Locura, esto no es un elogio

Sé que tengo cáncer.
Lo que quiero decir antes de morir es que odio a los psiquiatras.
En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase:
“El señor Artaud no come hoy, pasa al electroshock”.
Antonin Artaud

Supongamos que no hay muchas maneras de vivir, que en cualquier caso una forma precisa de largar la vida no es más que una de las caras de un mismo cubo ciego. Digamos entonces que no importa si tuvimos madre o no, si la dejamos de tener a una edad temprana o no, quiero decir, si conocimos algún padre, si fuimos a la escuela, si el servicio militar duró mucho o poco, si amamos irremediablemente a un hombre o una mujer que no nos amó, o no nos amó, al menos, en la misma medida. Que no interesa si nos violaron o si violamos a alguien, si gritamos o guardamos un silencio odioso. Que tampoco cuenta, en modo alguno, un hijo muerto. Supongamos que cada uno de estos socorridos puntos de giro son ardides y que solo existe un principio inapelable: el principio de la acumulación, que quiere decir un hombre no quiere terminar loco y aguanta, un hombre no quiere terminar loco y aguanta, un hombre no quiere terminar loco y aguanta. ¿En qué arrebatado acceso de lucidez, me pregunto, llega una persona a creer que aguantar es  la cara acertada del cubo?

Dice Marcel Schwob, en sus Vidas Imaginarias, que  Crates se sintió conmovido un día en el teatro ante la aparición en harapos de Telefo, rey de Misia, y que en ese instante decidió distribuir su herencia entre quienes la quisieran, para vivir de aquel modo. Pura elección. Crates anula entonces el principio acumulativo del primer párrafo pero anula también su reverso para dar paso a un nuevo principio: el principio electivo, dado estrictamente en términos de inspiración. Y no hay medio, desde los griegos hasta hoy, de justificar una cosa de esa naturaleza, por eso los tebanos se echaron a reír y se agolparon frente a su casa. Sin embargo Crates se reía más que ellos. ¿Cómo sofocar el estruendo de esa risa sino bajo el signo de la locura? No es culpa de los tebanos y no es culpa de nosotros. Mera falta de instrumental, mero desenfoque del cubo.

Lo curioso es que en las Vidas Imaginarias no se dice una sola vez que Crates haya enloquecido. Pero hablo de Crates, que a los efectos solo fue un indigente como todos los otros cínicos, porque yo no sé muy bien con cuánta facilidad se escinda un fenómeno del otro en un escenario francamente tercermundista, donde la indigencia esté desligada de la actitud, o en un escenario como el Manhattan de American Psycho, donde el protagonista va contando 28, 29, 30 pordioseros, 30 hombres rebelados en el primer rato del libro. Pero en una sociedad o en el espectro de una sociedad subdesarrollada que está hecha con injertos de cavilaciones primermundistas, resulta tan difícil establecer determinadas posturas que no se entiende el fenómeno del indigente, del vagabundo, del mendigo, sino directa e indisolublemente asociado al fenómeno del loco. Aquí nadie puede imaginarse optar por la segunda cara del cubo sin que eso implique también la primera. ¿A quién se le ocurre que puede un mendigo tener un contacto estrecho, cerrado con la cordura? Y no estoy hablando de un tipo que pide dinero y que se tira a esperar durante horas la esquina requemada de una pizza. Estoy hablando, en primer lugar, de un hombre al margen de la posibilidad de la familia y la posibilidad del trabajo: dos posibilidades que, desechadas, forman parte de un mismo sacrilegio, del mismo inexcusable escarnio social.

Lo anterior me lleva a pensar entonces que el tramo que separa la locura de la mendicidad es tan liso como una pista de hielo. Yo, está claro, nunca he estado en una pista de hielo, lo  que quiero decir es que la brecha que separa la manera en que nos enfrentamos a un loco, al menos a un loco callejero (la consecuencia directa de aquel escarnio), o que nos enfrentamos a un simple mendigo, es demasiado resbaladiza. Lo rugoso y lo duro y lo imperecedero es el enfrentamiento en sí. Yo, por ejemplo, no sé nada de este hombre que ustedes acaban de ver. Me lo encontré en Maisí la noche del último 20 de febrero, y nadie supo decirme si era una cosa o la otra: se es loco porque se es indigente, y se es indigente porque se está loco. Nada apunta a que las cosas sean de otra forma. Es una llaga que por alguna razón no supura, una llaga de la que la humanidad se desentiende y cuya hondura está medida, precisamente, por la hondura de la humanidad misma.

A mí tampoco me hicieron falta demasiadas explicaciones. Yo solo quería tirarle un par de fotos a la camisa raída, al rostro magullado, a la peste sin tregua cuatro metros más acá. Y aquel hombre sabía lo que yo estaba haciendo, se los puedo asegurar, porque mantuvo esta media sonrisa (¿quién puede saber con exactitud qué es una media sonrisa?) durante todo el tiempo que estuve enfilándole la cámara. Entonces me pensé mejor las cosas y fui a tirarles un par de fotos a los niños que había alrededor mirando atontados el artefacto que tenía colgado del cuello, y cuando terminé, todavía el hombre tenía dibujada esa forma extraña en la boca. Una forma que rozaba la piedad y detrás de la cual me pareció reconocer el estruendo de una carcajada insoportable. Por eso lo miré todo el tiempo que pude, le sostuve los ojos empañados alrededor de cuatro o cinco segundos, y cuando ya no aguanté más, metí la cámara en el bolso y le dije casi en un murmullo: púdrete, loco de mierda.

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