Los hijos de Temporal

En cada visita a mi casa en Pinar del Río al menos 2 minutos me detengo frente al último retrato del viejo Caro, una imagen enmarcada que lo detuvo en el tiempo con una gorra negra Adidas y su camisa a cuadros preferida. A veces todavía me mira y se conecta con mis pensamientos más allá de la muerte.

Tuve la suerte de comprobar hace poco una de sus historias preferidas, cuando fui a donde unos amigos cazadores de puerco jíbaro o “cochino de monte”, como suele decírseles allá abajo.

Cruzando la verja de la casa, debajo de una guásima enorme había un perro perdiguero, grande y tosco, blanquinegro como si estuviera sucio de hollín. La cabeza de aquel can era negra y una tenue línea blanca la dividía hasta el hocico.

Parecía noble, pero según su dueño era el mismísimo diablo en el monte, el mejor perro de su jauría y se llamaba Temporal porque descendía de una línea de hijos de un perro famoso de Malpotón con ese mismo nombre, un perro que existió hace casi sesenta años.

Aquel hombre se sorprendió tanto o más que yo cuando le dije que el Temporal original había pertenecido a mi abuelo. Suerte de pliegue en el tiempo, aquel perro y yo estuvimos destinados a conocernos como Caro y el Temporal original.

Un descendiente del perro que describía Caro en mi infancia ponía ahora sus patas casi en mi pecho y movía la cola con agitación. Agripino se preguntaba extrañado cómo el animal no me había mordido la mano que acariciaba su cabeza.

***

Caro tenía 19 años y le gustaban el monte y el mar. Cazaba y pescaba, más por diversión que por necesidad, y vivía agradecido de los beneficios de la madre natura.

Su padre, Don Ramón, le regaló un rifle calibre 22 el 2 de diciembre en que cumplió 15 años. Con aquello y sus dos perros, lo mismo rastreaba y capturaba jutías, venados que cochinos de monte, agregando el ojo certero que tenía para poner la bala, “una vez solo me quedaba una balita y mamá me pidió un par de guineos [gallinas de Guinea] para una sopa que quería hacerle a mi sobrina Angélica que por esos días tenía gripe –recordaba. Tomé unas mazorcas de maíz, las desgrané en el patio y me senté pacientemente en un taburete cerca del bohío. Luego de que se posara todo el bando a comer maíz, le apunté rasante a la tierra y, con suerte, de un tiro pude matarles cuatro guineos cebados. Yo no recuerdo una sopa mejor que aquella”.

Tenía dos perritos en aquel tiempo. El más pequeño era Lunares, blanco con pequeñas manchas negras como alguien lo hubiese decorado con celosa exactitud. Era muy bueno para sacar la jutía de la cueva en la piedra, osado y rápido, con colmillos punzantes que mataban al roedor por la garganta.

Su otro perro, del cual vivía orgulloso, era Camagüey, mucho más grande que Lunares y especial para la caza de puercos. Cuenta Caro que olía chero del verraco a kilómetros. Era un perro fuerte, enseñado desde cachorro, muy fiel y dócil, “con personalidad”.

***

Aquel día inolvidable salió solo en su yegua con los dos perros tras los cascos, el rifle en bandolera y una alforja que llevaba los pertrechos necesarios para tres días en el Cabo de San Antonio. Llevaba un poco de sal para mantener la carne de algún puerco o de venado; para la de jutía tenía otra fórmula: ahumarla con los palos precisos y un fuego más humeante que vivo.

Unos kilómetros después del poblado El Valle, internado en la maleza, tenía un pequeño campamento cerca de un pozo donde el agua brotaba de manera natural desde un manantial a casi 15 metros de brocal.

Allí descansó. Las noches más tranquilas y solas son las que se pasan en el monte. Bajo una caoba en una especie de “valentierra”, entre las ramas que lo cubrían del sereno, comenzaba a buscar figuras entre las estrellas y las brumas del espacio nocturno. Sus reflexiones más profundas lo sorprendían en el monte, y me decía en secreto que cada vez que regresaba se sentía una mejor persona.

Amaneció y con el rastro aún humedecido comenzaron los ladridos de Lunares. Dos jutíos congos logró sacar de una cueva a pocos pasos del rancho. Caro no tuvo tiempo de comerse un pedazo de queso que había llevado para desayunar.

El primero ya estaba muerto, pero el segundo libraba una batalla campal con el perrito. Tuvo que ponerle una bala en la columna al roedor que pudo pesar 10 libras.

Extrañamente Camagüey no había ido a socorrer a su compañero, había salido tras un puerco y a lo lejos se sentían ladridos que delataban a la presa aún más cerca.

Caro y Lunares iban en una marcha apresurada, por las veredas naturales que hace la selva, huyendo de la espina de la zarza, del bejuco colorado y del guao.

En un momento parecía que había dos perros a lo lejos. Caro se extrañó. Sabía que por aquellos lares habitaba el peor depredador, el perro jíbaro, el que nace, crece y muere en el monte. Aterraba a cazadores y acostumbraba a matar a perros de caza, por territorialidad. Esos perros salvajes actuaban en manadas como los lobos.

