En camión, hasta La Habana

Vicisitudes de dos viajes por carretera desde el oriente cubano hasta la capital de la Isla.

Terminal de Villanueva. Foto tomada de Facebook.

Mil quinientos pesos, me responde el hombre, al que supongo el chofer o el dueño del camión que, según un joven que vocifera unos metros adelante, debe salir en algún momento rumbo a La Habana. El hombre, de unos cincuenta años más o menos y apariencia sosegada, casi bonachona, descansa despreocupadamente sobre una banqueta de madera al lado del camión, un flamante Ford que poco, muy poco, debe conservar del vehículo original llegado a Cuba vaya uno a saber cuántas décadas atrás.

Mil quinientos pesos, me confirma con parsimonia cuando le repito la pregunta en plan desentendido. Ese, me dice, es ahora mismo el precio del pasaje desde Santiago hasta la capital. Al menos en un camión privado como este, en el que ya ocupan sus asientos varios pasajeros a la espera de que otros, como yo, traguen en seco al escuchar la cifra, saquen mentalmente sus cuentas, y suban resignados con sus maletas y su necesidad de llegar lo antes posible al otro extremo de la isla. En mi caso, ya estaba sobre aviso por unos amigos y me había preparado para el golpe, pero igual pregunté, y dos veces, por si ocurría un milagro. Ingenuos que podemos ser los cubanos.

Detrás de mí llegan más viajeros al parqueo exterior de la terminal santiaguera y le hacen al hombre la misma pregunta. No todos reciben la respuesta con la misma entereza, pero, por si acaso, me apuro a reservar un buen asiento, con ventanilla. Los asientos, lo compruebo enseguida, son de ómnibus Yutong, ligeramente inclinados, aunque fijos, sin el mecanismo para reclinarse. Las ventanillas también son de ómnibus e igual parecen serlo los portamaletas interiores, aunque de un modelo más antiguo. O quizá son criollos, pero con una hechura que engaña y resiste sin chistar el peso de mi atiborrada mochila. Delante, un televisor de pantalla plana promete un viaje animado.

Varios de los llegados después de mí también suben al camión, que poco a poco se va llenando. Antes, el único ómnibus estatal que está viajando al día hacia La Habana desde que se reiniciaron las rutas interprovinciales —tras el parón impuesto por la pandemia—, apenas rescató a una persona de la atestada lista de espera y, con el tren saliendo cada cuatro días, los camiones son para muchos, incluido yo, la única alternativa a corto plazo. Aunque su precio sea seis veces más alto que el del pasaje oficial en ómnibus y unas 15 veces más elevado que el del tren.

En esos cálculos me entretengo mientras espero que el camión se complete. En un ejercicio de masoquismo, busco en internet los precios del transporte estatal entre Santiago y La Habana: 255 pesos el pasaje en ómnibus, 95 en el tren, 132 si el coche es climatizado, 1100 en el avión, aunque este último sea hoy una quimera. Intento imaginar cuánto podría costar el viaje aéreo hasta la capital de existir en Cuba aviones privados, pero finalmente desisto. No tiene sentido entregarse a desvaríos ni fantasear con cifras que pueden cambiar —subir— en un abrir y cerrar de ojos. En medio de la crisis y la desbocada inflación que zarandea al país, los precios aumentan día tras día, sin que nada parezca poder frenarlos. Ni la cordura, ni la piedad, ni el gobierno. Este mismo pasaje en camión mañana podría costar 2 mil pesos y nadie tendría por qué extrañarse.

