(E)lecciones

Foto: Denise Guerra

Foto: Denise Guerra

Cuando Caro tuvo edad para ir al bar de Cayuco, la bebida le hizo cierto daño. Habían ido él y Nicolás, su mejor amigo, a pedir directamente una botella de Tres Toneles porque querían conocer la sensación de mareo y relajación que daba el licor.

Había llegado una Fragata a la Fe cargada de marineros y, siguiendo la tradición, tomaron la ruta al bar más agitado: el de Cayuco precisamente, que también se conocía como El Cairo; en un pequeño pueblo que luego del 59 nombraron Manuel Lazo, en homenaje a un valiente mambí de la zona que junto a Maceo repartió machete en la Invasión a Occidente.

Cerca de Caro y Nicolás, los marineritos unieron tres mesas. Eran nueve jóvenes de cualquier parte, extraños y excéntricos. Sus carcajadas no dejaban oír a la cantante que se esforzaba, sin audio, por que su voz llegara al fondo del bar, en el piso bajo de un hotel de tablas que tenía las habitaciones encima.

De los Tres Toneles quedaba acaso uno cuando Caro le dice a Nicolás: “Esta gente me tiene un poquito aburrido ya, ellos no saben que aquí no permitimos payasos”.

Así se levantó, con cara de muchos enemigos, se acercó a la reunión de navegantes y alzó su voz por encima del bullicio:

– Ustedes tienen tres opciones: se callan, o se van, o vamos a ver a cómo tocamos…

Entonces el más pequeño del grupo se pone de pie; sabiéndose acompañado, en un ataque de alcohol le acaricia el cuello de la camisa a Caro y en tono de burla lanza:

– Mira, guajirito, siéntate tranquilo. Nosotros vamos a hacer como que esto nunca pasó, y así se libran de una paliza tú y tu amiguita también.

No pudo pronunciar la última sílaba de su frase. A mano abierta por todo el lado izquierdo de la cara, Caro le suelta una “trompá” recargada desde la espalda, de esas que se disfrutan mejor ralentizadas: “¡raaaaaaaayyavaaa!

Cayó sobre la mesa y derramó todas las jarras de cerveza, inconsciente, mirando fijo al techo. Se detuvo la música, el sonido del golpe había llamado la atención de todos.

Enseguida Nicolás tomó parte en el asunto y se lanzó sobre el más robusto propinando ganchos y piñazos al mentón. Caro en tres segundos había arrancado la tabla central de su mesa, que en el extremo tenía par de clavos y bueno… la palea no estuvo pareja. Cuentan que los marineros salieron corriendo de Cayuco a la Fe, unos cuantos kilómetros.

“Y salieron bien –dice Caro al cabo de los años–, si la gente de Cayuco se llega a meter, ellos se joden”.

Luego de aquel percance, que no parecía perturbar mucho la rutina, los dos amigos se sentaron a terminar el último trago de la botella de la discordia.

Antes de que Caro regresara a su casa, el comentario –como ocurría siempre– llegó a los predios de Don Ramón, su padre. Y llegando, mientras quitaba los arreos de su yegua a media luz y la cabeza dando algunas vueltas raras, divisó en la entrada de la cuadra donde dormían las bestias la luz del farol del Don.

Entretanto se acercaba, trataba de componerse, de corregir la postura. Prendió una hoja de Hierba de Guinea del comedero de los caballos y comenzó a mascarla para evitar el aliento etílico. Sabía que le tocaba un regaño fuerte, el viejo era demasiado serio y respetable, un católico acérrimo que en cada cena y antes de dormir los obligaba a rezar un Padre Nuestro y par de Ave Marías.

– ¿Mijo y a usted qué le pasó en ese ojo, a ver? -Lo tomó por el mentón, que también tenía sus achaques y al “ay” de dolor le siguió una mentirilla.

– Nada, papá, que me caí de la yegua. Parece que se asustó y me tiró contra el piso.

– Caridad, usté estaba tomando… –agregó el viejo.

– Sí papá, me di un traguito con Nico, que hoy era su cumpleaños y…

– Mire mijo, usted es muy mal mentiroso –dice Don Ramón–. Se le olvida, al parecer, que su madre es la que trae a todos los vejigos de Malpotón al mundo, y cada mañana me recuerda el día que nació cada uno. Con la mente que tiene María no olvidaría el santo de Nicolás. Me cuenta la verdad o se la cuento yo, que ya el chismecito debe estar llegando a La Bajada. Lo espero debajo de la mata de güira, no demore.

***

“Qué fenómeno”, pensaba el joven Caro. “Esto será castigo por lo menos de una semana. Tendré que ocuparme de los animales por un buen rato o ir todos los días a la bodega del Gallego a hacer mandados…”. Cabizbajo caminó hasta la tenue luz que alumbraba un taburete bajo la güira. A esa hora rezaba pero por necesidad.

Se sentó inclinando el asiento al tronco del árbol y en el mismo comienzo de su versión de los hechos el padre lo interrumpió:

– Es más, no me diga nada, yo quiero que me escuche con atención que ya usté preña. Lo más lindo que hay en el mundo es la paz, mijo, toda la furia que usted tenga póngasela al trabajo y verá lo feliz que va a ser. Las broncas lo único que dan son enemigos…

Una voz desde la casa grande se acercaba a los dos con pasos lentos: “O buenos amigos Ramón”, era Baldomero Acanda, un primo de María a quien Caro quería como su tío.

