La boca desaparecida

No puedo precisar en modo alguno la forma de su boca. El corte del rostro, el color del pelo detrás de las orejas, no es nada de lo que pudiera dar fe aunque me emplazaran un revólver entre los dientes. Estuvo dos horas enteras hablando esa noche y lo grabé, llevaba un teléfono chiquito, un teléfono en el que nadie repararía por casi ninguna razón y lo grabé todo ese tiempo. Hasta que de súbito ese mismo teléfono comenzó a sonar en medio de aquel soliloquio y no quedó más remedio, mirándole todavía a los ojos, que sacarlo con absoluta torpeza del bolsillo y leer un cartel que vociferaba Memoria llena (Full memory). Entonces sonrió del mismo modo en que le sonríen los hombres viejos a sus mujeres viejas y me dijo que no me preocupara. Arrastró su teléfono desde la otra esquina de la mesa y apretó tres o cuatro teclas hasta que el dedo cayó como un asta sobre la opción de grabar. Pero ya te lo he dicho todo, me dice. Quisiera puntualizar algunas cosas, le respondo.

Las balsas. Háblame de nuevo de las balsas y explícame bien de qué estaban hechas.

En realidad es difícil decir que las balsas eran de este o aquel modo. Cada balsa era diferente de la otra, y aunque yo te diga algunas cosas nunca vas a poder figurarte muy bien la verdad de todo aquello. Imagínate, la gente no iba a comprarlas a ninguna tienda, las hacía de lo que tenía y de lo que conseguía por ahí. Las había de tanque, de cámara, de madera, de poliespuma, de cuanta cosa encontraban. Te lo digo yo, que me quedaba viéndolas días enteros, porque llegué a tener doce balsas amarradas al farallón ese que hay antes de llegar a Santa Cruz del Norte. Había gente que zozobraba el mismo día y había gente que zozobraba a los tres días, según la corriente, y la balsa se quedaba a la deriva y volvía a recalar a la costa. Entonces nosotros no lo pensábamos dos veces y se la dábamos o se la vendíamos a la gente que llegaba preguntando. Tres mil pesos llegaron a darme por una aunque casi nunca cobré por ellas. No sé, no sé muy bien por qué lo hacíamos, por qué lo hacía yo. Esas mismas gentes debían llegar la mayoría de las veces hasta diez o doce kilómetros de la orilla, no más, porque después veíamos la balsa que venía suavecito como el que tiene pena o como el que sabe que ha hecho algo malo y se quedaba quieta sobre el agua a unos pocos metros y nosotros cogíamos y la amarrábamos otra vez y si nos preguntaban volvíamos a regalarla o a venderla. Ya pasaron veinte años enteros desde esos días y la verdad que yo nunca he sentido culpa de aquellas balsas. Yo no le di ninguna a un niño, todos eran hombres y mujeres bien formados que tenían la obligación de elegir. Alguien me dijo una vez que yo también pude elegir, que me pasaba el día entero en la costa y sabía casi con certeza, desde el momento en que me empezaban a interrogar que qué hacían aquellas balsas ahí, en qué iba a terminar todo aquello. Pero ya le he dicho a la gente que uno no debe jugar a ser Dios. Aunque claro, siempre hay algo que pagar, algo que a veces está más allá de la culpa. Y hubo una de esas balsas, una sola, que llegué a recuperar tres veces. Era incluso, entre las que habían ahí, de las mejorcitas, estaba muy bien hecha. El que la hizo tenía una idea más o menos de qué cosa era eso. ¿Tú has visto un catamarán, que tiene dos quillas y una lona por arriba? Bueno, era eso mismo, pero en vez de tener dos quillas plásticas lo que tenía era tres tanques de cincuenta y cinco galones por un lado y tres por el otro y arriba un empalado de madera. Ya. Esa era la balsa, con tres quillitas, tres Y para poner los remos por cada lado. Y ahí vi yo montarse nueve, doce, quince personas. Con ron y con carne de puerco, porque la gente no sabía nada, pensaban que iban apertrechados y después terminaban deshidratándose. Bueno, te dije que ya casi nunca voy a pescar, pero a veces, cuando estoy ahí y el sol está redondo y duro sobre la costa, me parece ver a lo lejos esa balsa que viene acercándose con pena y con miedo. Yo la veo y me restriego los ojos para sacarme la sal y entro en el agua de nuevo a revisar los paños. Y no pienso en la culpa, no pienso en nada, pero quién sabe, a lo mejor uno debe cuidarse en la vida de los excesos, periodista.

