La pureza (I)

La generación llegada a la adolescencia en el Vedado de fines de los 60 heredó ese panorama urbano sin conciencia de su valor patrimonial, pero sí de su significado en modernidad, civilidad y cultura.

Foto: Archivo del autor.

A la salida de los años 60 el Vedado seguía siendo lo que antes: un indicador de modernidad heredada de las clases pudientes y los sectores medios urbanos que se fueron al exilio en oleadas sucesivas. La Danza de los Millones, y después el Plan Director de La Habana (1925), cambiarían a la ciudad de manera espectacular enclavándola en el lado moderno y avant-garde de la historia.

Ese fue un primer gran empuje urbanístico que discurrió entre parques y avenidas verdes, empeño para el cual el presidente Gerardo Machado (1925-1933) y su secretario de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes (1881-1955), halaron de París a Jean-Claude Nicolas Forestier (1861-1930) y su equipo de colaboradores, que trabajaron junto a profesionales cubanos. Un boom de mansiones y palacetes se extendería prácticamente por toda esa área, urbanizada con un sistema de letras y números en sus calles, a la manera estadounidense, pero en particular por G, Paseo y Línea.

En la intersección de G y Calzada, a escasos metros del mar, se edificó la mansión de la Condesa Loreto (1923), hoy en poder del Minrex, una de las más extraordinarias del período, junto a la de Juan Pedro Baró y Catalina Lasa, en Paseo entre 17 y 19 (1926), de estilo renacentista italiano e interiores Art Déco, proyectada por los cubanos Evelio Govantes Fuertes y Félix Cabarrocas Ayala y con jardines pensados por el propio Forestier.

La generación llegada a la adolescencia en aquel Vedado de fines de los 60, nacida una década antes, heredó ese panorama urbano sin mucha conciencia de su valor patrimonial, pero sí de su significado en términos de modernidad, civilidad y cultura.

La arquitectura de los 50, con sus emprendimientos propios de un segundo gran empuje urbanístico –las cinco cuadras de La Rampa, los rascacielos del Malecón y los nuevos hoteles, entre otros– la recibieron en herencia junto a una hilera de cinco cines: empezaba en 23 y O y terminaba en 23 y 12, incluyendo dos salas como Radio Centro y la Cinemateca, en las que con toda la naturalidad del mundo veían las películas de Akira Kurosawa, Alfred Hitchcock, Alain Resnais, Luis Buñuel, Carlos Saura, Glauber Rocha y por supuesto de Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea, directores respectivamente de Lucía y Memorias del Subdesarrollo, dos clásicos del nuevo cine promovido por el ICAIC, la primera institución cultural legislada por el Gobierno Revolucionario en marzo de 1959.

A mediados de los 60 la inauguración de Coppelia y de los restaurantes El Cochinito y El Conejito, así como de tres flamantes pizzerías –una al lado del cine La Rampa, otra a pocos metros del Riviera y otra un costado de la gran heladería con 55 sabores– les dio un poco más de ancho a sus posibilidades de socialización. Aunque con interminables colas, en esos lugares los adolescentes podían comer o merendar a precios módicos en un ambiente distendido, a veces con aire acondicionado, otra manera de vivir la modernidad en pleno Trópico.

También frecuentaban las cafeterías Wakamba y Marakas (O entre 23 y Humboldt),  las de los hoteles Habana Libre, Capri, el Hotel Nacional, El Carmelo y el Ten Cent de 23 y 10, antes Woolworth, donde podían empatarse con un buen blue plate y un refresco de cola con hielo picadísimo servido por las máquinas color rojo escarlata que en los años 50 dejaban caer en el vaso la Coca-Cola original.