El dinero importa

Finalmente, el camión se llena. Aparece otra oleada de necesitados que copan los asientos aún vacíos e, incluso, queda gente fuera. El chofer sube, comprueba que la capacidad está completa, y se excusa con los que no caben. No puede llevar a nadie de pie, explica. Aunque luego, a la salida de Santiago, suba un policía que hará una buena parte del viaje parado junto a la puerta. El motor se enciende y el propio chofer va asiento por asiento cobrando el pasaje. Junto a él, un segundo hombre echa el dinero que recibe del otro en una jaba de nailon. Son diez filas de asientos dobles de un lado y nueve del otro, el de la puerta, una diferencia que se nivela con dos asientos más en el fondo entre ambas filas, así que cuando los hombres terminan de cobrar la jaba tiene fácilmente mucho más dinero que el que he logrado ahorrar en mi cuenta bancaria. Quizá más que el que guardan en sus cuentas la mayoría de los pasajeros.

Ya con el pago asegurado, el chofer lanza su discurso de bienvenida. Como un conductor de ómnibus estatal, nos pide a los pasajeros evitar echar comida o basura en los asientos o en el piso del camión. También, no fumar ni “armar fiesta”. Si alguien necesita ir al baño —es decir, a un matorral o a la orilla de la carretera— o tiene “otro problema”, aclara, puede tocar un botón que está al lado de la puerta. Un pasajero del fondo le pregunta por la estabilidad del Ford y el hombre, orgulloso, le responde que su camión “no brinca”, que tiene “suspensión de Yutong”. Aprovecha entonces y dice, sin subir el tono ni cambiar su expresión reposada, que la travesía hasta La Habana debe durar entre 14 o 15 horas, que si alguien quiere viajar en menos tiempo se puede bajar y coger otra cosa, que abajo quedan todavía personas que no pudieron montar.

“Las carreteras están muy malas y no hay por qué complicarse por el camino. A mí no me interesa llegar rápido, sino llegar bien y poder virar mañana mismo sin problemas para Santiago”, afirma en una frase que nunca imaginé escuchar a un camionero. Para terminar, con la misma apariencia inalterable de un anacoreta, nos desea un buen viaje y enciende el televisor. Una fila de glúteos turgentes emerge en primer plano en una piscina y comienza a moverse al ritmo del reguetón. La puerta se cierra y, casi enseguida, el camión se pone en marcha. Miro el reloj para calcular la posible llegada a La Habana. Quince horas: a cien pesos la hora, también calculo. Mientras el camión hace un rodeo para salir a la calle, veo cómo otro camión que esperaba detrás ocupa su posición en el parqueo. Varias personas que no alcanzaron asiento en este comienzan a subir en aquel.

***

Unas semanas antes viajo en otro camión hasta La Habana, no desde Santiago, sino desde Camagüey. Son unas ocho horas de viaje, ochocientos pesos por persona: a cien la hora. Este no es un Ford, sino más bien un Frankenstein, y no parece tener suspensión de Yutong, a juzgar por los saltos que da en la carretera. Con cualquier bache —es decir, casi a cada minuto— pega un brinco de caballo de rodeo, pero no por ello disminuye la velocidad. Los pasajeros igual vamos ya anestesiados sobre los asientos después de unos pocos kilómetros y, salvo en algún rebote exagerado, casi nadie se queja. Tampoco hay nadie a quien quejarse cuando eso ocurre, porque el chofer y el conductor van delante, en la cabina, y solo cuando paramos por algo se ponen a tiro.

Para hacernos más llevadero el viaje, esos buenos señores también reproducen videos musicales en un televisor. Una y otra vez. El mismo tema que abrirá mi viaje desde Santiago días después, lo escucho hasta la saciedad en el primer tramo del recorrido. “Pompis pompis, qué clase’ culo”, cantan románticamente El Yonka y Los Yakuza, quienesquiera que ellos sean, mientras un grupo de muchachas en tanga mueve con entusiasmo precisamente esa parte del cuerpo. En la fila de al lado, una pareja de jóvenes, muchacha y muchacho, balbucean el estribillo y se contonean rítmicamente en sus asientos. Delante de ellos, otra joven en licra hace lo mismo. Son los que alcanzo a ver, pero seguramente no son los únicos.

