, lo hacía con elegancia. Poco a poco fue ganando respeto entre sus colegas.

Después comenzaron los pedidos. Los ganaderos que tenían animales perdidos lo iban a buscar. Hacían un trato: si hallaba el animal, vivo o muerto, le pagarían una determinada suma de dinero. Siempre tenía trabajo, se convirtió en un experto rastreador con ayuda de dos perros criollos de olfato finísimo.

***

Recuerda bien aquella tarde en que Clodomiro lo estaba esperando en su casa. Se lo encontró tomando café en una jícara. La mujer de Camilo conocía el resoplido de la yegua cuando él terminaba de trabajar, así que le dijo a Clodo: “Oiga… ahí llegó el hombre al fin”. Y después de un saludo amistoso y de otra jícara de café, entonces para el dueño de la casa, el necesitado comenzó a explicar su problema.

“Camilo, tú eres mi última esperanza. Ya más de seis monteros le han seguido el rastro a mi toro prieto y ninguno ha podido capturarlo. Ese animal es un peligro. Yordano, el montero del pueblo, ha sido el único que lo pudo ver, le tiró el lazo y cuando aquella bestia se vio amarrada corrió a embestirlo y le hundió los tarros en la barriga al caballo con tanta rabia que le dejó los intestinos colgando y no pasaron diez minutos para que se muriera. ¡Tinto en sangre llegó Yordano a mi casa a contarme!, y desde ese día ningún vaquero ha querido salir en busca de Ayoco, que es como le puse cuando nació”.

Camilo no pudo resistir la risa, ¿qué clase de nombre era Ayoco para un toro? Y bromeó: “Seguro el animalito lo que no podía aguantar era que lo llamaran con un nombre tan feo. Pero no te preocupes Clodomiro –continuó más en serio- en cuanto salga de algunos encargos que tengo yo me pongo en función de tu toro”.

Mientras Camilo se quitaba las botas y sonaban sus espuelas de aceroníquel, Clodomiro le explicaba la zona por donde lo habían visto por última vez, siempre advirtiéndole del cuidado que debía tener, porque estaba “entero”, no lo habían castrado, y eso incrementaba su furia. El toro tenía narigón puesto y era completamente negro. Tenía las puntas de los tarros muy agudas y había nacido con un defecto en la cola, como si la tuviera partida.

Pero el montero temerario lo único que hacía era reírse todavía del nombre de la bestia cuando Clodomiro partía con el sol de la tarde. “Que ese toro aproveche estos últimos días que le quedan de vacaciones en el monte, que cuando yo le levante el rastro se jodió…”, le dijo a su esposa.

***

Dos días después Camilo salió caminando a la mar. Era la corrida de la Palometa y desde los paredones que estaban a 6 kilómetros de su rancho a monte traviesa, se capturaban buenos ejemplares. Así que de tarde se fue a paso lento sobre sus pies y fue cazando en el camino cangrejos moros que le servirían de carnada.

Al llegar a la costa encendió su mechón y con este un tabaco torcido por él mismo. Lanzó la primera pita al agua con un pecho de cangrejo. Casi sin caer ya estaba enganchada una buena palometa. Demoró más que de costumbre en trabajarla por el tamaño que tenía. Cuando hubo de cansarla y ahogarla, lanzó su bichero por el borde de la piedra y casi no podía sacar el ejemplar de unas cuarenta libras que había capturado.

Luego picaron dos más que sobrepasaban las veinte libras y cuando sacó la última se percató de que era demasiado peso para trasladar, así que con tres buenas palometas emprendió camino casi a la medianoche de vuelta a casa.

Estaba tan oscuro que no se veía ni la palma de su mano. En la espalda el saco de los arreos de pesca, en una especie de garabato que había hecho de cuje los tres pescados sobre el hombro, y en la mano izquierda llevaba el mechero que apenas le alumbraba las piedras del camino.

