Modelo para armar

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

El agotamiento del modelo ya estaba ahí a fines de los años 80, solo que la caída del socialismo en Europa del Este y la URSS lo hizo más grave. Desguarnecida y sin aliados estratégicos, sujeta a presiones externas y con una economía desfasada y tecnológicamente fuera del juego, a mediados de 1993 en Cuba se decidió aplicar un conjunto de cambios internos. Sus resultados redundaron en una suerte de sincretismo en el que coexistían –y aún coexisten– dos lógicas: el modelo soviético de planificación y la apertura más o menos limitada a un mundo globalizado donde había que insertarse por seguridad nacional, pragmatismo y sobrevivencia. La antinomia socialismo / mercado, protagonista de buena parte del proceso anterior, quedó entonces, de hecho, al campo.

Fue una movida con inevitables impactos sociales, epitomizados por la doble circulación monetaria, fuente de desgarramientos, fracturas y desvalores.

El proceso de actualización del modelo, con su lógica de “cambiar lo que debe ser cambiado”, siguió por ese camino, al margen de sus secuencias o ritmos; asunto donde se enfrentan, al menos, dos conocidas tendencias de opinión tanto dentro como fuera de la Isla. Sin embargo, amplió la iniciativa privada autorizando pequeñas y medianas empresas, legalizó la contratación de fuerza de trabajo –y por consiguiente la plusvalía, a reserva de lo estipulado en el artículo 14 de la Constitución de la República, enmendada en 1992, sobre la explotación del hombre por el hombre. También creó un mercado de casas y automóviles. Y quiso redimensionar la inversión extranjera tratando de inyectar capital fresco y tecnologías imprescindibles para cualquier desarrollo, con el Mariel como pivote. En otro ámbito, resolvió la cuestión de la movilidad de los cubanos hacia el exterior, la primera reforma política bajo el mandato del General Presidente, cuya misión primordial consistió, en efecto, en tratar de limpiar los establos desde la continuidad del proceso.

Esos componentes, más otros aquí excluidos por inevitables imperativos de síntesis, dejaron sin embargo prácticamente intacto un elemento clave: los problemas de la fuerza laboral.

Estamos hablando de una población económicamente activa que trabaja de manera abrumadora para el Estado, con salarios deprimidos e insuficientes para garantizar la reproducción simple. La propia Central de Trabajadores de Cuba identificó una vez la desmotivación, la apatía y el desinterés por el trabajo como tres de las cuestiones centrales de la hora, resultado de una economía rota y con severos problemas de producción, productividad y eficiencia. El trabajo no ha sido ni una necesidad primordial ni generado una cultura, ni siquiera durante los mejores momentos de la institucionalización.

Detrás de todo esto figura el famoso ausentismo de los años 60, expresión de que el socialismo intentado hasta entonces no pudo desarrollar sus propios mecanismos para remplazar el lugar del mercado y los incentivos en la fuerza de trabajo. Y también legislaciones como la Ley contra la Vagancia (1971) estableciendo la obligatoriedad de trabajar para todos los hombres aptos entre 17 y 60 años –sí, los hombres–, un caso sui generis de compulsión / coerción que expresa como pocos la naturaleza del problema.

Después la crisis absorbió y sigue absorbiendo en la sobrevida y las dificultades cotidianas, un enorme caudal de energía personal y la eficiencia laboral se ve lastrada por esos imperativos que, además, generan falta de foco, irascibilidad, inconstancias y reacciones emocionales que afectan el desempeño y hasta la imagen de implicados e implicadas, quienes no se someten a un autocontrol de sus impulsos utilizando la parte racional del cerebro.

En los centros de trabajo manotean, abren los ojos, incluso tiran teléfonos y golpean escritorios. Y gritan. Gritan mucho. Todo ello tiende a profundizarse con señales que apuntan la carencia de resultados tangibles en la mesa cotidiana y retroalimentan la desmoralización acumulada; a saber, un crecimiento económico por debajo de las expectativas. El dato de que el país está por debajo en la cuantía de inversión extranjera –algo superior a los 2 mil millones de dólares en 2017, según el ministro Rodrigo Malmierca Díaz–; frecuente desabastecimiento en las tiendas en CUC o de productos liberados en las de pesos (jabones, detergentes, papel sanitario…); aumento en los precios de venta al público, un indicador adicional de debilidades estructurales ante las manquedades y trabas de la producción doméstica, los huracanes, y la dependencia a las importaciones, otro de los males endémicos de la economía cubana.

La responsabilidad individual se diluye ante la percepción de “no hay arreglo”, constructo que sirve para justificar la inacción. Se trata de una sociedad donde el término “escapar” ha ganado demasiado espacio, aun cuando se refiera a prácticas como el robo y la corrupción, no solo ni principalmente en el mundo del jet set empresarial, los sujetos predilectos de la Contraloría General de la República, sino bastante más abajo, en el de carniceros, bodegueros, vendedores del agro y empleados de las TRD –estos últimos suelen “cuadrar” las cajas con una nocturnidad y alevosía dignas de estudiarse.

Paralelamente, quienes pueden se desmontan del carro del Estado como empleador. Ello va aliviando un problema, pero crea uno nuevo: la descapitalización de la fuerza de trabajo, es decir, profesionales que se mueven hacia la economía de servicios, bien en pesos o CUC, ante la imposibilidad legal de ejercer sus perfiles por cuenta propia, no importa cuán explotados sean porque les pagan bastante más que Don Leviatán. Y todo en medio de un proceso de desvalorización social de la educación superior que es como la crónica de una muerte anunciada.

Una nueva élite de hombres de éxito, incluyendo dueños de restaurantes que hoy figuran entre los mejores del mundo según revistas como Newsweek, se ve escoltada por una cohorte también abrumadora de vendedores y buhoneros de esquina rota, goyescos hasta en sus maneras de vestirse, expresarse y comportarse, sin una ética ni una cultura de los derechos del consumidor (de la cual este, como norma, también carece) y que, además, crean problemas urbanísticos de todo tipo, con violaciones de ordenanzas y códigos.

Como viajando sobre un péndulo, y con paradas constantes.

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