Claro que hay más perlas como esta, de otros artistas que tampoco reconozco y de varios que sí, como el Chacal, Ozuna, Jacob Forever y Carol G, e, incluso, algunos fugaces cambios de tono con Marc Anthony, Juan Luis Guerra y Alejandro Sanz; así, hasta pasar Taguasco y entrar en la Autopista Nacional. Entonces, ya con el camión menos encabritado, el conductor cambia de carpeta de reproducción y llega el turno de Sylvester Stallone, que, para empezar, debe escaparse de una cárcel de máxima seguridad con la ayuda nada menos que de Arnold Schwarzenegger. “Ya yo vi esa película. Está buenísima”, me espeta mi compañero de asiento, un hombre de gorra y gafas que, como yo, carga únicamente con una vieja mochila. La lleva en el pasillo junto a otros equipajes, como al descuido, aunque dentro tenga al parecer algo muy costoso.

Camiones

Poco antes, en Ciego de Ávila, la policía detiene el camión y un oficial sube a inspeccionar. El uniformado no pierde tiempo con los equipajes pequeños, que ni siquiera palpa por fuera, y va directo hasta las cajas y maletas más grandes. Pregunta por los dueños de algunas y, cuando estos responden, les pide abrirlas frente a él. Dos o tres no tienen problemas: llevan ropa, comida, cosas personales y fáciles de justificar, pero en otras tantas el policía se saca la lotería: queso, pescado y hasta paquetes de camarones, en cantidades que sobrepasan por mucho un posible carácter familiar. Los dueños tratan de explicarle, pero el uniformado no escucha razones. Les pide sus documentos y los hace bajar del camión y vaciar los equipajes, mientras se comunica con alguien por radio. Finalmente, después de unos larguísimos minutos en los que los afectados intentan sin suerte conmover al policía, este les confirma que no pueden seguir, que deben quedarse allí con su carga, que casi de seguro será incautada.

El oficial le hace señas al chofer para que continúe viaje y, desde arriba, los que seguimos en el camión podemos ver la cara de fastidio de los atrapados. “Nos salvamos”, oigo que dice alguien detrás de mí. “Menos mal que se puso solo para los bultos grandes, porque si no me embarco”, añade. Otras voces también celebran, aunque sin revelar explícitamente el motivo de su alivio. “¿Pero esos socios son bobos o qué?”, comenta alguien más. “Cómo van a echarse pa’lante ellos mismos. Es mejor callarse la boca y perder la mercancía, a que igual te la quiten y te pongan una multa. O peor”, reflexiona. “Quizá pensaron que podían librarse ‘tocando’ al policía”, dice otro. “Puede ser —responde el anterior—, pero en estos casos es mejor no arriesgar”.

Varios asienten, entre ellos mi compañero de viaje. Se acomoda la gorra mientras me cuenta que unos días atrás perdió una carga de “miles de pesos”. “Nos pararon a la entrada de la Autopista, pero esa vez sí revisaron todos los equipajes. La suerte fue que la mochila estaba en el pasillo, con las cosas de otra gente, y nadie podía decir que era mía. Al final, la bajaron con otros dos bultos que tampoco eran de nadie y la perdí, pero al menos a mí no me cogieron. Por eso estoy de nuevo en la pelea, a ver si me recupero”, me dice con ribetes de orgullo. Ni se me ocurre preguntarle qué llevaba en aquella mochila, y mucho menos qué carga en esta. Solo le sonrío y vuelvo mis ojos hacia el televisor, donde otra vez El Yonka y Los Yakuza se autodeclaran “los reyes del perreo”, rodeados de “pompis” femeninos que desbordan unas mínimas tangas.

