El sobreviviente

Es una visión recurrente: mi abuelo dejando granos de arroz en las esquinas del patio, lugares a donde solo llegaban los pajarillos de ciudad. Mi madre siempre le decía que el arroz estaba escaso, pero Caro prefería acostarse con hambre en los 90 que renunciar al canto de los gorriones, los azulejos, o los tomeguines libres.

Sandino es lo último que se puede llamar ciudad yendo hacia el extremo occidental de Cuba, lo rodean extensas sabanas y humedales, así que los animales silvestres siempre llegaron a los sitios del hombre, un azar que muchas veces los mató.

Desde el día que empezó a venir a la mata de mangos un sinsonte, hasta una libra de harina de maíz compraba Caro por mes. A mi abuelo los sinsontes lo hacían muy feliz. Decía que no había pájaro en el mundo con melodía tan bella. Podía imitar los sonidos de todas las aves y luego abochornarlas a todas con tonadas propias.

Aquel sinsonte llegaba al mismo gajo, ponía sus alas como un tenor cuando está a punto de soltar una nota altísima y comenzaba su concierto matutino. El viejo se quedaba lelo, catatónico. Sus ojos buscaban el ave entre las ramas y allí quedaba quieto, como su más fiel admirador. Adivinaba el próximo número del artista alado y sonreía como un niño cuando ve llegar a su padre después de largo tiempo. La dicha lo engordaba con aquel ruiseñor nacional.

“El tocororo nació con los colores de la bandera y por eso es el ave nacional”, decía, “si el sinsonte tuviera sus plumas, fuera el ave perfecta, porque no hay nada más cubano que un sinsonte”.

***

Esa aparente levedad cuando escuchaba el canto de la naturaleza, era realmente el camino de un largo viaje en el tiempo. Volvía a su niñez, al patio de su casa en Malpotón, donde creció. Retornaba en una nota hasta la más vívida imagen de su hermano Ricardo, el mayor, a quien no veía hacía más de cuarenta años.

Ricardo se casó y se fue de la casa para nunca más retornar. Sembró un dolor eterno en mi abuelo después de que la última noticia recibida fuera su entierro por Artemisa. No hubo tiempo de despedidas.

La muerte de Ricardo le arrancó de tajo un pedazo del alma a todos los hermanos, pero en Caro causó un efecto peor, cada vez que lo evocaba pasaba del brillo a la opacidad y terminaba con agua en los ojos y la garganta apretada, porque lo tenía como su ejemplo desde que nació. Así que un buen día, el día que llegó el sinsonte, comenzó a recordarlo de buenas maneras, como si le sanara una vieja herida.

***

Una mañana que casi borran los años, salieron a cazar jutías Ricardo y Caro. El mayor tendría unos 16 años y mi abuelo acaso rozaba los 8. Cuenta que en lo alto de una guásima había una jutía conga adulta de buen porte y su hermano apuntó al copo, al lugar donde el roedor saboreaba un cogollo, y le puso una bala en la cabeza.

Al desplomarse tumbó un nido y al pie del árbol cayeron la jutía y un pichón de sinsonte que se quejaba por el golpe de suelo con chirridos interminables.

La conciencia les remordió a ambos, el pobre pichón no tenía la culpa, así que se lo llevaron a casa, lo alimentaron durante meses en una jaula de puertas abiertas. Se repuso y llegó a ser adulto, semijíbaro. Salía en las mañanas, iba y volvía a la jaula y siempre dormía allí, bajo la mata de güira en el patio de Don Ramón, el patriarca. Mi bisabuelo nunca permitió aves enjauladas en sus predios, “si yo te encierro en una jaula toda la vida, aunque te alimente bien, nunca vas a ser feliz”, así le dijo una vez a mi abuelo cuando quiso tener una pareja de tomeguines presos.

