El Rey de San Isidro

Un mito habanero que al cabo de más de un siglo de una muerte violenta, nos sigue convocando envuelto en un halo de misterio.

Alberto Yarini.

Nada temas, la vida te sonríe,
sigue en pos de orgías y placeres,
que pues las pobres mesalinas cada vez
raudal de oro vierten a tus pies.

En medio de esa vida de placeres
cual si fueran traídos para ti,
más sinceros que besos de mujeres
son los consejos que te di.

Sindo Garay

I

El 5 de febrero de 1882 nacía en La Habana un varón en sábanas de hilo, el hijo menor del Dr. Cirilo José Aniceto Yarini, dentista y catedrático de la Universidad de La Habana, y de Juana Emilia Ponce de León, matancera de elegancia proverbial, virtuosa del teclado y la armonía.

Lo bautizaron con tres nombres: Alberto Manuel Francisco. Registrado como Alberto Manuel Francisco Yarini Ponce de León en la iglesia Nuestra Señora de Monserrat. Jugó y creció en casa de sus padres, cerca de ahí, en Galiano 22 entre Ánimas y Lagunas, en el mismo centro de La Habana.

Casa paterna. Galiano no. 22 ( actual 116). Foto: Otmaro Rodríguez.

Después de terminar en el Colegio San Melitón, el padre lo mandó a Estados Unidos a estudiar con su hermano mayor. Lo hizo para calificarlos y garantizarles un futuro profesional y una posición social.

El hijo mayor terminaría como cirujano dental de reconocido prestigio. Pero él no.

Pudo haber sido un buen partido, uno que se casa con mujer de abolengo, un congresista, un comerciante, un general, un doctor, un escribano.

Pero no.

Sería otra cosa. El Conquistador. El Sosteneur. El Gran Guayabito de La Habana. El Chulo con mayúsculas.

El Rey de San Isidro.

II

Durante la primera intervención militar en 1898 el general estadounidense John R. Brooke había tomado el control instalándose en el Palacio de los Capitanes Generales. Le tocó una isla marcada por las secuelas de la guerra y las enfermedades, particularmente epidemias de fiebre amarilla en Santiago de Cuba y La Habana. Una ciudad calamitosa, sucia y colapsada, lejos del antiguo esplendor de los palacios y palacetes edificados desde fines del XVIII por la sacarocracia en medio de latigazos y contradanzas. Y, para colmo, saqueada por los españoles en su retirada.

El nuevo gobernador militar, el también general Leonard Wood, un graduado de Medicina de Harvard, heredó un año después los mismos problemas que su antecesor. Pero la cuestión no era solo sanitaria sino también social. Las corridas de toro fueron suprimidas, a lo cual sobrevino una campaña contra el juego que acabó con la Lotería. Las peleas de gallo, sin embargo, siguieron efectuándose en vallas clandestinas, un hábito colonial estudiado en su momento por José Antonio Saco, junto a la vagancia, pero de fuerte arraigo en sectores populares hasta el día de hoy.

Distintos fueron los resultados en términos de infraestructura y espacios para el tiempo libre de los habaneros, empezando por la revitalización del Paseo del Prado. Los interventores lo ampliaron, pavimentaron el corredor central de la manera como lo tenemos hoy e hicieron sembrar álamos. Y, sobre todo, lo conectaron con el Malecón, cuyas obras se iniciaron en mayo de 1901, originalmente un tramo de unos quinientos metros entre el Paseo y la calle Crespo.

Iglesia Nuestra Señora de Monserrat. Galiano esq. Concordia. Foto: Otmaro Rodríguez.

Siete años después, en marzo de 1908, se inauguró Hotel Sevilla, uno de los grandes del Prado, junto al Inglaterra, el Telégrafo y después el Saratoga. Diseñada por el arquitecto José Gómez-Mena Vila, la Manzana de Gómez sería el primer gran centro comercial de La Habana, edificado entre 1894 y 1917.

Comenzaba el largo y sinuoso camino de construir una moderna infraestructura habanera.

III

En el inicio, el barrio de San Isidro lo fue de indios de Campeche, Yucatán, pero la cercanía al puerto le fue cambiando su fisonomía y composición social en medio de aquella Habana marinera insuperablemente estudiada por Manuel Moreno Fraginals, con su población flotante de tahúres, amantes del vino, las vihuelas, los rigodones y las juntamentas con fembras placenteras.

Andando el tiempo, San Isidro devendría sinónimo de sexo rentado, con sus calles estrechas, sus bares, sus garitos y sus accesorias. Durante la primera intervención militar norteamericana lo convirtieron en zona de tolerancia, eufemismo para designar un barrio santificado para eso. Se aprobó el Reglamento Especial de Prostitución, que prolongó, modernizándolos, los reglamentos coloniales de 1873 concebidos para el control de las trabajadoras sexuales y de las enfermedades venéreas. Se consideró un mal necesario, pero había que mantener al demonio de la sífilis dentro de la botella.

