Las pocetas del Vedado

Existió una Habana cuyos habitantes no se desplazaban hacia el este para refrescarse en las playas de arena.

Los baños más lujosos del oeste habanero fueron los de El Progreso.

En la actualidad cuando el calor veraniego extremo convierte los cuerpos en hierro fundido, nos empapa de sudor y hasta nos provoca ciertas peligrosas picazones, nadie duda en poner rumbo hacia las vecinas playas de Bacuranao, Santa María del Mar y Guanabo en busca del chapuzón salvador de las sufridas anatomías. Y conste, en el afán de cumplir esta meta lo mismo se agarra la guagua que va hacia el litoral –con molotes incluidos– que un destartalado almendrón, una buena “botella” en un carro estatal o una bici triunfalmente china si la gozadera está un poco más cerca. ¡El asunto es refrescar!

Sin embargo, los habaneros de principios del siglo anterior no tenían tal vocación gitana y no se atrevieron a visitar la costa este por carecer de eficientes medios de transporte y por el temor a perecer en esas aguas “misteriosas”. En consecuencia, después de que se aburrieron de los manantiales de Puentes Grandes, Santa María del Rosario o Los Pocitos, no tuvieron más remedio que frecuentar los baños públicos existentes en el tramo de mar colindante con la calzada de San Lázaro, una zona llena de ríspidos arrecifes e inmundicias, hasta que se inauguró la primera parte del Malecón desde el Paseo del Prado hasta la calle Crespo.

Federico Villoch cuenta en una de sus “Viejas postales descoloridas”, publicadas durante años en el periódico Información, que entre estos baños, parecidos a los barracones coloniales, sobresalen los de San Lázaro –o de Romaguera, como los llamaba la gente–, los más vivaces, alegres y masivos, pues en estos se podía disfrutar del alegre vocerío festivo de los bañistas y del ruido de los nadadores que chapoteaban en las aguas bastante limpias en ese tiempo.

Allí se ofrecían, además, concurridos bailes por la mañana y por la tarde a los que asistían numerosos adinerados que estacionaban sus coches particulares en la vecina San Lázaro, repleta siempre de choferes bebedores y hambrientos.

Los Campos Elíseos, por su parte, eran también un hueso duro de roer, pues a sus instalaciones no le faltaban el acicate y hasta cierto glamour. Incluso, disponían de una pista de baile amplia y cómoda, maldecida por sus competidores.

Mientras, los baños de los Soldados mostraban fealdad y deterioro y eran recorridos a diario por bullangueros y gente de “rompe y raja”, deseosa de pagar poco o nada.

Solo un hecho les es común a estos tres centros de recreación: durante La verbena de San Juan, la más célebre de la colonia e inicios de la República, explotan con los mejores grupos y conjuntos que le regalan un pan dulce a una legión de ribereños, semidesnudos, mojados y salados, pero listos para mover el esqueleto.

“Más barato ni Carneado”

Los Baños de Carneado estuvieron siempre a la altura de las excentricidades de su dueño.

Durante las dos primeros decenios del siglo XX el Malecón continuó su despampanante crecimiento: primero llegó a la calle Belascoaín, luego al torreón de San Lázaro, y en 1921 ya había rebasado la hoy calle 23. Ello provocó el cierre de los balnearios precursores y obligó a los amantes del dios Neptuno a seguir los senderos de los viejos pescadores y buscar refugio en los paraísos náuticos de El Vedado, surgidos a partir de 1864 en una barriada que en los novecientos creció de manera muy rápida en un antiguo monte.

Los baños más lujosos del oeste habanero fueron El Progreso, de la calle E y Malecón, de grata recordación por las matinés bailables que su gerente Miguel ofrecía allí todos los domingos, y Las Playas, de Juan Corujo, el lugar preferido de los ricachones más majaderos que lucían en su sede de la calle D autos de última moda, joyas y vestuarios extravagantes.

Tanto en El Progreso como en Las Playas hombres y mujeres se bañaban siempre por separado tras pagar 50 centavos, si no eran abonados, y cada domingo podían asistir al estreno de danzones al estilo de “Mares y arenas” y “El cangrejito”, los cuales más tarde alcanzaban una gran difusión en las sociedades españolas y salones de baile del centro de la capital.

Para sorpresa de muchos, el mandamás de El Progreso comenzó a incursionar al mismo tiempo en la industria hotelera con un éxito notorio: sobre la nave que cubría sus pocetas levantó catorce apartamentos dotados de sala-comedor y dos habitaciones que alquilaba por 100 pesos mensuales y en la calle Tercera, entre B y C, edificó varias casitas de madera destinadas, asimismo, al disfrute de los veraneantes.

Al revés, las personas más humildes con ansias de yodo y salitre debían acercarse a Paseo para visitar el democrático y pomposo Palacio de Carneado, propiedad de un español sanguíneo, obeso, simpático y amante de Cuba. O, por el contrario, caminar un poco más allá, hasta la calle 6, donde estaba El Encanto.

Estos lugares de recreo no pagaban orquestas típicas ni charangas francesas para el obligado meneo tras la zambullida, aunque, a cambio, ofrecían unos abonos a precios muy atractivos durante toda la temporada. En las pocetas privadas o familiares treinta baños costaban solamente 6 pesos, y en las públicas la mitad.

