En busca del tiempo en Hoyo Perdido

Foto: Denise Guerra

Foto: Denise Guerra

Las niñas de Hoyo Perdido usan, invariablemente, unos peinados muy sofisticados, con trenzas entretejidas. Y quien no sea de Hoyo Perdido pudiera preguntarse para qué espectador incauto se cuida tanto una estética que aparece día tras día amurallada por extensiones abrumadoras de caña y naranja agria.

Aunque tiene un nombre (asignado de boca en boca por la misma gente que padece la precariedad y la ausencia), Hoyo Perdido no aparece en el mapa. Tan solo lo conocí de casualidad.

Iba camino a Cumanayagua. La moto en que viajaba se averió y mi tío me dijo “Debemos ir a ver a un amigo mío del Hoyo”. Y yo: “¿Qué hoyo?” Y él: “Ya verás”.

Estuvimos caminando, para llegar “al hoyo”, un tiempo incontable, indiscernible, entre matas hoscas, bajo un sol implacable.

Para cuando llegamos a la comunidad, ya me sabía su historia: en esos lejanos años 80 de abundancia –tan anómala, nunca más repetida– en Cuba, aquellos parajes estaban llenos de ganado vacuno y el Estado cubano, en su plena magnificencia, construyó allí algunos edificios de microbrigadas, muy modestos, para que los campesinos del lugar estuvieran más cerca de las reses. Por un tiempo, como todo en Cuba, funcionó.

Pero cuando el periodo de las vacas gordas pasó, eventualmente pasaron también las vacas. Más temprano que tarde se despertaron entonces los guajiros de Hoyo Perdido –y sus respectivas familias: un entramado de primos, tíos, queridas, novias de viejos colchones escondidos detrás de cierto árbol clave, amantes oficiales venidas a menos con el tiempo, hijos reconocidos y por reconocer– se encontraron sin nada qué hacer.

Y la cabra volvió al monte. La mayoría se fue de los edificios de microbrigadas. Se fueron de la electricidad, de vivir en un cuarto piso mirando desde arriba los árboles. Sin reses ni nada que cuidar, volvieron a su casita de madera, no demasiado lejos de allí, también en un lugar perdido en el monte, sin nombre ni vocación de estar en el mapa.

Los pocos que se quedaron en la comunidad ex ganadera de Hoyo Perdido, tienen el menos ambicioso de los planes: vivir apenas un día más. Preguntarse cada tanto si valdrá la pena salir alguna vez de allí. Y para qué sitio, acaso, irían.

Los niños van –eso sí– a la escuela. La más cercana queda a 14 kilómetros. Los recoge un coche tirado por una yegua pequeña color vainilla. Antes y después de la escuela, las mujeres del Hoyo se reúnen alrededor de las cabezas de sus niñas. Para hacerles los peinados que las adornan, solo necesitan algo que, para bien o para mal, los que viven en Hoyo Perdido tienen de sobra: tiempo.

Este trabajo fue publicado originalmente en la revista Cubasí en diciembre de 2015

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