“El Sobreviviente”, así le llamaron al sinsonte aquel. Era increíble que se hubiese repuesto de la caída cuando sus alas apenas plumaban. El pájaro enseguida causó revuelo en el batey. Iba gente solo a escucharlo, y María Ramos, mi bisabuela, se quejaba porque cada vez que se reunían los curiosos en su patio tenía que colar mucho café. Mi abuelo y Ricardo, que compartían aquel tesoro a la mitad, sentían orgullo del pájaro, de cierta forma los acercaba, El Sobreviviente trazaba otro lazo de amor en la hermandad.

Varias funciones tenía reconocidas el tenor. Por las mañanas, de despertador. A las seis de la mañana era más exacto que el gallo, y claramente más afinado. Por otra parte cuando se acercaba un extraño a la propiedad cantaba como dando una alerta, recuerda Caro que era una trompetilla como un querubín.

Cantaba el sinsonte y Caro jugaba y pensaba como un niño, pero su hermano Ricardo andaba en cosas serias. Llegaba tarde del pueblo, con raras expresiones, discutía con el viejo Ramón sobre las injusticias del gobierno, andaba con unos amigos en Cayuco formando mítines políticos y la guardia rural los tenía en la mira. Más de una vez llegó golpeado el hermano mayor y le enseñaba con orgullo los moretones al pequeño Caro.

En el año 1945, cuando se enteraron del conflicto mundial que terminaba, aquel grupo de muchachos escribió una carta exigiendo que los enviaran a Europa para unirse a los aliados, una carta que iba franqueada al despacho del presidente de la República pero que aparentemente nunca llegó o quizás quedó sembrada en el olvido como una semilla infértil. La condena al ostracismo hacía que Ricardo y sus amigos fueran más fervientes.

En una de las protestas más fuertes murió su amigo Roberto cuando el filo del machete del Cabo Cardona le cortó la aorta. Frente a sus cofrades, Cardona lanzó una sentencia: “Esto mismo le va a pasar a todos los que anden revolviendo mi pueblo”, y alzaba su machete despalmado, señalando que sería el mismo verdugo.

Cuenta Caro que los amigos de Ricardo se pusieron de acuerdo y no pasó un mes para que le incendiaran la casa a Cardona, que ni familia tenía. Aquella madrugada lanzaron más de ocho cocteles molotov en el portal del asesino y luego salieron a caballo, cada uno a su casa. Mi abuelo aún recordaba el olor a gasolina cuando entró su hermano a la casa. Aunque el viejo le precisó varias veces con preguntas, Ricardo lo evadió y entró a su cuarto. Sin dormir, esperaba la respuesta violenta de los rurales, sabían dónde vivía y qué hacía.

El Sobreviviente, comenzó a cantar frenético dos horas después. Caro se levantó preocupado y sintió sonidos en el cuarto de Ricardo, estaba terminando de recoger las cosas necesarias para sobrevivir en cualquier lugar. En un estante de la sala estaba guardada la escopeta de su padre, calibre 22, tomó además un par de cajas de balas frente al niño y le dijo: “Carito, no le digas nada a papá, me voy al monte hasta que se calme el revuelo. Mañana parte una naranja a la mitad y ponla en la jaula del sinsonte en mi nombre, ese pájaro saldó su deuda conmigo”.

Efectivamente, poco después de que el muchacho se perdiera en la oscuridad, una partida de guardias a caballo, alumbrados con antorchas y armados hasta los dientes preguntaban por el paradero del mayor de los hijos. Ramón, incólume, dijo que no lo veía desde hacía días, que estaba de viaje. Por el respeto que se había ganado el noble viejo su palabra era recia y seria.

Caro no comprendió la causa de su hermano hasta que comenzó a hacerse hombre. El Sobreviviente cantó varios años, hasta que no lo volvieron a ver. Tan digno el pajarillo que no dejó ni el dolor de la muerte bajo aquella güira.

Mi abuelo también murió, ahora es mi madre quien alimenta un sinsonte en el mismo patio.

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