Heráldica del Período Especial

Entre las cosas que ganaron valor en la década del 90, hay cinco símbolos de la precariedad, el ingenio y la resistencia.

Foto: jocymedina.com

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A quienes vivimos el “Período Especial” en Cuba, sus memorias nos quedaron grabadas con hierro fundido. Han pasado más de veinte años, al menos de su etapa más cruda, y todavía cuesta hablar –no ya reír despreocupadamente de todas sus carencias y vicisitudes.

En algún momento del diálogo, no importa si al principio o al final, la sombra del trauma se enseñorea, y lo que fue una simple enumeración de vivencias –muchas, lógicamente, parecidas se convierte en un acto de exorcismo. En una limpieza espiritual para que no regresen tiempos tan oscuros.

Ahora que el fantasma de aquel período vuelve a planear sobre los cubanos y que las largas colas y otros “síntomas” se antojan como un nefasto vaticinio, muchos rescatan las historias de entonces para darse valor ante lo que suponen viene y para alfabetizar a los más jóvenes que no vivieron o no recuerdan las penurias sufridasen la nomenclatura más aguda de la crisis.

Cuba, ciertamente, no es la misma de los 90 y sean como sean los tiempos que vendrán –si no es que ya están aquí, no tendrían por qué ser igual a aquellos. Pero en cualquier caso, a falta de bola de cristal, queda a mano la armadura de lo conocido para, si no evitar, al menos aminorar el golpe.

Foto: Tria Giovan
Foto: Tria Giovan.

Entre las cosas que ganaron valor en esos años, casi siempre por ausencia de otras, escojo cinco que todavía hoy los rememoran. Son cinco símbolos de la precariedad, el ingenio y la resistencia, aunque hay muchos más que cada lector puede invocar según su experiencia, que darían pie a una heráldica particular.

No son la flor de lis, ni el león, ni el castillo ni otros dibujos habituales en la Edad Media, pero con ellos podrían diseñarse los escudos de armas del Período Especial. Aquellos con los que los cubanos salían a “defenderse” y “luchar” día tras día y de los que, ojalá, no tengamos que volver a blasonar.

La bicicleta

Nunca antes y nunca después los cubanos pedalearon tanto como en la década del 90. Sobre viejas y resistentes bicicletas norteamericanas, sobre otras no tan viejas, pero también resistentes bicicletas soviéticas, y, sobre todo, sobre las flamantes bicicletas chinas y las menos glamorosas bicicletas cubanas.

Los ciclos se convirtieron –nunca mejor dicho en caballos de batalla, aunque se les decía “chivos”, en los que se iba al trabajo, se llevaba los niños a la escuela, se paseaba con la pareja y se cargaba lo mismo un saco de carbón que una pierna de puerco cambiada por ropa a algún campesino, a kilómetros de la casa. Y si de casualidad se ponchaban o se rompían, no quedaba otra que cargar con ellos también.

Tan demandados se volvieron, que su entrega “por estímulo” en centros laborales y estudiantiles fue motivo de no pocas enemistades. Y, a la par de su creciente y necesario uso, proliferó también una modalidad delictiva que alcanzó cúspides insospechadas –como los parqueos falsos o el robo de bicicletas en bicicleta y que hubiese inspirado más de un remake del clásico filme de Vittorio De Sica Ladrones de bicicletas.

El jarro de agua con azúcar

Fue el salvavidas de millones a cualquier hora del día: en las mañanas, en las tardes, con las comidas e, incluso, de madrugada, cuando el estómago lanzaba quejidos apremiantes luego de una jornada calóricamente deficitaria. Su invaluable servicio a la supervivencia de los cubanos bien merecería una medalla.

El azúcar no solía ser ni refina ni limpia, pero eso poco importaba. Tampoco si se compraba “por la libreta” o se adquiría “por la izquierda” en el floreciente mercado negro de aquellos años que la tuvo como uno de sus productos estrella. Todos los recelos se borraban cuando, mezclada a mano con el agua, producía un líquido viscoso, turbio, que aliviaba de golpe las penas como si fuese la divina ambrosía.