– …que el muchacho se defienda –insistió Baldomero–. Los hombres tienen que dejar su honor limpio siempre. Es mejor morir como un valiente que huir del problema –dijo mientras degustaba el almíbar de un dulce de melocotón hecho por su prima, el que más le gustaba.

– Con el mayor respeto que usted se merece, Baldomero, a mis hijos los crío yo, y le agradezco su opinión, porque usted es de la familia, pero no le permito que ande aconsejándole esas cosas al niño. –Endosó Don Ramón y, tras el juicio paternal, se alejó Baldomero.

La conversación llegó a su fin y Caro se fue a la cama sin requerimiento alguno. Antes de dormirse, recordaba cómo, siendo un niño, había sido testigo de una de las peleas más épicas de Cayuco. Uno de los protagonistas había sido, precisamente, su tío Baldomero.

***

Cinco años atrás, en el mismo bar El Cairo, tras unas cuantas cervezas, estaba sentado el Moro, quien en una sarta de improperios públicos se empeñaba en ofender la figura de Baldomero.

“Tráiganlo, que yo le voy a quitar la famita esa de fuerte que tiene”, decía.

Le decían el Moro por su piel oscura y pelo lacio. Usaba manteca para que brillara su peinado. Provenía de una familia adinerada que hizo fortuna con una compañía de trasiego de mercancía en camiones, madera, carbón, productos del campo en general. Medía más de seis pies y más de una vez había dejado boquiabierto al pueblo cargando su rastra.

Alzaba un tanque de miel de abeja desde el piso hasta la cama del furgón con indudable facilidad, y a todo el que le pasó el puño lo dejó en el piso. Cuando se sentaba a tomar cervezas, todos se alejaban poco a poco de su lugar, le caía mal el fermento, o tan bien que se le soltaban las manos en una danza de golpes sobre el más infeliz.

Pero esta vez desafió a un rival digno. Baldomero era unas libras más robusto, descendiente de canarios que llegaron a Cuba en busca de mejor vida. Tenía los ojos azules y profundos y un pie tan grande que nunca logró ponerse zapatos, anduvo descalzo desde que comenzó a crecer. Comía en una palangana y de una sentada podía engullir todo un muslo de puerco en Navidad. Cierta vez Caro lo ayudó a cercar un potrero y cobraba tan duro el alambre de púas que cuando se clavaba la grampa, sonaba como la cuerda de una guitarra. Un Hércules montuno.

La gente en el pueblo admiraba su fuerza y su bondad, que tenían el mismo tamaño. Si era leyenda o no lo que hizo con los bueyes, eso al menos era el arroz con pollo del mito: Dicen que iba cargado de madera y en un pantano el buey más débil se cayó de bruces, lo zafó, puso el yugo en su propio lomo y arreó al otro: “¡Rompemonte”! y así logró sacar las enormes ruedas de yerro del fango.

Por casualidad araba cuando le avisaron de la bajeza del Moro, que no era la primera vez que hablaba mal a sus espaldas. Montó en la mula todo sucio y trazó rumbo al bar de Cayuco, esta vez se acabaría el “leque leque”.

Al Moro le avisaron igual que venía en camino su contrincante y toda la multitud esperaba aquel choque de trenes que pronosticaba una pelea infernal.

Llegó Baldomero y cuando cruzó el pie derecho para bajar de la mula, sin esperárselo, sintió un fuerte golpe en el plexo solar que casi lo dejaba sin aliento. Fue a dar al piso, como un saco de escombros.

El Moro ya cantaba victoria con aquel golpe, pero Baldomero se recuperó en lo que canta un gallo y lo midió al rostro soltándole un rayo por piñazo.

Qué tal habrá sido que lo envió por debajo de su propio camión con una oreja colgando y la sangre forrando la mitad del cuello. Si no llega a tener manteca en el pelo y le da asentado, dicen, lo mata.

Enseguida lo cargaron rumbo al hospital de Pinar del Río, sin uso de razón. Al tercer día de su ingreso, con la oreja cosida, vio entrar al enemigo por la puerta de la sala de ingresos con un jabuco en las manos como escondiendo algo. Puso los ojos desorbitados y agarró la percha donde colgaba el suero que tenía puesto, no podía ser otra cosa que batalla. Entonces Baldomero a pocos metros extendió su mano en señal de “detente” y le dijo:

– Moro, aguanta ahí, yo no vine a fajarme, ya no quiero más bronca con usted. Mire aquí le manda mi mujer esta sopa, y yo le traje mi mano en señal de amistad.

El Moro que no era santo aguantó las ganas de llorar y aceptó la mano de su nuevo amigo, desde entonces cada sábado bebieron juntos y reinó la paz en Cayuco, al menos entre ellos dos.

***

Casi a punto de dormir, Caro siente pasos detrás de su puerta. Era Don Ramón otra vez, con una vela entra sin tocar y lo llama. Le señala con el índice y solo se ve su boca.

– Óigame lo que le voy a decir, no me le haga caso a lo que dice su tío, que ese es otro malcriado. –Y se retira mientras le dice a su mujer del otro lado:

– María, ¡qué sangre usté le ha puesto a la familia, cará!

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