San Isidro y Damas. Foto: Otmaro Rodríguez.

Dice un estudio: «Por los datos recogidos desde el fin de la guerra hasta 1912, el número de meretrices osciló entre 500 y 600, unas 100 más que durante la época colonial; sin embargo, habría que exceptuar los primeros años, por las causas de la guerra y las necesidades posteriores, lo cual hizo que se incrementase la cifra hasta 850, aunque disminuyó rápidamente». Y continúa: «Pero estas son estimaciones de las prostitutas regladas (las dependientes, las independientes y las ambulantes). Frente a ellas estaban las clandestinas, que según informaciones de la época multiplicarían el número real por diez».

En otros términos, si este cálculo es correcto, estaríamos hablando de unas 5,000 a 6,000 embajadoras del sexo durante esa primera década del siglo XX.

IV

En La Habana de aquella época circulaban dos expresiones nuevas. La primera, «trata de blancas», es decir, el proceso de importación de prostitutas de otras latitudes. Según el estudio antes citado, «parece ser que la mayor parte de esas prostitutas, con excepción de las españolas, procedían del arco caribeño. Estas mujeres, en su mayoría, habían trabajado en los burdeles de México, Estados Unidos, Panamá y Venezuela, llegando de Europa bajo la apariencia de artistas, bailarinas, floristas, mecanógrafas, etc.»

Partiendo de su larga práctica y experiencia, el doctor Alfonso María Ramón escribió para la Historia que la tesis de que la trata de blancas se nutría del engaño, como solía ocurrir con la prostitución local, era falsa. «Por lo regular» –dijo– «ninguna extranjera viene engañada; la joven inmigrante sabe a lo que viene y lo hace justamente por el afán de lucro».

La segunda, una palabra que hoy empleamos los cubanos para aludir al prostíbulo y más generalmente al desorden: «bayú». La construcción del Canal de Panamá (1904-1914) trajo toda una red de servicios sexuales para una fuerza de trabajo ávida de sonrisas y eyaculaciones mediante prostitutas de ida y vuelta, actividad factible debido a la existencia de una triangulación marítima Panamá-La Habana-Nueva Orleáns. «Fuimos invadidos por los apaches y sus cocottes», dice un personaje en una obra de ficción. «Aunque fueran belgas, alemanas o austríacas, les llamábamos francesas. Las casas que pusieron allá [en Nueva Orleáns] estaban cerca de pantanos y manglares. Para llamar esos barrios afrancesaron una palabra de los indios choctaw de la Luisiana que significa «pantanoso»: bayou.

Las prostitutas que entonces deambulaban por San Isidro estaban agrupadas en tres categorías: colegialas, independientes y ambulantes. Las colegialas vivían con sus matronas, quienes controlaban todas sus actividades. Las segundas lo eran «por la libre», residenciadas en casas alquiladas, hoteles o en su propio domicilio, casi siempre bajo la garra de algún chulo. Las ambulantes se ubicaban en el estrato más bajo. Eran, por definición, las más perseguidas y acosadas por la policía.

San Isidro y Habana. Foto: Otmaro Rodríguez
San Isidro y Habana. Foto: Otmaro Rodríguez

Las francesas dejaron huella perdurable en la cultura sexual cubana al introducir prácticas como el sexo oral, la penetración anal y posiciones que después fueron llevadas por los hombres al matrimonio en una cultura marcada por la moral católica y por la idea del sexo como vehículo para crecer y multiplicarse. Por eso eran tan cotizadas, además de por sus maneras, obviamente distintas a las de la furrumalla. En efecto, en rigor no todas lo eran: las había italianas, austriacas, canadienses, belgas, suizas… La parte por el todo. Una marca. Como llamarles «gallegos» a todos los españoles.

Pero una era francesa de veras. Se llamaba Berthe La Fontaine, más conocida por la Petite Berta, llegada al puerto de La Habana en 1909 directamente de la mano del apache Louis Letot. La más bella de San Isidro.

El nombre de la Muerte.

V

La calle Paula empieza cerca de la terminal de trenes y termina en la iglesia de San Francisco de Paula, en Desamparados, al sur de La Habana Vieja.

En el antiguo número 96 vivía el Gallo de San Isidro, no lejos de donde había nacido José Martí, en el número 41. Con sus tres mujeres. Dos mulatas durísimas –Elena Morales y Celia Martínez– y una blanca, rubia y de ojos azules, la tal Petite Berthe que los chulos foráneos utilizaron de carnada para pasarle la cuenta. Dicen que se sentaban a su mesa en un orden que corría desde la izquierda; la que ocupara la silla colocada a su derecha sería la elegida para encabalgamientos nocturnos. Una narración que sin embargo excluye la posibilidad del sexo grupal, nada raro en las fantasías de los hombres de San Isidro. El trovador bayamés se lo dijo a Yarini: «sigue en pos de orgías y placeres».

