A través del tiempo se le ha conocido oficialmente como Alameda de Extramuros o Paseo de Isabel II o Paseo Martí, pero para los habaneros de ayer y de hoy ―y seguramente también del futuro― siempre ha sido y será “El Prado”. Así, sencillamente. Un sitio al que ni el tiempo, ni las tormentas, las reales y las metafóricas, ni la pandemia de la COVID-19 han podido arrebatarle su encanto.
Esta extensa avenida de dos kilómetros de largo, construida a fines del siglo XVIII y transformada varias veces a lo largo de su historia, es uno de los símbolos indiscutibles de La Habana y también uno de sus lugares más emblemáticos. Un punto de encuentro y de reposo, de noviazgos y operaciones comerciales, de paseo y de juegos infantiles, de actividades callejeras y exposiciones de arte.
Aunque el amplio y arbolado Paseo, con sus bancos de mármol, sus farolas y sus icónicos leones de bronce ―esculpidos por el francés Jean Puiforcat y el cubano Juan Comas―, es su rostro más reconocible, el Prado en realidad comienza antes, en la Fuente de la India y frente al concurrido Parque de la Fraternidad, y se extiende hasta el célebre Malecón habanero, pasando por la explanada del Capitolio y el Parque Central, con su monumental escultura de José Martí.
Frontera urbana entre los municipios de Centro Habana y La Habana Vieja, su entorno incluye edificios únicos de la capital cubana, como el propio Capitolio, el Gran Teatro, recientemente bautizado Alicia Alonso, y el cine Payret, venido a menos hasta forzar su cierre y una dilatada restauración. También hoteles como el mítico Inglaterra, el Saratoga, el Telégrafo, el Parque Central, y los modernos y lujosos Grand Packard y Paseo del Prado, la más reciente joya de la infraestructura turística habanera. Además de otros en construcción.
En sus alrededores se ubican igualmente monumentos, fortificaciones coloniales como La Punta, escuelas, lugares cotidianos, pero de raigambre histórica muchas veces olvidada, desapercibida, y otros sitios célebres como la mundialmente famosa esquina de Prado y Neptuno, por donde caminaba “la engañadora”, aquella chica que encandilaba a los hombres con sus formas abultadas, pero ficticias, que inspiró a Enrique Jorrín a escribir el primer cha-cha-chá de la historia y lanzó a la Orquesta América hasta el estrellato.
Durante los meses más agudos de la pandemia, el Prado dejó de ser el lugar de siempre. Desaparecieron los turistas y los caminantes despreocupados, los enamorados silenciosos y los niños con su bullicio y sus juegos. Una sombra de tristeza e inquietud tiñó sus edificios y esculturas. Pero, con la reanimación de La Habana, con la llegada de la “nueva normalidad” y la convivencia necesaria con el SARS-CoV-2, el Prado ―y su entorno― ha ido recuperando sus colores y su alegría, sus paseantes y concurrentes habituales.
La vida vuelve a fluir y el histórico Paseo, el construido en 1772 bajo el gobierno colonial del Marqués de la Torre, el rediseñado en 1928 por el paisajista francés Jean-Claude Nicolas Forestier, el transitado durante dos siglos y medio por incontables lugareños y visitantes, despierta de su momentáneo letargo y recobra su ajetreo, su vitalidad. A pesar de la COVID.