***

En el viaje desde Santiago voy sentado a la derecha del camión. En el de Camagüey, a la izquierda. A ambos lados el paisaje es básicamente el mismo: campos baldíos, con malezas mayormente ralas y secas, filas de palmas y otros árboles más solitarios, y también vacas salpicadas aquí o allá, que pastan solas o en pequeños grupos, en terrenos delimitados por rústicas cercas; algunos campos cultivados, sobre todo de caña, aunque también de maíz, plátano, arroz, yuca, o con brotes todavía indefinidos o sin nada aún creciendo en los surcos; algún que otro río, de cauce estrecho y turbio, en los que se lava un coche, chapotean niños o bebe un caballo; casas, granjas, servicentros y poblados de tanto en tanto, con sus vecinos e hijos de vecinos, sus carros y bicicletas y animales, sus rutinas y dolores que apenas se atisban de pasada.

Pero, más que nada, en el paisaje cubano impera el marabú. Ese arbusto espinoso y resistente, llegado ya nadie recuerda cuándo ni de dónde para minar los campos y dominar la tierra con montes tupidos e intrincados, se extiende invicto por kilómetros y kilómetros a pesar de los mil y un planes para exterminarlo. Es tanto el marabú que llega a verse desde la ventanilla de un camión, que uno llega a temer que ya no exista otra cosa, que sus bosques espinosos han ido conquistando el mundo a medida que el vehículo avanza sobre el pavimento. Entonces, aparece una finca o un pueblo, o algún palmar tranquilo que deshace la maldición, y uno puede respirar aliviado.

También están los vendedores de carretera. No llegan a ser tantos como el marabú, pero como aquel tienen la capacidad de multiplicarse, de aparecer una y otra vez a lo largo del trayecto hacia la capital. Los hay asomados al borde de la vía, como si estuvieran haciendo “botella”, con sus productos —ajos, cebollas, queso, frutas— en las manos, que enseñan nerviosos a todos los vehículos que pasan por su lado. Hay, además, muchos puestos de venta, desde timbiriches improvisados hasta sólidas casetas de madera, de las que cuelgan racimos de plátanos o hilos de mandarinas, mientras exhiben en el mostrador lo mismo vegetales que artesanías. Y están las cafeterías y “paladares” de viaje, con bocaditos y pizzas hechas en hornos criollos, jugos caseros y refrescos industriales, dulces, galletas, conservas de guayaba, barritas de maní en grano y molido, y, claro está, las “completas” de comida cocinada.

Camión (Aguafuerte)

Los “paladares” se reparten por todo el camino: a la entrada y salida de los pueblos, en fincas apartadas con sus propios corrales y parcelas, en los alrededores de servicentros y paraderos estatales. Son casi siempre ranchos de madera —aunque también los hay de mampostería—, con mesas y taburetes al más puro estilo “guajiro”, en los que no faltan las viandas y la carne de puerco, aun cuando estas anden perdidas de los mercados. En la zona de Taguasco, antes de entrar a la Autopista, hay todo un desfile de estos restaurantes privados, pero ninguno parece ser tan popular como el de María. Más que un “paladar”, se trata de un verdadero complejo gastronómico, con su rancho y varios puestos de bebidas y comida ligera y baños, alrededor de una especie de plazoleta en la que pueden parquear al mismo tiempo varios ómnibus y camiones.

Los dos camiones en los que viajo paran allí, cada uno en momentos y horarios distintos, y las dos veces el lugar está lleno. Hay personas que esperan para entrar al restaurante; otras que compran pizza, o galletas, o refresco, a precios de “ordenamiento monetario”, en uno de los quioscos del lugar, o, incluso, que esperan sentadas en los alrededores o comen lo que ellas mismas habían llevado. Me acerco al rancho y le doy un vistazo a la tablilla. Tienen varias “completas” de cerdo: bistec, masa frita, chuleta, fricasé; y también carnero y caldosa. Salvo esta última, ningún plato baja de los 300 pesos. Aun así, el sitio no para: se vacía una mesa y se llena al instante, ponen jarras de agua y toman el pedido a los nuevos comensales, sirven y cobran con agilidad, y con agilidad limpian la mesa por la que ya esperan otros recién llegados. Así lo compruebo en el primer viaje, cuando pido un bistec bien servido —aunque sin ensalada, que hay que comprar aparte—, para ir al seguro. “Es como una fábrica”, comenta alguien a la salida en tono de elogio. “Díaz-Canel debería preguntarle a María cómo hace para que no le falte nunca el puerco”, dice otro con sorna y varios ríen. No debe ser nada fácil mantener un lugar así, pienso mientras mastico una supuesta pizza en el segundo viaje, para variar el menú y darle un respiro a la billetera, pero, en cualquier caso, María debe estar encantada con la marcha del negocio.