Cuenta que en el silencio del monte nocturno se oyen muchas cosas a largas distancias y a medio camino sintió los pasos de algunas vacas sueltas rompiendo las ramas secas y la hojarasca. Se detuvo unos segundos a pensar que por aquella misma zona andaba el famoso toro prieto de Clodomiro. Pero siguió rumbo a casa, como lo había hecho siempre, sin miedo ni preocupaciones.

La vereda se abría un poco más mientras salía de la foresta. La noche no se dejaba ver por las altas ramas de guayacanes que tupían el cielo. En ese punto había que doblar a la izquierda, porque el otro camino llevaba a las tierras de Mongo el Gallego.

Venía exhausto con todo aquel peso encima pero decidió seguir y al percatarse de que la flama de su mechón se hacía cada vez más pequeña, levantó apenas cinco grados la vista y solo recuerda que vio delante de él un par de luces rojas. Luego un golpe seco en el pecho lo hizo volar cinco metros hacia atrás y por un lado cayeron las pitas, por otro las palometas y el mechón…

El golpe primero dejó sin conocimiento a Camilo, luego se despertó con un ardor en toda la piel. Había caído sobre un bulto de guisasos de caballo que crecían en aquella misma zona, unos guisasos enormes que se enganchaban como rémoras en la ropa y en el pellejo. Pasó el aturdimiento y apoyado sobre los codos y la espalda baja comenzó a levantarse, lentamente, porque ya sospechaba que no estaría lejos el causante de la embestida.

Ayoco, el famoso toro negro de Clodomiro, todavía estaría allí.

Se arrastró el montero desarmado y logró escabullirse metiéndose en el angosto espacio entre troncos de árboles y piedras. Adivinó como pudo el camino de regreso a su casa.

Iba cojeando, mientras se aferraba a su venganza por venir. Un tobillo inflamado disminuía el ritmo de su precaria marcha. Su pie había chocado contra una piedra diente de perro. Pero Camilo no sentía tanto dolor como impotencia. Ayoco lo había desafiado.

Llegó a su casa lleno de andrajos y muy malhumorado. Ni siquiera prestó atención a las preguntas de su mujer, escandalizada por su estado. Fue directo al armario donde guardaba su fusil de caza, un rifle de cartuchos de repetición al que le introdujo seis proyectiles.

“Si sigue en el mismo lugar le voy a vaciar todo este plomo en la cabeza, este no llega a mañana vivo”, dijo y tomó un saco para echar lo que encontrara de sus pertrechos de pesca. Volvió adonde había sido embestido. Esta vez sin mechón, confiando todo a su instinto de montero.

Mientras más se acercaba menos ruidos hacía. En silencio fue encontrando una a una sus pitas, el bichero y solo una palometa. Hasta que sintió el bramar delator de la bestia.

Se puso la culata del fusil contra el hombro apuntando a lo que se movía. La tenue luz de la luna había descubierto a sus ojos ciegos el enorme bulto negro, echado en el suelo, con tranquilidad insospechada.

Fue acercándose lentamente hasta poner casi en la frente del toro la boca del cañón. Sudaba y temblaba. Por primera vez le temía a un animal.

Para su sorpresa, no se inmutaba. Más que un joven torete parecía un buey viejo descansando de largas horas de arado. Acaso sus días de semental bravo estaban pasando cuenta. ¡Estaba tan manso que dejó que Camilo tomara su narigón!

El montero esperaba un duelo a muerte y la bestia no mostró el menor indicio de agresividad.

Cuenta que lo llevó hasta su casa y al otro día mandó un recado a Clodomiro. Este llegó con extrema rapidez buscando noticia del toro. Cuando vio en las condiciones que Camilo lo recibía le dijo: “No me digas que mi toro fue la causa de esa golpiza”. Camilo le respondió: “Pues sí, Ayoco me sorprendió, pero lo pude coger. Ahí está debajo de la mata de güira. Llévatelo. Y si por casualidad ese torito se te vuelve a perder, ¡ni se te ocurra llamarme!”.

Así Clodomiro recuperó su toro y Camilo aprendió de la peor manera que de noche los animales le fajan a la luz.

Cuentan que en la curva de los guayacanes todavía huele a pescado.

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