Aquellos adolescentes solían, también, caminar Rampa arriba Rampa abajo, estudiar en una de las cinco secundarias básicas del municipio –la Guido Fuentes, la Guiteras, la Arruñada, la Villena y la Finlay–, ir a la Escuela al Campo durante 45 días en San Nicolás de Bari, Alquízar o Güines, donde en las noches escuchaban en el programa “Nocturno” canciones como “Cuéntame” de Fórmula V, “Un sorbito de champán” de Los Brincos, “Con tu blanca palidez” de Cristina y los Stops, “Sugar, sugar” de los Archies o “Venus” de Shocking Blue. Y con unos padres de oro que hacían lo posible y lo imposible por ir a verlos los domingos al campamento en medio de severos problemas para llevarles jabas con bistecs empanizados, spam chino, termos con helados, sponge rusks, pan tostado y latas de fanguito.

Foto: Ramón Miguelez, Facebook.

Tenían, desde luego, sus propios marcadores identitarios. El primero, la moda. Entre los varones el pelo largo, amplificado por cuatro músicos de Liverpool, constituyó un indicador de cambio rechazado por las autoridades, que impusieron la noción de “pelado correcto” si se quería acceder a las aulas, a contrapelo de lo que ya estaba ocurriendo en otras regiones del planeta.

Entre las hembras plantó con éxito la minifalda, otra transgresión en una sociedad paternalista, machista y conservadora, a pesar de las dinámicas de cambio radical desplegadas en otras esferas de la vida. Un joven trovador corrido de la televisión el mismo año de la Ofensiva, entre otras cosas por reunirse en Coppelia con amistades “peligrosas”, dio de golpe con ciertas regulaciones internas del entonces ICR: no podían salir al aire mujeres con minifaldas ni hombres con pelo largo, excepto los barbudos de la Sierra. Y a un director de programa lo habían defenestrado por negarse a pedirle que se cortara el pelo.

Foto: Gloria Ruiz, Facebook.

Pero esos muchachos coexistían con otros, colocados en la vanguardia por prescripción facultativa. Este enunciado no hubiera sido un problema en sí mismo de no ser por que eran catalizadores de una exclusión que penalizaba a religiosos, pelúos, roqueros, muchachos que se carteaban con familiares en el exterior –“correspondencia con el extranjero” era entonces una figura de total incorreción política– y por consiguiente carecían de una pureza de la que algunos se mofaban acudiendo a un poema del Guillén de La rueda dentada. No se enseñaba en las clases de Español y Literatura, pero por eso mismo circulaba de mano en mano entre los heterodoxos:

Yo no te digo pues que soy un hombre puro,
no no te digo eso, sino todo lo contrario.
Que amo (a las mujeres, naturalmente,
pues mi amor puede decir su nombre),
y me gusta comer carne de puerco con papas,
y garbanzos y chorizos, y
huevos, pollos, carneros, pavos,
pescados y mariscos,
y bebo ron y cerveza y aguardiente y vino,
y fornico (incluso con el estómago lleno).

Portadores de una axiología alternativa y de una idea distinta sobre las relaciones sexuales, justamente la contraria a la de la familia de Elena, la joven de Memorias…, acerca de la virginidad de las mujeres antes de llegar al matrimonio:

Soy impuro ¿qué quieres que te diga?
Completamente impuro.
Sin embargo,
Creo que hay muchas cosas puras en el mundo
que no son más que pura mierda.
Por ejemplo, la pureza del virgo nonagenario.
La pureza de los novios que se masturban
en vez de acostarse juntos en una posada.
[…]
La pureza de los clérigos.
La pureza de los académicos.
La pureza de los gramáticos.
La pureza de los que aseguran
que hay que ser puros, puros, puros.
La pureza de los que nunca tuvieron blenorragia.
La pureza de la mujer que nunca lamió un glande.
La pureza del que nunca succionó un clítoris.
La pureza de la que nunca parió.
La pureza del que no engendró nunca.
La pureza del que se da golpes en el pecho
Y dice santo, santo, santo,
cuando es un diablo, diablo, diablo.
En fin, la pureza
de quien no llegó a ser lo suficientemente impuro
para saber qué cosa es la pureza.

    Continuará…

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