Escombros II

Oquendo 308

I

(Nelya Guevara no se llama así, pero pidió que no revelaran su nombre)

Aquella noche se sentó en la cama tras el estruendo. Los pies rozaban las chancletas y la bata blanca se le pegó a la piel. Una algarabía se filtró por entre los muros del edificio de Oquendo 308. Nelya Guevara se alegró entonces de tener la puerta bien cerrada, los alborotos son siempre precursores de desgracia. Tras diluirse las voces, consiguió reconciliar el sueño; será la última vez en semanas…

Cuando platicamos estos temas en la acera casi me susurra, el sol le hace brillar los cabellos de plata. Le duelen las piernas pero aguarda sin quejidos, prefiere recostarse a la pared. Alrededor nuestro la gente se impacienta y las reuniones individuales no acaban de empezar.  Posiblemente hoy les hagan una oferta de vivienda, pero lo cierto es que ya llevan más de un mes en plena calle.

Pasan los minutos y con ellos crece la expectativa. “¿Dónde me ofrecerán?, ¿será lejos?, ¿conoceré el lugar? ¿Y las condiciones?, yo sola no puedo reparar con mi chequera de 200 pesos…” Así, tras prolongados diálogos y soliloquios, con hora y media de retraso, comienza por fin el encuentro. A Nelya la llaman de primera y queda trunca nuestra conversación. Espero reanudarla cuando salga.

II

Miriam Martínez se paró frente al edificio aquella tarde de 1982. Venía de muchos lugares y a la vez de ninguno. Bajó las maletas frente al arco ojival de la entrada de Oquendo 308 y suspiró profundamente. Los suspiros nunca se sabe si son una caricia de alivio o un golpe de resignación; a veces son un amalgama de ambos…

Hasta hacía poco, la joven vivió en un apartamento de Soledad 926, pero en ese instante  la edificación de rasgos góticos la miraba desde su altura. El riesgo de amanecer sepultada una mañana bajo el techo de su casa los llevó a aquella cita; no obstante, ella desconfiaba de su anfitrión como quien no se fía de los viejos usureros: todos son iguales.

Mientras la mujer dudaba en la acera, otros en el albergue donde vivía aguardaban su  renuncia; al menor parpadeo la despojarían de la oportunidad de huir de ahí. A Miriam le quedaban pocas elecciones, por lo que en naufragios como este cualquier tabla parece salvadora. Ya llevaba diez meses de travesía y un niño empezaba a llorar entre sus brazos.

Aquella tarde de 1982, bajo el arco ojival de la entrada, pese a su desconfianza nacida en la experiencia, la madre de Miriam Martínez terminó por convencerla para que se mudara al segundo piso del edificio de Oquendo 308.

I

A ras de asfalto. Nelya Guevara lleva una semana en ascuas vivas y está sentada sobre  tablas. Entre dedos acaricia la llave de su casa. Desde hace siete días come en cajas de cartón, se asea en baños ajenos y no usa su bata blanca…

La calle Oquendo, entre San Rafael y San Miguel, parece una gran feria, o una mudada gigante, o una burla del destino: los evacuados “por peligro de derrumbe” están ahora a los pies de su verdugo, solo un traspié del edificio y los aplastaría a todos.

Ahorita lloviznó. La gente salió corriendo a proteger las pertenencias “guardadas” en la calle. Las fachadas de las construcciones aledañas son un resguardo, solo falta improvisar el techo. Nelya se guareció en un pasillo cercano, el mismo que ahora sirve de habitación a unos vecinos. Por suerte todo fue breve, rápido, el asfalto se secó pronto y pronto volvió a ser cálido y hospitalario.

Las luces de los postes comienzan a encenderse, alumbran tenuemente los rostros sombreados y sombríos. Al anochecer hay una bronca. Nelya lo ve todo; en su asiento de tablas se queda muda, alejada, imperceptible. La policía interviene. Los patrulleros acompañan cada instante dese el desalojo del pasado 29; rotan en varios turnos pero siempre son los mismos hombres.

Cuando amanece, la muchedumbre cruje en los quehaceres cotidianos y la calle poco a poco se va despejando. Empieza una nueva jornada para Nelya Guevara. ¿Qué hacer las próximas 24 horas?, ¿a dónde ir?, ¿esperar qué que no sucede?…

Camina caminadora a ras de asfalto. Ya es mediodía. Almuerza en una cajita de cartón sentada sobre el quicio de una acera. Todos los días se parecen entre sí. A estas alturas, el ayer se confunde con el antier y el mañana con el hoy. ¿Qué hacer? Ella es de los pocos que aún mantienen sus pertenencias en el apartamento, no las ha podido sacar, ¿cómo hacerlo? Entre dedos acaricia la llave de su casa. Los policías cuidan la entrada quebrada del arco ojival, son otros hombres pero siempre son los mismos…

Tras una breve charla persuasiva, casi como un susurro, Nelya deja atrás la posta y sube las escaleras. Le renquea una pierna, se aferra al pasamano, abre la puerta cerrada una semana y el olor a humedad la recibe. No hay gas, ni electricidad, ni agua, pero ella guardó un tanque con el líquido. Se quita la ropa y pasea desnuda por cada una de las habitaciones de la casa. Entra al baño, se refresca el cuerpo toda el agua que le queda; sale en chancletas de ahí, se pone la bata blanca, abraza la almohada y recupera el sueño unos minutos.