Yo no soy periodista.

Solo conservo estos minutos entrecortados de preguntas sueltas. Preguntas que debían servirme para apuntalar la historia que me contó durante sesenta minutos y que perdí después inexplicablemente en las cavidades hondas de la tecnología. Borges dijo que le parecía un método conveniente el de escuchar solo las trazas indispensables de una historia para desarrollarla después, pero por más que he tratado de hacer caso a Borges, de apegarme con determinación a sus sentencias, lo único que consigo son reproducciones literales de lo que me dice la gente. No tengo estilo, no tengo nada que decir, mis transcripciones son las únicas que me salvan el pellejo. Pero no pienso en eso mientras le pregunto, pienso solo, qué ironía, en que con suerte no me repita las mismas cosas.

¿Y los cuerpos? ¿Tienes idea de cuántos cuerpos encontraste ese año?

Ja, los muertos, los ahogados dices tú. Qué bonito suena eso de los cuerpos. Desde que yo te vi en la puerta supe a lo que venías, porque me han contado que hay quien dice por ahí que yo me encontré más de cien, hasta doscientos han dicho. Pero eso no es verdad. ¿Tú tienes idea de qué es un basurero? En el mar, ¿de qué es un basurero en el mar? Bueno, a lo mejor por el nombre crees que te lo puedes imaginar porque claro, es el lugar al que van a parar todos los desechos. Pero el basurero es lo más terrible que hay debajo del agua y hay poca cosa con qué compararlo. Mira, las corrientes marinas afluyen en sentidos contrarios, la de acá para allá, la de allá para acá, la de aquí para allí y la de allí para aquí. Y el centro de todas ellas es zona muerta. Una zona que acumula y da abrigo a lo que le va trayendo el agua desde cada lado y que no desprecia nada. Es como la casa del agua, un lugar seguro a donde ella lleva lo que le van dejando. Y lo que le dejan no es nunca hermoso. A ellos iba yo a buscar la gente, gente por la que muchas veces no venía nadie a preguntar. Los familiares creían que los hijos eran despreocupados y no llamaban cuando llegaban a Estados Unidos o que se habían ahogado en el medio del mar, casi nunca sabían que estaban ahí, cerquita, moviéndose suavecito con alguna onda que llegaba hasta ese regazo que es un cementerio. Y si no se atascaban en ninguna laja o en ninguna cueva, porque el mar es nada más cavernas y abismos, entonces uno veía desde la costa, cuando pasaban los días, un puntico blanco a lo lejos que era el cuerpo hinchado de algún hombre que se aboyaba por la falta de oxígeno y que venía como un papel aunque hubiese sido muy negro. Traían a veces algún reloj dándole vueltas en el hueso, los ojos vacíos y la boca desaparecida, porque los peces lo primero que se comen es la mucosa, que es lo más blando. Y claro, una peste a podrido que no te dejaba pensar en nada. Tú quieres que yo te dé un número, pero nunca me puse a contarlos. Encontré muchos hombres muertos en el basurero de Canasí, en el de Piedra Alta, ahí después de Boca de Jaruco, en el Bufadero de Matanzas. Pero me cuidé bien de contarlos.

Le digo que espere un momento. Matanzas. El Bufadero de Matanzas. Dijo algo hace un rato, mientras me entregaba aquella historia redonda que se me resbaló del teléfono y de la cabeza, sobre este lugar. Algo sobre lo que no llegó a decirme en realidad una sola palabra y por lo que he permanecido aquí preguntándole sobre las balsas y los cuerpos. Entonces me mira de frente, me habla de la prudencia, de los buenos periodistas, de su hijo que todavía es un niño. Tú llegaste aquí diciendo que querías que yo te contara algunas cosas y que no ibas a apuntar nada, como si uno fuera un muchacho. Pero yo te lo voy a contar, me dice, tú no vayas a poner mi nombre ahí, que yo te lo voy a contar.