Finalmente, los camiones en los que viajo parten cuando ya todos los que íbamos a comer algo, lo hicimos. Los choferes, que fueron de los primeros en terminar y que según comentarios “comen de gratis” solo por el hecho de parar allí, encienden el motor y tocan el claxon para apurar a algún rezagado. El resto del viaje, por la Autopista, es más tranquilo y veloz. Menos brincos, pocas paradas, paisaje monótono —otra vez caña, marabú, vehículos que pasan, vendedores— y Stallone en la pantalla de un televisor. En el otro, el del camión de Santiago, un cristiano evangélico con doble vida intenta conquistar a la muchacha de sus sueños en una comedia dominicana. Por raro que parezca, logro dormitar buena parte del camino que falta hasta la capital.

Ya cerca de La Habana los cambios de ritmo de los camiones para dejar a varios pasajeros terminan por despabilarme. Cuando entramos a la ciudad, hay varios asientos vacíos y la ansiedad por llegar se siente en el aire. Los últimos minutos parecen eternos. La gente se acicala lo mejor que puede, comienza a acomodar sus equipajes y no le presta ni el más mínimo caso a un desolado Stallone o quien sea que esté en la pantalla. Algunos se bajan en paradas antes de la terminal, la mayoría estamos ya listos cuando el camión se sacude por última vez antes de detenerse por completo. La puerta se abre y los primeros salen a la precipitada. El resto vamos bajando en fila india, pesadamente, con nuestros bultos y nuestro cansancio.

Miro el móvil solo para comprobar que, en efecto, han sido poco menos de 15 horas desde Santiago; unas ocho en el caso de la travesía desde Camagüey. Los viajes, ciertamente, fueron bien, sin grandes demoras ni sobresaltos, más allá de los inevitables baches y la sobrecogedora vista de un auto accidentado, fuera de la carretera y cercado de policías que aminoran el tráfico mientras una grúa maniobra en el lugar, en algún punto entre Bayamo y Las Tunas. “Al fin llegamos”, escucho decir, pero no logro precisar si es alguien que viajaba conmigo o en otro camión que también acaba de hacer su entrada a la terminal de Villanueva. El parqueo luce agitado, con personas y autos que entran y salen constantemente, maletas y cajas por doquier, y una fila de camiones que aguardan su turno para salir, a la que ahora se suman los que me han traído hasta aquí. Hay familias con niños, parejas que se abrazan, viajeros con cara de samuráis solitarios, gente que se despide o que habla por teléfono con un familiar que aún no llega. También hay varios taxistas cazando clientes y otros agazapados en las afueras, confiados en que hay presas para todos.

Hasta ellos voy luego del primer viaje, con la mochila más pesada de lo que suponía mi memoria y con la ingenuidad moribunda, pero todavía viva. Le pregunto a uno el precio hasta mi edificio y me dispara una cifra más alta de lo que imaginaba. Mucho más alta. Un segundo me repite la misma cifra y, aunque le regateo, apenas termina por ofrecerme una pequeña rebaja. A punto de ceder, llega un nuevo camión y los taxistas enfocan su atención en otros posibles clientes que empiezan a salir del parqueo. En un arranque de energía, busco en el celular la ruta más corta hasta la casa y, además de trazarla con claridad, la aplicación me dice que solo tardaría alrededor de media hora caminando. La mochila, para mayor sorpresa, me parece de repente más liviana. En el segundo viaje, 15 horas después de salir de Santiago, ni siquiera lo intento con un taxi.

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