La cubana y el príncipe

Monumento del Escorial, en la Sierra de Madrid. Foto: Maikel González Vivero

Monumento del Escorial, en la Sierra de Madrid. Foto: Maikel González Vivero

El Escorial helaba, como si conmemorara la inclemencia de la Contrarreforma. Ni las maderas cubanas de los bosques de Sagua la Grande le guardan un poco de calor a los aposentos reales. Pero El Greco sigue ahí, aunque Felipe II le devuelva los extraños cuadros, los haga embalar de regreso a Toledo, y prefiera la claridad de Tiziano. En la basílica aguarda la cálida sorpresa que no anunciaba ningún folleto: el Crucificado de Benvenuto Cellini, con sus bucles de mármol.

Tuvimos una guía muy recia en El Escorial. La señora hacía su trabajo, recitaba. A veces se gastaba alguna broma amarga o atacaba a la prensa que especula sobre la naturaleza y la suerte última de la monarquía. Ante el panteón de los reyes, agotado, sin capacidad para futuros muertos, dijo: “no sé a dónde irán a parar, no soy confidenta de la reina”.

La guía explicó que los Austrias vestían de negro gracias al tinte del palo de Campeche, mexicano, “porque éramos un imperio”. Cuando habló de Lepanto se le olió en la boca cierto azufre, “porque los turcos dejaron inválido a Cervantes”.

El mausoleo de los infantes, acaso por heterogéneo y menos espléndido, resultaba más ameno que el de los monarcas: este y aquel, numerosos, niños y viejos, en tumbas sencillas o estatuas yacentes; el más bello, don Juan de Austria, a quien la guía dedicó un extenso análisis para demostrarnos, finalmente, que no era un bastardo. Monárquica, rotunda, no dejaba replicar.

Llegamos a la tumba que yo aguardaba: la de Alfonso de Borbón y Battenberg, el príncipe que renunció a sus derechos para casarse con una cubana, Edelmira Sampedro, sagüera, coterránea mía, burguesa, condesa plebeya, vecina —nació a una cuadra de mi casa—, y prima por línea materna del agudo Jorge Mañach. Edelmira y Alfonso se casaron en 1933. Dicen que la familia real apodaba “La Puchunga” a Edelmira, con sorna que aludía al origen de la nuera de Alfonso XIII; una parienta suya me contó que los Sampedro, en cambio, la llamaban “La Señora”.

Otro cubano, que ya había tensado un poco la paciencia de la señora, se interesó en este punto por la morada última de las consortes. Don Alfonso —explicó la recia dama—, perdió sus derechos dinásticos al contraer matrimonio morganático. Y punto. La guía iba de pasada, se adelantaba por el pasillo, cuando decidí provocarla un poco más:

— ¿Renunció al trono por una cubana, no?—lancé el anzuelo, con ingenuidad calculada—. Algunos visitantes sonrieron. El tópico de las cubanas cazadoras de príncipes no es tan nuevo como suponían.

La guía mordió:

—¡Esa cubana no tiene nada que hacer aquí!

—Señora —sonreí con amplitud antillana, me hice tan físico y radiante como pude—, la condesa era cubana, como las maderas.

La condesa cubana y el príncipe español. Foto de la época en la revista LIFE
La condesa cubana y el príncipe español. Foto de la época en la revista LIFE
Salir de la versión móvil