II

Atrás parecían quedar los días de insomnio. Ya tenía un techo y cuatro paredes para su mamá y su niño, cierto que angostas y descascaradas por segmentos, pero paredes y techo al fin y al cabo; nuevamente las carnes rellenaban las ropas bamboleantes y otra vez los hombres la piropeaban en las canchas de Coppelia. También en la heladería, donde trabajaba de mesera, empezaban a desaparecer los 40 sabores de antaño.

Todo marchaba “bien” en Oquendo 308, pero seis años para las costillas de un viejo son mucho tiempo: los anteriores achaques cotidianos se volvían ahora síntomas de un padecimiento terminal. Aquella desconfianza de Miriam, un lustro atrás bajo el arco ojival de la entrada, ya era una realidad apabullante: el edificio, más tarde o más temprano, se vendría abajo.

Las grietas de la fachada ya eran más que meros yerros en la decoración, el crujir silencioso de los pisos resultaba cada vez más frecuente, los desprendimientos de los techos hacían un sigilo el caminar por los pasillos. Así, entrado 1988, Miriam Martínez viviría nuevamente en una edificación en peligro de derrumbe.

Durante los primeros meses regresaron los antiguos desvelos, los recuerdos de la época en el albergue afloraban con cada fisura nueva, con cada estrépito, con cada rugir del Viejo condenado; pero luego, con el paso del tiempo, la costumbre y la resignación fueron bañando de modorra cada rincón de concreto, cada cabilla al aire libre, cada paso cotidiano. Ya los temores parecían diluirse y el colapso sonaba como un susurro lejano, como un zumbido tenue, pero perenne en los oídos de los vecinos.

Cuando uno pasa mucho tiempo escuchando el mismo sonido, ese sonido se convierte entonces en el patrón de silencio; uno se olvida de que escucha algo, solo el cese abrupto de las vibraciones o la multiplicación instantánea de ellas nos hace caer nuevamente en la realidad… Aquel día, luego de que Miriam ya llevara algunos años como Presidenta del Consejo de Vecinos, los gritos desgarradores de una madre destrozaron los finos velos de la monotonía…

I

Nelya Guevara acaba de salir del encuentro donde le propusieron vivienda. Se escabulle de mí. A lo lejos la veo conversar desanimadamente; imagino que ahora mismo su susurro debe ser ininteligible. Cuando miro para allá esquiva la mirada. Doy un rodeo y disimulo su rechazo –siempre he sido bueno para disimular los rechazos-; al verla relajada me le acerco.

-Pero niño, ¿tú sigues con lo de la entrevista?- me increpa

Quiero responderle que yo nunca renuncio a una pregunta una vez que ya la haya elaborado, pero a estas alturas, sé que ella no comprendería mis intertextualidades con El Principito. “Solo era para saber cómo le ha ido”, le explico.

Nelya parpadea con total solemnidad, casi como si fuera un suspiro sin aire. Me dice que le ofrecieron una casa en el Cotorro, con techo de tejas pero de mampostería. Hoy mismo irá a verla, le informaron que en breve unas guaguas saldrán hacia allá. Debe esperar hasta entonces.

II

“Fueron muy triste aquellos días, el niñito venía entrando y se desprendió una piedra que le cayó en la cabeza, creo que no sobrevivió más allá del noveno día”, recuerda Miriam Martínez mientras platicamos sentados en la acera. “Luego dieron materiales para que por esfuerzo propio la gente fuera reparando los apartamentos”.

Cada tarde de las últimas semanas, Miriam junto a un grupo de vecinos se apostan frente a la sede del Consejo Popular de Cayo Hueso, en Centro Habana. Con su actitud pretenden agilizar los trámites y las gestiones destinadas a su causa.

En esos avatares, la mujer me cuenta que tras una semana acampando frente al edificio, se mudó provisionalmente para casa de una prima en la calle Soledad, número 928, justo en frente de la vivienda que hace 30 años  abandonó por peligro de derrumbe. “Ayy, si mi mamá viera por lo que estoy pasando de nuevo, si yo no me hubiese dejado convencer”, se lamenta. Al escucharla, pienso que en ocasiones a la vida le gusta tejer en círculos los destinos de la gente.

Cuando me pongo de pie para despedirme de Miriam, un grupo de personas se acercan a nosotros desde un par cuadras más allá, el paso va entre lo trémulo y lo hosco; lucen como un escuadrón vencido. Al dejarlos llegar, distingo a Nelya Guevara entre ellos, camina como en un susurro. Pasa y nos saluda. Averiguo. Entonces descubro que ahora, al parecer, las guaguas hacia el Cotorro saldrán mañana.

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