La nación migratoria

A pesar de las nuevas flexibilidades, los emigrados cubanos no son asumidos, desde la ley y la ideología del Estado, como parte de la nación.

Foto: Kaloian.

En el buscador de términos de la Constitución de 2019 la palabra “nación” aparece doce veces, muchas menos que la palabra “Estado”, que se menciona casi en doscientas ocasiones. El término “emigración”, en cambio, no se refiere nunca: el buscador reproduce la frase inquietante de “ningún resultado”. Esa ausencia supone, ni más ni menos, que los emigrados cubanos no somos considerados sujetos jurídicos en la nueva Constitución.

No significa que no seamos sujetos jurídicos en general, ya que entre 2012 y 2015 la Asamblea Nacional y el Consejo de Ministros reformaron la Ley de Migración número 1312 de 1976, que adoptó su versión definitiva en diciembre de 2015 en La Gaceta Oficial. En dicha ley son pocos los derechos que se reconocen a los emigrados, fuera de disponer de pasaporte, aunque son más que en la legislación previa. En varios puntos esa ley entra en contradicción con el artículo 52º constitucional, que dice que “todas las personas tienen libertad de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio nacional”.

Los emigrados, aunque obligados a utilizar un pasaporte cubano, cuyo trámite es desmesuradamente caro y puede ser inhabilitado por razones de “seguridad nacional”, tienen ahora más facilidades para ingresar a la isla. Pueden repatriarse y recuperar derechos sociales y económicos. Los potenciales emigrantes o residentes temporales han sido beneficiados con la derogación del permiso de salida y un margen más amplio, de 24 meses, para vivir fuera. Si no regresan luego de ese lapso, se consideran automáticamente “emigrados”.

A pesar de las nuevas flexibilidades, los emigrados no son asumidos, desde la ley y la ideología del Estado, como parte de la nación. En sus familias y barrios, sobre todo los de últimas generaciones, que viajan con frecuencia y mantienen contacto fluido gracias a las nuevas tecnologías, son recibidos como parte de la misma comunidad. Pero el nuevo texto constitucional no les dedica una oración, lo cual contrasta con el constitucionalismo bolivariano que, según la propia documentación oficial, sirvió de referencia.

¿A qué se debe esto? La explicación es histórica y, a la vez, conceptual. La emigración cubana, que siempre ha sido una diáspora, sumamente diversa y rica desde el punto de vista geográfico, cultural y social, es presentada –y, con frecuencia, autopresentada– como sujeto homogéneo, anticomunista y anticastrista, a imagen y semejanza del exilio originario del Miami de Guerra Fría. Dicha homogeneización es obra de la apuesta de aquel exilio por el embargo comercial y otras políticas hostiles de Estados Unidos contra la isla, pero, también, de la fácil estigmatización de Miami desde La Habana oficial.

Esa es la base histórica de la ausencia de la emigración como sujeto constitucional. Sin embargo, hay también un lastre conceptual en la resistencia a reconocer derechos migratorios, que tiene que ver con una ideología heredada de la tradición soviética, para la cual exiliado era sinónimo de desertor. Esa ideología ya no es marxista-leninista sino nacionalista excluyente. No es nacionalista revolucionaria pero tampoco es plenamente republicana o cívica. Se trata de un nacionalismo que ha instrumentado algo de la vieja doctrina de la “cubanidad”, sin asumir su esencia inclusiva, que entiende a Cuba como nación migratoria.

En su forma más depurada (la transculturación de Fernando Ortiz) el concepto de cubanidad superó las fobias contra la inmigración antillana o española que se acumularon a principios del siglo XX. Ramiro Guerra en Azúcar y población en las Antillas (1927) o Alberto Lamar Schweyer en La crisis del patriotismo (1929) dejaron testimonios de un criollismo racista que, como escribiría el segundo, a partir de sociólogos latinoamericanos (Bunge, García Calderón, Gil Fortoul, Vallenilla Lanz, Edwards…), intentaba captar el momento en que “el inmigrante deja de ser un elemento de unión, progreso y socialización” y, como consecuencia de una “mala distribución migratoria”, comienza “a ser perturbador, disociador y peligroso a la integración de la nacionalidad”.

