Memorias del mango jobo

A principios de los 70, tendría yo 6 o 7 años, siempre pasaba mis vacaciones de verano en San Diego de los Baños. Mi mamá decía que aquel era el pueblito más lindo del mundo.

Foto: thelemonexperience.es

“Carlito, los mango jobos na-na-na ma’ que lo comen los-los puercos”. Así decía Osvaldito Carmona, que, de niño, era medio gago. Nunca voy a olvidar aquella frase.

A principios de los 70, tendría yo 6 o 7 años, siempre pasaba mis vacaciones de verano en San Diego de los Baños. Mi mamá decía que aquel era el pueblito más lindo del mundo. Mi familia materna era de allí. Mi madre me mandaba todos los años a pasar algunas semanas en “el campo”, entre arboledas de frutas, palmares y tomeguines del pinar.

En aquel lugar, en un bohío que quedaba “donde el diablo dio las tres voces”, vivía mi tía abuela poeta con una hija que por poco se queda solterona. Nuestros familiares no solo vivían en el campo sino también en el pueblo. En aquella época, yo creía que en aquel poblado todo el mundo estaba emparentado. La gente me decía “¿De quién tú eres?” y nada más de darles mi apellido, me recitaban mi árbol genealógico y terminaba yo descubriendo que era medio primo de mi interlocutor.

Las primeras dos o tres semanas de las vacaciones siempre las pasaba primero con mi tía poeta. En aquellos días yo desandaba montes, tumbaba mangos, recogía guayabas y me bañaba en los riachuelos. También me la pasaba atento al cloc-cloc-clóc de alguna gallina “sacá”.

“Hijito”, decía tía Victoria, “¡oye eso! ¡la gallina puso!”. Yo, corría como un guineo a buscar la postura. Nunca más me he podido comer un huevito frito tan rico como aquellos que tía me preparaba. Los huevos criollos, de cascara color café con leche, tenían una yema de anaranjado intenso. Después de frito, yo lo cortaba con mi cucharita y el huevo teñía de amarillo el humeante arroz blanco. Esa combinación junto a un platanito maduro picado en tajadas era mí “manjar de los dioses”.

Caminando por un trillo y al cruzar la carretera que iba al pueblo, vivían dos hermanos, Osvaldito y Eduardito Carmona. Eran más o menos de mi edad y se alegraban cuando llegaba yo; el “muchachito de la Habana”.

En la casa de los Carmona había varios árboles frutales, entre ellos una mata de mango jobo. Esta es una variedad de mango con un olor y sabor peculiar que, a la mayoría de las personas, no les gusta.

Recuerdo que, en aquella casa, el mango jobo era consumido solo por los puercos. En aquellos alrededores, tierra donde se daban muchísimas variedades deliciosas de mango, a nadie le gustaba el mango jobo. Pero a mí sí.

Cuando llegaba a casa de los Carmona, después de saludar, iba directo a la mata de mangos jobos. Y ahí, empezaba Osvaldito con la cantaleta: que por qué yo no comía de los filipinos, que comiera las mangas blancas, que por qué no probaba mejor el mango bizcochuelo que sabía tan bien (¡un Edén de mangos era San Diego!). Pero yo era sordo a aquellos reclamos. Lo mío era el mango jobo. Y ellos me miraban como a un bicho raro mientras yo me zampaba uno.

Con un “cantaito” en el hablar –“tú eres el que canta, habanero”, me ripostaban– Osvaldito, hablaba y me miraba con cariño. Yo to´ “embarrao’” y él, tartamudeando: “Carlito, los mangos jobos na-na-ma’ que lo comen los-los puercos”.

Cuando llegué a la adolescencia, dejé de ir a San Diego. A finales de los años setenta, mi anciana tía y su hija –que por fin se casó– se mudaron a La Habana. Mi vida, además, cogió por otros rumbos.

Después, en 1991, me fui de Cuba. Viví en diferentes ciudades de los Estados Unidos y he “chancleteado” bastante por el mundo. Pero siempre recordé con cariño aquellos días de mi niñez cuando el evento más importante del verano era pasarme unas semanas en aquel bohío, entre aquella gente buena.

El año pasado, después de más de cuarenta años de ausencia, por fin regresé a San Diego de los Baños. Fui a visitar a los tíos y parientes que todavía me quedan allí. De paso, llevé a mi hijo mayor, para que conociera el terruño de sus ancestros y los lindos campos que yo había recorrido de pequeño. En el lugar donde antiguamente vivía mi tía ya no había casas.

Nosotros pasamos toda la jornada caminando por el pueblo y explorando los alrededores (Parque Nacional La Güira, el balneario). En la tarde nos despedimos de nuestros familiares y nos preparamos para regresar a La Habana.

El caso es que, en el camino entre el pueblo y el entronque, como de la nada, se apareció un viejo que vendía mangos. Al instante me acordé de que los mangos de San Diego eran especiales y paré allí mismo. El anciano, de unos ochenta años, ofrecía un cubo llenito de mangos y los daba por un CUC. (¿Se imaginan, un cubo de mangos por un fulita?).

¿Cómo desaprovechar aquella oportunidad? Convidé a mi hijo a comernos unos mangos allí mismo (como si haciéndole probar aquella fruta pudiera trasplantarle también mis vivencias infantiles).

Le pregunté al anciano si nos podía conseguir agua pues queríamos comer mango allí mismo, a lo salvaje, “embarraos”. Con esa hospitalidad propia del pinareño, y de todo guajiro cubano, el viejo nos invitó a pasar y nos trajo una palangana de agua. Allí, en el portal –era una tarde de domingo– había varios familiares reunidos que jugaban dominó, los niños corrían en el jardincito y era todo jolgorio. El sabor de los mangos, el aire, las voces de los campesinos, todo que me hizo recordar los días en que yo, de niño, había desandado aquellos campos. Y me acordé del mango jobo.

—Señor—le dije al viejo—y entre tanto mango rico, ¿no tendrá por ahí un mango jobo?

El viejo me miro extrañado y me respondió que no, que ese mango no era muy común. “Eso no le gusta a nadie”, dijo el campesino. A mí me dio por hacerle el cuento y le dije:

–Hace más de cuarenta años, cuando yo era un chamaquito, venía todos los veranos a esta zona. De hecho, jugaba con unos niños hijos de un tal Pipo Carmona, y ellos siempre me recriminaban cariñosamente por mi gusto extraño y me decían eso mismo: que el mango jobo solo lo comían los puercos.

El anciano se quedó callado y me lanzó una mirada enigmática. Se hizo silencio en el portal.

De pronto, entre el grupo de desconocidos que oían curiosos mi historia, se levantó un hombre, como de mi edad, me miro con los ojos húmedos de dulzura y me dijo, gagueando: “Carlito, es que los mangos jobos na-na’ ma’ que lo comen los-los puercos”.

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