Caro paró un segundo, se cercioró de tener seis balas en el cargador de su calibre 22 y continuó la marcha junto a Lunares. Los ladridos aumentaban.

A 10 metros del lugar hubo un silencio tan espeso como terrible era el panorama que lo esperaba.

Era un redondel donde los cochinos acostumbraban a reposar. La hierba estaba aplastada y había una extensa sombra y olor a mierda de puerco. En el centro yacía moribundo Camagüey.

Las patas le temblaban y exhalaba el último aliento en agonía por la herida que le había causado una perra jíbara también malherida que casi llegó a internarse en la espesura. Antes de buscar su salvación Caro reaccionó, quitó el seguro y le voló los sesos al animalito.

Contaba que lo había hecho para ayudarla a morir. Acaso era su manera de convivir tranquilo con aquel recuerdo. Decía que la perra llevaba las tripas a rastro mordida por Camagüey.

Entonces, de bruces, Caro llora junto al cuerpo ensangrentado de su perro. La herida era letal. Lunares le lamía los ojos tendido entre la hojarasca y la hierba. Camagüey se iba en gemidos cada vez más apagados.

Mi abuelo tomó de nuevo su rifle y le dio una muerte estoica al buen servidor. No soportaba ver sufrir a ningún ser vivo.

Bajo las raíces de una majagua cercana, moría también el último puerco jíbaro de Camagüey. Seguramente hubo de ser la causa de la pelea.

***

En un hombro cargaba el puerco de más de 100 libras, en el otro a su difunto fiel amigo y… de repente, Lunares se eriza y comienza a ladrarle a unos matojos, con una furia indetenible.

Caro creía que era una jutía carabalí, y no tenía la menor gana de cazarla con toda aquella pesadumbre.

Soltó el puerco de un tirón y suavemente puso al perro muerto en la yerba. Respiró profundo y mandó a Lunares a matar lo que se movía: ¡Maaaata, Lunaaareee!

Pero antes de que la furia lo hiciese morder, de un salto se interpuso entre su cazador y un cachorro de perro jíbaro que le gruñía a todo lo que se movía.

Lo tomó en los brazos y miró a la perra muerta. Estaba amamantando.

“¡Me cago en mi existencia!” gritó el cazador para que lo oyeran en el cielo. Entre la sorpresa y la culpa se fue también con el cachorro inquieto hasta el pequeño rancho. Allí le dio sepultura a Camagüey.

Era mediodía y el cielo se cerraba, comenzaban truenos que anunciaban un temporal inmenso. El cachorro era perdiguero y tenía colores en común con aquella tarde, así que se le quedó Temporal de nombre. “Pa acordarme del día que lo encontré”, decía a los años el viejo.

De noche, bajo la insoportable lluvia y la incomodidad del agua en todos lados, llegó a su casa. Le contó todo a su padre mientras preparaba la carne del cerdo y se disponía a descuartizar las dos congas.

Aquel perrito comenzó a crecer como un platanal, se hacía grande por vicio y tenía una inteligencia natural. Al principio, en las cacerías, levantaba jutías y una vez mató hasta una liebre. Caro contaba que le enganchó la liebre al pescuezo durante cuatro horas de caza. Jamás lo volvió a hacer. El cazador no quería que el perro le procurara más que cochino de monte.

Lo especializó en cochinos jíbaros y cuentan que de Cayuco al Cabo no hubo perro mejor. Muchos cazadores llevaban sus perras más avezadas para que Temporal las preñara y en cambio le dejaban algunas regalías a Caro, que siempre decía: “Este perro es muy bueno, sí, pero como Camagüey ninguno…” Pero eso era solo para que no quedara en el olvido aquel primero, porque Temporal…

Hay mucha leyenda tras el perro famoso de mi abuelo Caro. Aún dicen que salía solo a cazar y que nunca comía en la caza.

Una vez se lo robaron y los ladrones terminaron con más costuras que una bola de béisbol. Tres días después regresó a la casa con Caro y se echó en el portal junto al viejo Lunares.

Caro lo regaló en diciembre del 58. La cosa estaba un poco revuelta y él era conspirador en Cayuco. Vendió por la causa la yegua y el perro con el dolor de su alma, a su buen amigo Nicolás que era cazador experimentado y vivía goloseándole a Temporal.

Con ese dinero habría de irse a La Habana a apoyar la entrada de los Rebeldes. Estuvo más de un año fuera, y cuando volvió con su uniforme verde olivo y una barba pueril pasó a visitar a Nicolás.

Saludó a Temporal como siempre: lo cargó y le apretó las costillas como si abrazara a un hermano.

Atrás había quedado el Caro cazador. Luego fue algunas veces con Nicolás, que celaba cómo el perro obedecía más al antiguo amo. Con Nicolás alcanzó las mejores hazañas, a pesar de que cuando Caro tuvo que irse a vivir a otro lugar, según Don Ramón, el perro iba buscándolo, con la mirada perdida, como si le faltara un pedazo de alma.

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