Lo que se vio del eclipse

Foto: Cynthia Cazañas.

Foto: Cynthia Cazañas.

Salí a la calle desde la una y media, esperando en el fondo alguna especie de horror sobrenatural en la gente, un cielo de colores extraños e indecisos, la prueba de que la naturaleza es imperfecta y caótica, y es capaz de producir monstruos cada cierto tiempo. El huracán es una lluvia amplificada y el arcoíris consiste en ver en el cielo lo que un cristal bien cortado refleja en la pared, pero el eclipse de sol no es una mera variación de lo que ya sabemos. De hecho, contradice esa ley del sentido común que impide la convivencia de los dos astros a la misma hora. Una ley que en realidad se rompe muy seguido, pues no es raro ver la luna transparente, camuflada en el azul del día. Pero que se acerque al sol es inconcebible, y que luego de tantas vueltas llegue a ocultarlo, atroz.

Estaba particularmente interesado, además, porque la semana anterior había visto una lluvia de estrellas fugaces desde la costa de Miramar, durante la inusual celebración de un cumpleaños. No fueron chispas lejanas, de esas saltarinas que se confunden con aviones, avecillas sin cola, sino de las otras, que solo se ven en fotos o videos, pájaros breves pero gloriosos, con estela incluida de plumaje rojo. Un eclipse apenas unos días después no podía ser menos, debía arrebatarnos esa predictibilidad terrible que hay en la civilización. Nunca dejamos de ser niños que desean la crecida del río para no ir a la escuela. Un ojo asomado en el cielo no es un motivo para no trabajar, pero recuerda que hay algo más allá del trabajo, algo por cuyo avistamiento no se puede pagar. Carnavales y otras pirotecnias, que mueven a miles de personas en La Habana, son el silencioso sustituto de las estrellas fugaces y los eclipses de nuestros antepasados.

Averigüé que iba a producirse poco antes de las tres, y que el sol no se iba a tapar por completo, solo una parte. En algunos eclipses, los totales, los pájaros regresan a sus nidos desconcertados por una noche repentina. En La Habana no iba a ocurrir eso, pero al menos atestiguar la oscuridad, la gente murmurando, imaginé un perro que ladraba al aire sin motivo, miedo y euforia a la vez. Eran las dos y el sol seguía como siempre, pero quizás solo había que darle un poco de tiempo. Ya sabía de antemano que el sol no iba a estar tapado por tres horas.

Entonces apareció en el escenario un factor con el que no había contado: las nubes. Primero pasaban a lo lejos. Luego ya estaban sobre el Vedado, interponiéndose con un rencor de actriz frustrada. Grises ladronas, el objetivo era simular que como todos los demás días, eran ellas quienes causaban el oscurecimiento, y no la luna. A lo lejos divisé columnas de agua, llovía sobre el Cerro y 10 de Octubre, y tal vez iba a llover donde yo estaba, exactamente a la hora del eclipse.

Unos minutos antes de las tres, contra mis pronósticos, las nubes se apartaron un poco y dejaron al sol en una laguna extraña. Pasé la vista con cuidado y por fin vi la forma brillosa de una luna en cuarto menguante, el sol ya no era más el sol. Los colores de la acera y los edificios cambiaron sutilmente, como la piel durante un escalofrío, todo era más opaco y arenoso. Nadie lo notaba, sin embargo. Una mujer paraba un carro, el joven alto y flaco con la gorra seguía contando a su amigo lo que hizo la noche anterior, unos muchachos compraban caramelos a un viejo. El ritmo de La Habana seguía inmutable, nada de rupturas de realidad. Era como esos niños que quieren ir de todas formas a la escuela, por así decirlo.

Sin ganas de hacer más nada, regresé. Una mujer en la guagua, finalmente, hablaba con otra sobre el eclipse. Discutía sobre si era a las seis o a las cinco, y la otra le decía que de todas formas solo podía verse con unas gafas especiales, como las de soldador. De lo contrario dañaba la vista. Nadie más prestaba atención, y comenzaba a caer una ligera llovizna. Las nubes habían hecho el favor por unos minutos, pero no iban a abandonar su propósito tan fácilmente. El resto fue una lluvia prolongada, traducida en un par de charcos por la noche.

Ahora entiendo lo que sucedió: el peso de la realidad fue demasiado grande para el pobre eclipse. A pesar de sus múltiples esfuerzos, no llegó a ser real. Pudo más nuestra costumbre que su voluntad física. La mayoría de los sucesos extraordinarios, a diferencia de lo que se suele pensar, son imperceptibles. Tal vez veamos un unicornio, como advirtió Kafka, y ni siquiera nos demos cuenta, porque la verdad es que no sabemos cómo es un unicornio. El eclipse es un evento tan alucinante que solo vemos de él lo que estamos preparados para aceptar.

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