En el arte de inventar ofertas descabelladas se distinguió el tal don José Carneado, quien además era dueño de la peletería El Escándalo, en el interior de la Manzana de Gómez. Con su épico lema “Más barato ni Carneado” alardeaba de que “sus aguas” eran las más cristalinas y sanas del litoral e insistía en que la ausencia de bailables daba tranquilidad y sosiego a los clientes con “sus espíritus en baja”.

Y a propósito, Carneado, con el alias de Hombre-Grito por la enorme promoción que hacía a su tienda, era un excéntrico que presumía de tres cosas: su riqueza, su fortaleza física y su varonía.

En sus manos mostró siempre tres brillantes gigantescos y colocó en las afueras de su residencia, de cara al vecindario, una escandalosa estatua suya donde aparece desnudo y con los músculos en tensión. Tuvo más de veinte hijos con varias mujeres.

Pocetas espinosas

Veraneantes del Vedado en los años 50.

En realidad, quienes acostumbran a merodear en estos días por las hermosas playas de Varadero, Santa Lucía, Guardalavaca o Cayo Coco dudarían en meterse en las pocetas angostas de los baños del Vedado, construidas a golpe de piqueta y mandarria en el diente de perro de la costa, sin arena, llenas de erizos y con sus pisos irregulares y resbaladizos.

Los bañistas se cambiaban de ropa en unos cuarticos sombríos que exhibían unos percheros metálicos comidos por el salitre, largos bancos con sus patas lisiadas y unos espejos de pared tan falto de azogue que muy a duras penas podían reflejar la imagen de los mancebos más apuestos y de las doncellas que deseaban saber si aún seguían siendo bellas.

Al fondo de las pocetas el público en general y las familias, bajaban por una escalera de piedra húmeda y leprosa que las conducía al Edén. Sin embargo, a veces, en los finos tabiques de madera que aislaban los cuartos eran descubiertos microscópicos agujeros, los cuales eran rellenados con macilla por los presurosos trabajadores de mantenimiento para evitar que la pupila ladrona de algún mal tipo escrutara los íntimos encantos de las bañistas.

Estas agrestes piscinas, de diferentes dimensiones y, en algunos casos, con techos para evitar el dañino sol, renovaban a duras penas el agua mediante dos agujeros nada simétricos abiertos en la piedra dura y hostil, y aunque nunca tenían más de seis pies de profundidad, con aguas semiestancadas, los propietarios, en el colmo del ridículo y la exageración, solían colgar gruesas sogas en los travesaños de madera del tinglado a fin de evitar que a alguien se le ocurriera ahogarse “en un dedal de agua”. Tampoco faltaban las protecciones antitiburones, muy fieros y audaces en esa época.

De todas formas, lo mejor de estas pocetas, en las que era posible hasta nadar un poco, no se debe buscar en sus carnes pétreas, rodeadas de toldos y sombrillas de colores chillones, sino en las comedias que allí se vivían. Mario Díaz Aguirre en un artículo de la revista Carteles del 24 de octubre de 1954 narra:

“Al ir a los baños del Vedado las mujeres solían llevar unas cestas de tapas, parecidas a las de ir a la plaza. En estos receptores de diferentes colores iban acomodando la toalla, el par de alpargatas, con gruesos tejidos de cáñamo para evitar los erizos, el gorro de goma… y el camisón con el que se meterían en el agua. Y es que las mujeres ya maduras y las viejas usaban al principio del veinte unos ropones de cuello alto, largos hasta los tobillos, y anchos, de una amplitud exagerada. Eran batilongos, sí, pero mucho más tranquilizadores que los actuales bikinis.

“Los cestos de las abuelas parecían no tener fondo. Allí acomodaban la botella de café con leche, el pan con guayaba, el trozo de carne, el pote de mantequilla, la lata de cacao y el reverbero de alcohol. La abundante comida se consideraba indispensable y complemento del baño. Los que iban a relajarse en la poceta no tardaban en proclamar riéndose que `el baño les daba hambre`. Era la moda”.

Por supuesto, nunca faltó la muchacha valiente, recuerdo de las criollitas de Wilson, que salía de manera temeraria de la poceta para ira nadando hasta alguna roca cercana con su sombrillita bajo el brazo y, ya en el acantilado, reposaba un rato teniendo buen cuidado de abrir el quitasol, pues quemarse no era de buen gusto.

Revelan los viejos cronistas que para ir a estos baños se usaba una guagüita tirada por mulos ruinosos que iba por tres “perras chicas” –moneditas de cobre de cinco céntimos– desde la calle Línea hasta los balnearios. Lo malo es que siempre andaban llenas y ofrecían un servicio muy demorado.

Para bien o mal el Malecón llegó en los años 30 hasta la calle G o Avenida de los Presidentes, impulsado por los ingenieros de Gerardo Machado, y luego, durante el mandato de Fulgencio Batista, en la década del 50, alcanzó, primero, la calle Paseo, y más tarde, la desembocadura del Río Almendares. Por esta razón, los antiguos baños del Vedado, un manjar para la literatura de costumbres, fueron rodando como barajas, víctimas de la voracidad de una ciudad con deseos de ser el volcán del mundo.

 

 

 

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