Noches

La primera noche que recuerda con nitidez fue un despertarse tras un asalto intenso a las cuatro paredes que llamaba casa. Desde afuera el sonido de un machete contra algún hierro y suficientes alaridos le sacudieron sus tres años. Su primera noche es la que es, aunque quiera pensar en otras noches. Nada le antecede. Cicatrices que disfraza y maquilla a conveniencia, ahora que comprende que aquello no era ni casa, ni vida.

Las siguientes, durante otros 20 años— ¡Mira Gardel!—no fueron mejores que la inicial. Alcohol y violencia se juntaron, las miserables, para moldear el barro. Lo que no estaba hecho se coció como pudo y con lo que pudo. Se alimentó de lo que odiaba y se hizo mayor entre adultos de plastilina.

Aprendió que cuando te ofenden el ritual de la mejilla puesta es una broma, pero siempre le tomaron la delantera en ese detalle de dar primero. Así que recibió y recibió.

Cada cumpleaños escribía dos deseos en el viejo escaparate, el mismo que aguantaba (de alguna forma) el techo donde sobrevivía.

“¿Me prometes que dejaras de beber?” y “Quiero ser feliz”. Los años se hacían similares y las interrogantes eternas. Un día descubrió que no tenía espacios, ni lápices, ni deseos y se frotó los ojos, y también encontró que no tenía lágrimas.

Quiso entonces deshacer el pasado. Ilusa, eso nunca sucede. Siempre te persigue, te alcanza, se mofa y se vacila su ombligo con sonrisa de Guasón, mientras te despeñas. El pasado no puede vivir sin ti.

Rozó la base de la pirámide, digamos que la besó y aún así se sostuvo de pie. Con remiendos de aquí y allá se armó una fortaleza de arena, le escupió todas las ausencias, las faltas, los gritos y se le sostuvo por ratos. Cuando uno es nadie, ni uno se apiada de sí mismo.

Había semanas que se engañaba y disfrutaba de su mentira como quien cree en príncipes azules y hadas madrinas. Obvio, era reconfortante creer en tiempos en los que la mayoría fingía que lo hacía y se imponía medallas por ser “tan buen fiel”. Se autoflagelaban a solas por no haber sido un creyente mejor, más transparente, más probable. Tú te sumaste hasta donde pudiste, hasta que la marea quiso ahogarte, y descubriste que sola también nadabas, que sola estirabas los brazos hasta donde quisieras y no en el estrecho margen que te dan los otros. Los otros siempre actúan por ti, pensaste.

Con eso en mente te levantaste y caíste, y lo seguirás haciendo, porque alguien dijo que de eso se trataba crecer. ¿No había una fórmula más simple? ¿Una donde el daño fuera colateral y no personal? Para quien vivía de llenar crucigramas, de saltar esos rastros de rayuela que los niños dejan al amparo de la madrugada o de subrayar frases en los libros, todo parecía complejo.

No querías, pero la noche primogénita venía a dolerte y despertarte a menudo, hasta ese día en que le fuiste infiel, y no la volviste a pensar.

La última noche que quiere recordar se resume en un grito. Varios suspiros entre comillas y labios mordidos, entre lo que le dijeron que fuera y lo que realmente es. Cuando pudo hablar soltó un: “Si pudieras ver la cara de felicidad que tengo”. También una manera de dar las gracias. Otra vez sin lápiz, y sin pedir estrellas fugaces, la letra se le congeló en un espacio, íntimo, suyo. El otro deseo no se le cumplió jamás, pero finalmente hubo una noche, entre tantas otras noches de verano, en que había salido el sol.

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