“Escúchame, madre”

Foto: Sergio Cabrera.

Foto: Sergio Cabrera.

Desde que me monté en aquel almendrón verde de una sola luz quedé impresionado. Negociamos rápido, él quería tres y yo solo tenía dos CUC, exactamente cuatro monedas de cincuenta centavos. Aceptó con el ceño fruncido. Se compadeció de la cercanía de un aguacero. Quizá tuvo un pensamiento de esos que sirven para sacar conclusiones rápidas: “Este chamaco terminó de trabajar a esta hora de la madrugada y no tiene pinta de ser mala gente. Lo voy a recoger pal carajo, de todas maneras…”

La música encendió como pólvora un recuerdo que me hizo viajar años atrás, a la universidad, cuando era atlético yo. En un concierto de Carlos Varela en el Echeverría, todo aquello lleno y el hombre cantando con un casco “Leñador sin bosque”, y la gente enardecida. Pero el momento cumbre llega cuando entona: “Escúchame madre, yo te pido que antes que sea tarde comience a llover”, y el cielo se desploma. Euforia total.

Y aquella noche el hombre del almendrón andaba pasando canciones de Varela en su reproductor. Rara avis.

Estuve a punto de pedirle aquel tema, que para mí es como la danza india de la lluvia, pero era demasiado. Ya le había rebajado un CUC de la tarifa original. Después de pasar la primera cuadra comenzaron a caer las primeras gotas.

Iba sentado en mi mente. Ignoraba el fétido olor a petróleo, la lentitud con la que avanzaba el antiguo carromato y la creciente lluvia que impedía un progreso normal por la escasez de luz.

Toda la calzada de 10 de octubre de repente estaba cubierta de agua que avanzaba en contra, arrastrando basura y más. Pero yo andaba por el Echeverría saltando con mis viejos amigos que han quedado para siempre y empinándome una botella plástica de un litro de vodka barato.

Fue un frenazo lo que me sacó del trance. Un loco en su moto se había llevado la roja en el semáforo y el chofer daba golpes en el timón y lo ofendía desde dentro aunque el otro se había perdido ya en la húmeda oscuridad: “¡Así mismo te mato coño! Y el mundo se queda sin un comemierda, pero me embarcas a mí y a mi familia”. Flores por la boca soltaba aquel hombre de unos cuarenta y tantos, padre y creyente. Tenía un San Lázaro frente al volante, encima de la pizarra que alguna vez marcó los kilómetros, y en el espejo retrovisor había un rosario enredado de manera tal que Cristo colgaba en su cruz y todo el tiempo giraba caóticamente, con frenazos y acelerones.

Pasó el momento difícil después de que el hombre golpeó con su frente el timón, a modo rezo o preocupación, como si se preguntara: “¿Qué coño hago yo aquí?”. Al verlo en esas condiciones le saco conversación, de su calma dependía mi seguridad además.

“No se puede coger lucha hermano, porque te vuelves loco”, le dije. Y fue cuando comenzó a desahogarse en medio de la torrencial lluvia.

“Tú no sabes nada –me dijo. Esta noche ha sido cabrona. Antes de recogerte a ti se bajó un estudiante africano de los que vienen a hacerse médicos aquí, y no me pagó, salió corriendo el muy… Mi hermano y yo estoy pegado a este timón desde las siete de la mañana que dejé a mis hijos en la escuela. Haciendo unos kilos para mantener a mi familia todo el día y no he parado, porque además tengo que comprar petróleo para mañana y un motor de arranque. Si esto se me apaga hay que empujarlo a ver si quiere encender.

“Entonces por la mañana empiezas educado y saludas a todo el mundo, pero al mediodía ya pasaron tantos por este carro, cada uno con su historia, buscando la manera de ahorrarse cinco pesos… Y los entiendo, porque todos tenemos problemas, pero mi problema, ¿quién me lo resuelve a mí?

“Ahora llego a casa del hombre que me vende el petróleo y aunque me le tire de rodillas en el suelo no me va a rebajar el precio. Siempre me dice que no tiene un pozo de petróleo en el patio, pero el que logra ‘conseguir’ no lo puede regalar. Este motor Fiat Iveco es bastante consumidor”.

Carlos Varela seguía de fondo. Bajó un poco el volumen para que se oyera mejor su voz entre el ruido del motor, que solo recesaba un rato a la hora de almuerzo.

Otra vez tomó la palabra y como si fuera yo un cura confesó: “Hace una semana me para un tipo por 31. Como de mi edad, bien vestido, camisa a rayas, carpeta en bandolera y blanco de no coger sol. Me hizo seña y le paré. Me pregunta si llego al Vedado y le dije que sí. Pasó un poco de trabajo para abrir la puerta y en el momento en que me inclino para abrirle yo, me fijo en su mano y llevaba una manilla de oro que me resultaba familiar. Pues sí, era mi antiguo compañero de clase, el Rafa. Los padres siempre le dieron una vida próspera. Estudió conmigo en la CUJAE, hicimos Arquitectura juntos. Entonces esperé a ver si me reconocía y al ver que no, me dio tanta rabia que me detuve a un lado de la vía. Sería el mal aspecto con el que andaba yo, con los dedos embarrados de grasa porque se me había roto el fotingo un rato antes, y mi barba descuidada o las canas que me han salido de más; pero coño, con la cantidad de veces que se fijó de mí en las pruebas, con lo que yo lo salvé en la escuela, el único acto de bondad que tuvo en cinco años, bajo la influencia del alcohol, fue tratar de regalarme aquella manilla de oro.

“Pero esperé que se incomodara, dejé que me preguntara si andaba roto. Respiré y le solté: ‘¡Mira que tú eres descarado! Ya ni te acuerdas de los viejos amigos’. Medio en broma, medio en serio. Y me reconoció, pero ni caso me hizo, porque andaba tarde para una reunión en su firma extranjera y se le había pinchado una goma al Mercedes y él no podía cambiarla porque se ensuciaría… el cuento del tío Perico. Y te confieso mi socio, nunca me sentí tan avergonzado. Yo dejé la Arquitectura porque odio la microbrigada, odio tener que hacer un edificio sin fachada, sin vida. Heredé este cacharro de mi padre y aquí me ves, recondenándome la existencia”.

Era como si hallara consuelo con el pasajero desconocido. Y a esa hora de la madrugada yo solo atinaba a decir: “Del carajo mi hermano…”.

Se aproxima mi parada. Saco mis cuatro monedas de 50 centavos en CUC. Él enciende una pobre luz amarilla en el techo, la usa para cobrar. Cuenta y me dice: Mi hermano, te faltan diez pesos… pero no te preocupes, me caíste bien, cuídate y no te mojes que anda un virus acabando con la gente”. No entendía cómo cuatro monedas de 50 centavos no eran la sumatoria de 2 CUC, pero eso es algo que normalmente hay que saber, porque popularmente cada moneda de esas equivale a 10 pesos en “dinero cubano” y aunque el CUC esté a 25 pesos, ellos siempre lo entenderán a su manera.

Me salvo. No tenía más en mi cartera. Hay días que uno sale exacto. Cierro la puerta, “tírala duro”, dice, acelera y sube el volumen, y me quedo pensando en ese pedazo mágico de canción: “Escúchame madre, yo te pido que antes que sea tarde comience a llover”. Y cesó la lluvia.

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