Al subordinar la nacionalidad al control migratorio, la doctrina republicana de la cubanidad produjo una exaltación del mestizaje que invisibilizaba comunidades negras, chinas y de otros componentes de la nación. Con la Revolución de 1959, aquella doctrina se declaró superada junto con el racismo, como rezagos burgueses del antiguo régimen. Pero tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS, en los 90, la ideología de Estado y la política cultural y educativa regresaron a la tesis de la cubanidad, como puede leerse en textos de Amando Hart, Abel Prieto, Eduardo Torres Cuevas, Ambrosio Fornet, Miguel Barnet y otros autores.

El concepto de “identidad nacional”, que se recicló en los 90 y se incorporó a la Constitución de 1992, se plasma en documentos que acompañaron la primera conferencia de “La Nación y la Emigración”: el ensayo “Cultura, cubanidad y cubanía” (1994) de Abel Prieto o el libro Cultura e identidad nacional (1995) de Armando Hart. Ambos textos describen un ajuste ideológico, que a la vez que se aparta del marxismo-leninismo y combate el multiculturalismo postmoderno, no suscribe otras versiones del marxismo cubano: Manuel Moreno Fraginals, Walterio Carbonell, Antonio Benítez Rojo, Pensamiento Crítico

Como en el viejo pensamiento evolucionista, del que se burló Jorge Luis Borges en Otras inquisiciones y criticó Michel Foucault en Las palabras y las cosas, a partir de entonces los cubanos empezamos a ser clasificados en miembros de la “cubanidad interior”, miembros de la “cubanidad exterior”, miembros de la “cubanía” y “anticubanos”. Esta última denominación, adoptada por los principales ministerios e instituciones del gobierno, desde los 90, sigue rigiendo la concesión, o no, de pasaportes habilitados o permisos de ingreso a la isla.

El ajuste ideológico tuvo efectos en la legislación y la política migratoria, empezando por la fórmula misma de “Nación y Emigración”, que da por hecho que son dos cosas distintas. En medio del reforzamiento del embargo (Ley Torricelli de 1992, Ley Helms-Burton de 1996, sanciones de la administración Bush en 2003), se promovió una idea de la emigración como base electoral de la clase política cubano-americana. Valiosos estudios académicos sobre los emigrados, dentro de la isla (Jorge Hernández, Milagros Martínez, Ernesto Rodríguez Chávez, Antonio Aja Díaz, Jesús Arboleya…), otorgan un lugar central a las posiciones de la comunidad respecto al embargo.

No menos valiosos estudios producidos fuera de la isla (Lisandro Pérez, Guillermo Grenier, Max Castro, Susan Eckstein, Jorge Duany…) también giran, por lo general, sobre la misma dinámica, aunque con mayor matización sociológica. Se trata de una gravitación comprensible hacia las posibilidades de cambio político en la comunidad emigrada pero que, en buena medida, remite la comprensión de un fenómeno tan complejo y heterogéneo como una diáspora transnacional al diferendo entre Estados Unidos y Cuba.

Tal vez sea hora de desplazar el debate sobre la emigración a donde se encuentra en América Latina y el Caribe: el respeto pleno a los derechos en el país de origen y en el de destino. El derecho a viajar, repatriarse o relacionarse como cada quien decida con la isla es vulnerado por el embargo. Todo el dispositivo jurídico del embargo, que va de la Ley Helms-Burton a las más recientes sanciones de Trump, por su carácter extraterritorial y punitivo, es violatorio de la soberanía cubana, pero también de los derechos de la ciudadanía de la isla y la diáspora.

Dicho esto, no tiene sentido desconocer que la falta de estatuto jurídico de los emigrantes en la Constitución, el rechazo de permisos de entrada por motivos políticos o la estigmatización de miembros de la diáspora en medios e instituciones de la isla, también constituyen violaciones que carecen de equivalente en el constitucionalismo latinoamericano y caribeño, de izquierda, centro o derecha. A inicios de la tercera década del siglo XXI, el derecho migratorio cubano sigue capturado por la legislación antiembargo de fines del siglo XX. Esa captura no es causa sino efecto de una idea excluyente de la nación.

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