La bahía de La Habana tiene, sin dudas, más de un rostro. Los más conocidos, los más fotografiados, le han dado una y mil veces la vuelta al mundo. En postales y portadas de revistas. En publicidades y fotos de viajeros. En los recuerdos y la retina de quienes se han extasiado con sus encantos.
Son imágenes muchas veces repetidas, inmortalizadas. Con el Cristo al fondo, bendiciendo la urbe, y los antiguos castillos españoles desafiando al tiempo. Con los barcos que pasan desde o hacia el puerto, y los botes de pescadores como un cardumen silencioso. Con la avenida, el malecón y el muelle de Luz como escenografía y nubes dibujadas sobre el atardecer.
Otras, también muy conocidas, retratan la bahía y la ciudad desde el otro lado. Desde el Morro o la Fortaleza de La Cabaña, desde sus imponentes y elevados muros. Son vistas privilegiadas de azul sobre el azul, del trasiego del mar y el contorno citadino. De edificios y hoteles que se levantan a lo lejos, y lanchas y buques presurosos, atrapados por el lente desde lo alto.
Pero la bahía habanera tiene más que mostrar. Sus 5,2 kilómetros cuadrados son mucho más que sus rostros más publicitados, más turísticos. Su forma de bolsa esconde no pocas sorpresas, no pocos paisajes desconocidos para quienes no conviven con ellos cotidianamente. Para los que se conforman apenas con lo manido.
Muchos no están siquiera en sus antípodas, en sus rincones más remotos e invisibles. Son paisajes cercanos a los repetidos en postales. A los castillos flamantes y las aguas límpidas, retocadas con Photoshop. Sitios más populares, menos pulcros, más a ras de tierra y también de mar.
Son los feudos del arrecife y los pescadores, de la maleza y la contaminación, de los muros carcomidos por el salitre, del daño de los hombres y la fuerza de la naturaleza. Retratos menos amables, más curtidos, de una bahía que, más allá de crisis y pandemias, de políticas y almanaques, se revela a la vez como varias, cada una con su faz y su ritmo, sin perder por ello su originalidad.