Lugar donde estuvo la casa de Yarini. Paula no. 96 (actual 308). Foto: Otmaro Rodríguez

Dulcila Cañizares, su más acuciosa biógrafa, cuenta que se levantaba tarde, desayunaba y sacaba a pasear a sus dos galgos, una marca de elitismo y diferenciación. Impecablemente peinado, rasurado y oloroso. Saludando, mano en alto. Una escena bien parecida la de Don Fanucci caminando por el barrio italiano de Nueva York, en la segunda parte de El padrino, poco antes de caer fulminado a la entrada de su apartamento por una bala del joven Vito Corleone.

Salía, bajaba hasta Picota, doblaba a la derecha y caminaba hasta San Isidro para llegar a una fonda. Dice la estudiosa que allí se encontraba con su carnal José «Pepe» Basterrechea y que bebía con él un trago de ginebra, un mojito criollo o una copa de coñac. Después seguía San Isidro abajo hasta Compostela, y en el bar de esa esquina bebía ron o cerveza y se limpiaba los zapatos.

También se le veía cabalgar Obispo abajo en un formidable corcel blanco de cola trenzada –un regalo de la madre, tan caro como un Lamborghini de hoy– en su camino hacia la acera del Louvre. Entre miradas callejeras, incluyendo las de respetables mujeres casadas que apartaban levemente el quitasol o lo miraban de manera discreta por encima del abanico. Un tipo de cinco pies y seis pulgadas –pero un prototipo de masculinidad, elegancia y sex appeal en La Habana de entonces.

San Isidro y Habana. Foto: Otmaro Rodríguez

Igual se le recuerda en el restaurant «El Cosmopolita», ahí por el mismo Louvre, donde le fracturó la mandíbula a un estadounidense y le sacó varios dientes de golpe por comentarios irrespetuosos a propósito de la presencia en el lugar de un general negro del mambisado– Florencio Salcedo, según algunas fuentes, Jesús Rabí en otras. Los historiadores dan fe de que lo llevaron a juicio. Salió absuelto.

La Habana era ancha y ajena, a pesar de todo. A veces Yarini iba en un fotingo a la playa de Marianao. Y al Palais Royal, un salón en la calle Marina donde hoy se levanta el edificio Carreño. Aficionado al danzón, se le veía en el salón Manzanares, en Carlos III e Infanta, en el Círculo de Artesanos de Santiago de las Vegas o en La Verbena, en 41 y 30, Marianao. O en el café Vista Alegre, en Belascoaín entre San Lázaro y Malecón, que de pronto llenó de luces a la oscuridad, no lejos del mar que rompía con sus olas y su salitre el diente de perro de la orilla.

VI

Ese 21 de noviembre de 1910 Alberto Yarini recibió una extraña nota que lo sacó de su casa. En el camino a San Isidro recogió a Pepito Basterrechea. Fue a la accesoria para ver a la Petite Berta, pero no estaba. Se encontró con la mulata Elena Morales, con quien por cierto vivía en la calle Paula. Los dos amigos entraron, cerraron la puerta, estuvieron unos minutos con ella y finalmente salieron de nuevo a la calle.

San Isidro no. 60 (actual 174), el lugar de la muerte. Foto: Otmaro Rodríguez
San Isidro no. 60 (actual 174), el lugar de la muerte. Foto: Otmaro Rodríguez

Según versiones, había al menos ocho tiradores apostados en las azoteas, más el propio Louis Letot, abajo. De acuerdo con la autopsia, Yarini muere por dos disparos en el vientre. Al verlo, le dispara el chulo franchute, a quien Bastarrechea le coloca una bala en la cabeza que lo deja sin vida al momento. Esto desata, al menos, dos preguntas.

La primera: ¿por qué Letot tuvo que darle la cara a Yarini? ¿Por hombría y guapería? ¿Por qué bolá contigo, asere? ¿No habría sido mejor esperar a que saliera de la accesoria y calimbarlo entre todos desde lo alto, limpio? Y la segunda: ¿Por qué Pepito Basterrechea pudo salir ileso habiendo allá arriba esa cantidad de hombres armados? ¿Estaban ahí solo como la claque del teatro bufo o eran tan malos tiradores que no le daban ni a un melón a boca de jarro? ¿O estaban todos curdas? Un policía apostado en Picota y San Isidro dijo haber escuchado entre 10 y 12 disparos.

Sucedió ahí en la calle San Isidro no. 60, muy cerca de donde hoy radica el Archivo Nacional. A más de un siglo de su muerte, el Rey de San Isidro es otro de los misterios que nos acompañan.

Tumba de Alberto Yarini. Cementerio de Colón. Foto: Otmaro Rodríguez.
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