En los momentos más duros, el “milordo”, como se le llamó popularmente a la fórmula salvadora, sustituyó a la fría limonada, el batido y hasta el café para agasajar a los visitantes, a quienes, como distinción, se les reservaban los vasos de la casa. Pero para el diario, para la merienda en el trabajo, el hospital o la beca, quedaba el jarro de metal, ese otro nunca bien ponderado guerrillero.

El heroico jarro de agua con azúcar, salvavida de muchos cubanos durante el Período Especial. Foto: Archivo OnCuba.
El heroico jarro de agua con azúcar, salvavida de muchos cubanos durante el Período Especial. Foto: Archivo OnCuba.

El quinqué

Si los objetos hubiesen podido cobrar vida en la Cuba de los 90, los quinqués, faroles y chismosas –esa variante criolla hecha con pomos de cristal y tubos de pasta de dientes– se hubieran ido seguramente a la huelga contra la explotación laboral. Para ellos, apenas hubo vacaciones en aquellos años.

La ausencia de combustible y otras fuentes de energía –un panel solar o un aerogenerador eran ciencia ficción en la Isla– trajo aparejada los molestos e infinitos “apagones”, primero imprevistos y luego planificados, para que nadie dijera que no estaba sobre aviso. La situación llegó a tales extremos que la oscuridad nocturna se hizo lo habitual, apenas interrumpida por “alumbrones”.

Tener un quinqué era entonces, al menos, un consuelo: la “hoguera” en torno a la cual se reunían familiares y vecinos a pasar las horas, la garantía de que podrían distinguir sus rasgos mientras conversaban –de comida casi seguramente– y no se irían luego a la cama a puros trompicones. Conseguir el queroseno o luz brillante para mantener encendida la llama era harina de otro costal.

La balsa

Para muchos fue la salvación, para muchos otros una tragedia y hasta la muerte. Pero en todos los casos, fue entonces –y es todavía– sinónimo de drama. Apelar a ella significaba arriesgarlo todo, dejarlo todo atrás: lanzarse al mar en busca de una vida mejor, incierta más allá de la esperanza en medio del oleaje y el acecho de guardacostas y tiburones. Una temeridad, un acto de desesperación.

Hubo todo tipo de balsas: sofisticadas y endebles, de madera y de recámaras de tractores, con o sin vela, hechas con partes de carros y con tanques de agua. También hubo todo tipo de balseros, desde profesionales hasta delincuentes, desde jóvenes hasta viejos. Todos, sin embargo, estaban hermanados por un mismo objetivo: salir de Cuba fuese como fuese y llegar a los Estados Unidos.

Cuando, impedido de controlar la sangría, el gobierno cubano abrió las costas, las salidas se hicieron cotidianas, masivas. Algunos partían en silencio, sin despedirse; a otros los despedían familiares y amigos, entre llantos y ruegos a Dios. No todos los ruegos fueron escuchados.

Balseros cubanos. Foto: Getty Images.
Balseros cubanos. Foto: Getty Images.

El dólar

De la noche a la mañana pasó de estar prohibido, mal visto como “la moneda del enemigo”, a ser la tabla de salvación para la maltrecha economía cubana de entonces. El decreto 140 de 1993 autorizó su circulación en la Isla, despenalizó su posesión y salvó de la cárcel a todos los que “trapicheaban” con él. Los procesados por ese motivo hasta entonces, sin embargo, no tuvieron igual suerte.

Tener dólares en la billetera se convirtió en la aspiración de muchos, en un rasgo de distinción. Si hasta entonces los cubanos eran oficialmente iguales, “el fula” y su sucedáneo nacional –“el chavito”– vinieron a cambiar el panorama. Con ellos se podía comer y vestir mejor, comprar en las TRD –tiendas recaudadoras de divisas– y no pocos llegaron a robar y prostituirse –“jinetear”– para conseguirlos.

En su momento de mayor gloria, hacían falta hasta 150 pesos cubanos para comprar un dólar. Luego, poco a poco, la diferencia fue disminuyendo. Finalmente, en 2004, el gobierno lo sacó de circulación –aunque sin penalizarlo–, le impuso un gravamen del 10% y lo sustituyó completamente por el peso convertible (CUC). No fuera a ser que la gente se malacostumbrara.

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