Eso debió haber sido como en el 92 ó el 93, todavía no habían abierto. Y lo vi dos veces. La primera vez estaba ya afuera del agua, porque yo cogía y ponía mis paños tempranito y después iba a revisarlos y si había unos cuantos pescados los sacaba y descuartizaba la carne para mandarla para aquí para La Habana. Y entonces después, como ahí hay mucho delfín, me quedaba jugando con ellos, cogiéndoles peces para tirárselos. Uno se quedaba solo todo el día y tenía que entretenerse, porque en la costa lo único que hay es agua, cangrejo y cielo. Un cielo que ese día de tan abierto quemaba. Y de pronto siento un tiroteo y trato de ver qué ocurre y me doy cuenta que era el guardacostas tirándole a un bote que estaba a menos de medio kilómetro. Y enseguida, sin tener tiempo casi de cerrar la boca, veo un helicóptero que viene y deja caer desde cerquita unas cosas que lo hunden en menos tiempo del que tardo yo en decirlo. Iban dos muchachos, a uno lo mataron a tiros pero el otro llegó nadando a la orilla. Traía el corazón en los pies y le costaba trabajo mirar a un punto por más de dos segundos. Entonces lo aprieto con fuerza por los hombros y le digo que se calme, que se tiene que calmar, que me mire, que yo lo vi todo, que no se preocupe que yo lo voy a esconder, que nadie se conoce todo eso por ahí como yo. Pero él no me oye y empieza a gritar que al otro lo mataron, que ellos nada más querían irse, que sabía que estaba mal pero que no entendía por qué les habían disparado, que él aguantó primero pero que habían dejado caer unos sacos de arena arriba del bote para hundirlo y tuvo que tirarse. Y se calla. Respira fuerte y se me queda mirando como el que está a punto de transitar una verdad sin retorno. Pero lo cojo por el brazo y lo saco de ahí y le explico qué tiene que hacer, por dónde tiene que ir para que con un poco de suerte no lo agarren. Todo fue muy rápido, pero yo calculé que no tendría veinte. No sé, veinte o veintiún años a lo sumo. Y pasaron los meses hasta que un día caminando por Diez de Octubre me lo encontré. Él no me vio y yo no lo llamé ni nada, pero en ese momento se me ocurrió que era bueno que todavía tuviese los ojos y la boca donde debía.

¿Y la segunda vez?

La segunda vez fue lo mismo, pero estaba más lejos y yo no podía distinguir si era un bote o una balsa. Ese día no hubo tiros y el cielo no estaba muy manso, pero nadie se salvó. Y cuando el helicóptero, que pasó como a treinta metros para no fallar, empezó a tirar aquellas cosas que a mí se me figuraban sacos de arena, el bote o la balsa empezó a hacer agua y nadie volvió a asomar el pelo.

Se calla y se rasca los dedos de la zurda. Es tarde. Saco mi laptop para copiar estos últimos minutos de grabación desde su teléfono. Me brinda un vaso de jugo y me lo tomo de un golpe, como si llevase hablando más de dos horas. Inicio la copia, su voz en forma de datos atraviesa por un cable desde su territorio hasta el mío. En los 30, 25, 20 segundos restantes, le pido permiso para ir al baño. Orino un chorro espeso, como el que acaba de salir de la playa, y pienso que no debí demorarme tanto. Tengo cosas que hacer y de todos modos es mejor no complicarme con este tipo de historias, esas cosas sobre la pesca submarina que me dijo al principio son mucho más agradables y tranquilas. Vuelvo a cerrar la laptop, a sonreír, a darle las gracias, a decirle que en cuanto esté el trabajo paso por aquí a dejárselo.

Y cuando ya monté en el P2 y tengo recostada la cabeza contra el cristal de las ventanillas del fondo, contra las luces precarias de La Habana, siento que el teléfono vibra en el bolsillo. Entonces meto la mano, lo saco con incorregible torpeza y borro una llamada perdida.

Foto: Willy Castellanos

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