Los viejos son los viejos

En la isla de los cabellos blancos la sensación de vejez resulta casi omnipresente.

Foto: Yaniel Tolentino.

El envejecimiento de la sociedad cubana es un dato expansivo. De acuerdo con los demógrafos, hoy 2 246 799 habitantes tienen 60 años o más, es decir, el 20,1 por ciento de la población cubana,  porcentaje que crecerá dramáticamente durante los próximos decenios. Según proyecciones oficiales, en 2020 será el 21,5 % y en 2030 el 30%. Una de las poblaciones más envejecidas de América Latina. En 2050 Cuba seria el noveno país del mundo con mayor población de ancianos.

Se trata a la vez de un logro y de una paradoja: los elevados índices en la esperanza de vida, correspondientes en rigor a un país del Primer Mundo –79 años, en números redondos, aunque la cifra es algo más alta en las mujeres (82 años) –, constituyen una consecuencia de políticas históricas, pero se ven escoltados por un dramático descenso de la tasa de natalidad.

Más fallecimientos, más emigración y menos nacimientos, una trilogía letal. Las cubanas de hoy casi no dan a luz. No es causa sino consecuencia debida a los efectos de una crisis económica cuyo final no se avizora en medio de un insuficiente crecimiento, bloqueos internos y los efectos de la política de la administración Trump hacia la Isla.

Pero estos datos poblacionales no discurren en el vacío, como palomas kantianas. Y es que en la isla de los cabellos blancos la sensación de vejez resulta casi omnipresente. En cualquier evento social, basta con pararse al final del salón para percatarse de la sobreabundancia de cabezas con alopecia, excesos de colorete y artefactos mecánicos de toda índole para lograr levantar a un cuerpo cuyas extremidades no pueden sostenerse por sí solas.

Foto: Yaniel Tolentino
Foto: Yaniel Tolentino

Adicionalmente, de un tiempo a esta parte los Círculos de Abuelos se han incrementado de manera creciente, como también su presencia pública: a sus miembros se les suele ver en los parques haciendo ejercicios de tai chi en medio de un paisaje urbano muy viejo que parece acompañarlos en su peregrinaje hacia el viaje sin regreso. Como se conoce, en La Habana Vieja, el Cerro y Centro Habana, tres de los municipios de más larga data y con viviendas que languidecen, los derrumbes no son inusuales después de los aguaceros, con la consiguiente internación de sus moradores en unos albergues de provisionalidad ampliamente mayor de la deseada, muchas veces infinita.

La basura, que es como decir los deshechos del cuerpo urbano, se acumula entre lo viejo con el inevitable riesgo de enfermedades; las calles suelen tener salideros, aguas albañales y boñigas flotantes que ponen en riesgo la salud de la población en un país donde, también por paradoja, el Estado dedica cuantiosos recursos a la medicina social.

Pero ninguna estadística cubre los costos emocionales y psicológicos en el medio familiar. Como norma, los cubanos suelen reciprocar con esmeradas atenciones a quienes una vez los trajeron al mundo, y consideran poco elegante enviarlos a instituciones y asilos –práctica común aquí en Estados Unidos, determinada por dinámicas internas e imperativos culturales.

Foto: Yaniel Tolentino
Foto: Yaniel Tolentino

Sin embargo, aquella actitud altruista y humana suele traer como resultado una elevación en los niveles de estrés del núcleo familiar, sobre todo ante el abanico de alternativas que se abren cuando el anciano no escucha ni consejos ni instrucciones facultativas, y quiere terminar haciendo su voluntad a pesar de lo que piensen y acuerden los doctores y los hijos. Quizás la raíz de esa tozudez se encuentre en nuestros antecedentes hispánicos voluntaristas, como lo resumía una canción de mi infancia: “soy como soy y no como tú quieres”.

Por otro lado, en una cultura donde la negociación y los criterios de la otredad no están precisamente a la orden del día, con frecuencia el conflicto llega a desatar en el seno familiar niveles de violencia verbal, aun cuando muchas veces la sangre no llegue al río. Incluso el divorcio o la separación de la pareja no son poco comunes.

Mientras, el anciano suele contemplar el escenario de crisis con distancia y espíritu de no me toques, porque después de todo el orden que él ha establecido en su hogar le ha funcionado toda una vida y no ve necesidad de cambiar costumbres, prácticas y estilos, por mucho que se le trate de persuadir en sentido contrario. Se trata en el fondo de drama casi tan antiguo como la humanidad misma, reflejado con singular maestría tanto por la comedia latina como por la novelística rusa del siglo XIX.

Una vez, visitando al padre de un amigo ingresado en un hospital de La Habana, un geriatra me dijo: “Los viejos son los viejos y nadie los puede cambiar. O los tomas o los dejas”. El padre de mi socio se había levantado de la cama y salido a fumar afuera, a pesar de haber sido ingresado por una dolencia cardiaca.

“Nada que hacer” –me dijo el buen doctor y se perdió en un pasillo.

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