Las croquetas y el lague

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

En Cuba, los años 60 atestiguaron varias campañas contra el burocratismo, un tema a discusión en medio de un “guerrillerismo administrativo” cuando el nuevo Estado se encontraba como ebullendo, pero focalizado en el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA). Ernesto Guevara, sin dudas el líder que más reflexionó sobre los problemas del nuevo orden y sus circunstancias locales y continentales, ubicaba las causas de la burocracia en el reino de lo subjetivo –falta de conciencia y de organización, y de conocimientos técnicos–, así como en la herencia de la cultura anterior. Según su lógica, la noción del cuadro, percibido como columna vertical de la Revolución, implicaba un conjunto de rasgos funcionales, entre los cuales la disciplina ideológica y administrativa, el centralismo democrático y la disposición al debate constituían una especie de deber ser para llevar adelante las tareas propias de un sistema alternativo que debía descontaminarse del peso de la tradición, siempre merodeando como un duende sobre las cabezas de las personas.

Pero el tiempo ratificaría el primer rasgo en detrimento de los dos últimos.  A partir de los años 70, se le adicionó el componente soviético y un pensamiento codificado, redondo, inapelable, imbuido de una verdad entre comillas ejercida desde distintas parcelas de poder en medio de un proceso de institucionalización que pretendía frenar el empirismo y el voluntarismo trasplantando al Trópico la experiencia del llamado socialismo real. Un punto de giro después del fracaso de la Zafra de los Diez Millones que, básicamente, copió estructuras y subjetividades de un sistema burocratizado ya desde la época de Lenin, quien no tuvo más opción que incorporar segmentos de la burocracia absolutista zarista al aparato estatal soviético y al del partido gobernante / dirigente. Esta fue, de hecho, una de sus principales preocupaciones durante el XI Congreso del PCUS, pero al final esa burocracia acabaría siendo magnificada por el estalinismo y el brezhnevismo, exportada a los países del Pacto de Varsovia y uno de los tantos problemas no resueltos con las apelaciones a una “nueva mentalidad” durante la época de Gorbachov.

El proceso de los 90, con su crisis estructural y de sentidos, traería a la escena cubana un tipo de burócrata técnico-empresarial poseído, entre otras cosas,  por la idea de que el mercado y el marketing constituyen una especie de piedra filosofal que pondrá coto a los males de una economía persistentemente rota –cono se sabe, esta no es nunca ama y sierva de sí misma–, olvidando a menudo que se trata de un sistema de relaciones sociales, y que por tanto trasciende categorías como el valor de uso, el costo de producción y otras provenientes de ciertos cursillos que combinan el peor de los manuales con la más enteca y torpe economía neoclásica.

Uno de los problemas típicos consiste en que cuando emigran del aparato estatal para prestar sus servicios en la llamada empresa socialista, esos burócratas de medio talante, auténticos señores carolingios, importan / arrastran, inevitablemente, hábitos y conductas autoritarios. Digamos que en una cafetería estatal “cuquizada” los camareros pueden recibir orientaciones de arriba según las cuales uno no puede beberse una cerveza en el establecimiento si no consume algún refrigerio, bocadito, hamburguesa o pollo frito, un verdadero aporte a la historia universal del mercado: masticación por compulsión burocrática. Los de más canas recordarán seguramente las “croquetas convoyadas” de los años 70: si uno quería refrescarse con un lague, estaba obligado a comerse unos engendros alimentarios ontológicamente indeterminados y popularmente bautizados desde temprano como “Apolo”, no por una particular empatía por el primer pie puesto en la luna, sino por su persistente vocación de pegarse al paladar blando.

Tres son, por lo pronto, las implicaciones del problema. La primera es que, a contrapelo del discurso, eventualmente esa burocracia no está tan interesada en las ganancias empresariales, sino en otras cosas en las que también suele interesarse, en sentido inverso, la Contraloría General de la República.

La segunda remite a Adam Smith: quien presta un servicio no lo hace por amor al arte, sino para beneficiarse a sí mismo. Al cabo, haga lo que haga el dependiente que acata esas órdenes superiores de manera tan paradigmática y disciplinada va a atender menos personas y a ganar el mismo salario, ese que no da para cubrir lo que un judío alemán llamó alguna vez la reproducción simple, al margen de lo que pueda resolver en su turno de trabajo, por oposición a sus colegas de la otra economía, en la que ya funcionan los porcentajes por mesa servida. Un pase de varita mágica que explica las diferencias en el trato, y sobre todo una sonrisa de entrada en el país de las caras largas, los porteros y los “dígame” a la entrada de ciertas instituciones, algunas de las cuales afirman reservarse “el derecho de admisión”, sin que se expliciten sus bases.

La tercera se relaciona con el poder. En este y en otros casos, el ciudadano común se ve colocado en una relación asimétrica no sujeta a fiscalización popular, y sin espacios para contrarrestarla, más allá de un buzón que Quejas y Sugerencias que desde luego siempre opera como un chiste. Y como un insulto al sentido común –en Cuba, aparentemente, el menos común de todos.

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