La carta

Los nuevos emigrantes experimentan un verdadero corrientazo cuando tienen que incorporarse a extensas jornadas laborales que pueden llegar a ocupar seis de los siete días de la semana.

Al abandonar la Isla, una de las primeras acciones que emprende un emigrante es un animalicidio: enviar a su familia la foto de un enorme bistec sobre un plato, una especie de marca de agua que preside la entrada a la cultura estadounidense, pero con implicaciones que van más allá de un trozo de músculo de res machacado, adobado con mojo criollo Goya y puesto en una sartén de teflón o en un horno de carbón.

Eso fue lo que hizo al llegar un sobrino político, criado en techo de placa con abundante sol, meriendas de pan con pasta, croquetas y guachipupas. Desde entonces, hemos hablado más o menos sistemáticamente por teléfono, pero sospecho que mis advertencias sobre los peligros del exceso de peso, de la comida chatarra y las hormonas asociadas a la crianza y comercialización del ganado vacuno, han tenido el mismo efecto que si un liberal de Boston le hubiera pedido no comprar zapatillas Nikes por el outsourcing, la sobrexplotación de la fuerza de trabajo en las fábricas de Taiwán o en las maquilas de la frontera mexicano-estadounidense.

Más allá del bisté, para mi sobrino –como para tantos otros– a partir del aterrizaje comienza una secuencia de shocks, empezando por los supermercados: caminar por sus pasillos supone enfrentarse a un mundo desconocido y apabullante para el que no se tiene entrenamiento previo. Lo mismo con las transacciones bancarias, los pagos por Internet, los seguros, la letra del carro y de algo tan fijo como la muerte: los impuestos.

Paralelamente, están los procesos de socialización. En el nuevo medio, los vecinos suelen ser barcos que pasan, lo cual contrasta con el gregarismo cubano, mucho más si uno proviene de una localidad del interior donde la comunidad todavía juega un importante rol en la vida de las personas y las viejas sacan las sillas a la puerta de la casa para coger fresco, saludar y cuchichear.

Allá en su capital de provincia, cada dos zancadas entraba en una casa. Pero ahora en Estados Unidos ha dado con el hecho de que hasta las visitas se cuadran por teléfono. “Aquí los vecinos ni se ven, todo el mundo está metido en lo suyo”, me dijo desde San Diego, lugar del que terminaría escapando porque le pareció “un municipio Bartolomé Masó, pero con carros”. Fue su manera peculiar, aunque equivocada, de aludir a que estaba instalado en un suburbio de clase media alta, en medio de mapaches y ardillas que solo había visto en los dibujos animados de Walt Disney. Y con una soledad, añadió, “del carajo”.

También me dio otra queja, uno leitmotivs de los recién llegados: en Estados Unidos, me dijo, se vive para trabajar. Provenientes de un país donde el trabajo ha dejado de ser importante, mal entrenados y sin una cultura de la eficiencia, los nuevos emigrantes experimentan un verdadero corrientazo cuando tienen que incorporarse a extensas jornadas laborales que pueden llegar a ocupar seis de los siete días de la semana, solo para cubrir los biles (las cuentas) y ciertas comodidades. Tienen que aprender a competir apenas sin transición. Y si se vive lejos, hay que salir en el carro temprano en la mañana, con los primeros rayos de sol, y regresar a su caída para cenar algo, ver un poco de TV y volver a la misma rutina al dia siguiente.

Se produce entonces un cambio respecto a la imagen que tenían antes de llegar: “Muchos dicen que esto no es la Yuma, sino la Llama”, escribió medio alicaído desde un “efiche” (efficiency) en el que pudo instalarse después de llegar a Miami, cerca de la Pequeña Habana. Después me mandó copia de una carta colectiva que había enviado por e-mail:

Querida familia:

He aprendido a vivir duros momentos como la separación de mi familia dejándolos a todos atrás. He llorado porque no los tengo cerca, y pensado mucho en mi mamá. Muchas veces sé que está preocupada cuando no escribo, pero es que el tiempo aquí se va como la espuma. Aquí estoy porque siempre quise venir para Estados Unidos, y siempre me acuerdo de mi tío cuando me decía que iba a pasar bastante trabajo antes de que pudiera levantar cabeza. Y que tenía que adaptarme a una realidad muy distinta a la que yo conocía. Siempre lo escuchaba, pero tenía una sola oportunidad: era ahora o nunca. Y aquí he chocado con esa realidad muchas veces, el trabajo no aparece, he encontrado empleo en lugares, pero el pago es muy poco para tanto trabajo que hay que hacer. Sigo buscando, pero sin que lo exploten tanto a uno. A cada rato me acuerdo de ustedes y me pregunto qué hago yo aquí. Pero ya tengo que seguir pa´lante, estoy viviendo tiempos muy duros y se los digo a ustedes porque son mi familia y no me gusta pintarles las cosas de otra forma. Ahora estoy sin un trabajo fijo. Cada vez que tengo un correo de ustedes, y no les digo mentira, las lágrimas se me salen y me entra el gorrión. Yo estoy bien de salud, pero tengo el ánimo bajo porque a veces me miro y digo ya tengo cinco meses aquí, y he logrado poco, pero tengo que tener fe en que voy a mejorar y salir pa´lante”.

“Los quiero a todos. Un beso bien grande a toda la familia de quien nunca los olvida, pues siempre los tengo presente a todos.

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