Políticamente in-correcto

Sé bien que los absolutos no son elegantes. Sé que la fragancia de relativizar en los análisis gusta, es sabio, democrático. Es pop. Sin embargo, debo ser sincero ante el lector y anunciar desde el primer párrafo hacia dónde va —que es también hacia dónde no— este texto. Aclararo que, por esta vez, no habrá relativos y afirmo entonces que todo cubano, allá donde esté, ha sido víctima o cliente de lo “políticamente correcto”.

Si usted ya sufrió por un toque de bola mal ejecutado que costó un campeonato internacional de béisbol —al final estas cosas, más que campeonatos, nos han costado el béisbol todo—; si ya tuvo que conformarse con la dignidad del tercer lugar cuando pudo tener la misma dosis de dignidad y euforia del primero; si encima tuvo que escuchar cómo un vocero, megapatriota y milagroso alquimista, transformaba el bronce en oro, usted ya ha sido víctima de lo “políticamente correcto”. Si ese mismo vocero ignoró el nombre de algún cubano, ahora oponente, mientras usted recuerda con cariño el sonido de ese nombre en los altavoces de cualquier estadio del país, usted, lector, también ha sido víctima de lo que alguien decretó como “políticamente correcto”.

Si ya tuvo una hija o un sobrino que eran lo suficientemente adultos para diseñar una vacuna, un puente o edificio, una política económica o un software, pero demasiado jóvenes para participar en un curso en el exterior donde se hablaría sobre cómo diseñar una vacuna, un puente o edificio, una política económica o un software; usted ha sido víctima de lo “políticamente correcto”. Si, profesor universitario, investigador, obrero, miembro de alguna asamblea, ya fue alejado de su posición por emitir criterios en el recipiente, en la concavidad no autorizada por el correcto paternalismo superior; usted ha sido víctima de lo “políticamente correcto”. Si no ha leído en ediciones cubanas La Fiesta del Chivo o Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa; si sabe casi todo sobre la crisis migratoria en Europa, y supo casi nada sobre la que protagonizaron cerca de 8 mil cubanos en la frontera de Costa Rica; usted, lector, ha sido víctima de lo “políticamente correcto”.

La lista podría tender al infinito. Le dejo a usted el espacio para completarla.

No me gusta lo “políticamente correcto”. Al menos no si viene en forma de dictado o manual de tiempo de guerra. Siempre desconfié de los que se alineaban y luego me invitaban a la fila sin preguntar razones, sin responder preguntas. Siempre desconfié de los que nunca levantaron la mano. De los que, cuando alguien sí lo hacía, ya tenían en la recámara el clásico: “No eran ni el momento ni el lugar”. No era el medio siglo adecuado.

Paradójicamente, muchos de los incorrectos, de los levantadores de mano, de los sistemáticamente corregidos, continúan hoy “amotinados” en la idea de un país socialista, sí, pero también más democrático y plural. Paradójicamente, muchos de los “políticamente correctos” han terminado siendo, en el mejor de los casos, destronados maestros en escuelas rurales, entusiastas gestores de negocios privados, rotos dioses de su pasado alineado. En el peor, oportunos asilados políticos, activistas anticubanos, fervientes portavoces del combate a cualquier diseño conciliatorio de nación.

Prefiero mil veces la inconformidad del amotinado que la muerte moral del oportunismo de oficina, del usurero de lo “políticamente correcto”; del cliente de esa ortodoxia fatua que tantos sueños y realizaciones personales le ha mutilado al país. Y le continúa mutilando.

Volvamos —no por ejemplo sino por necesidad— al béisbol, ahora que nos separan meses del tercer Clásico Mundial (2017). ¿Cuántos aficionados cubanos creen que es justo pagar con la tristeza, casi con la vergüenza nacional, la salvación de lo que alguien define, desde sus lejanas oficinas, como “políticamente correcto”? ¿Cómo puede ser más importante que los aficionados, que el béisbol mismo, mantener ese concepto ya tan difuso de lo que una vez defendimos como “béisbol revolucionario”? ¿Cómo puede ser revolucionario lo que dentro de poco ya ni siquiera será béisbol?

Si un pelotero de esta Isla respeta su trabajo, su franquicia, su contrato, su deporte; si respeta la escuela y el país que lo formaron, a los aficionados que desde aquí aún lo siguen. Si con su rendimiento y actitud enorgullece a la nación y merece lucir las cuatro letras; entonces yo veo todas las razones deportivas y profesionales para que ese pelotero nos represente. Creo que no existe nada más políticamente correcto que la felicidad que produciría un equipo de peloteros cubanos seleccionados desde todas las latitudes.

Volvamos —no por ejemplo sino por necesidad— a la prensa. O mejor no. No volvamos. Por desgracia, casi no hay dónde volver. Por suerte, poco a poco, ya no tendremos que volver. Se han abierto otros espacios donde ni la noticia, ni el columnista, ni el lector tienen que ser “políticamente correctos” o simétricamente alineados para ser.

Volvamos a los amotinados. Por ahí andan. Por Pinar, por Matanzas, en Las Tunas y Santiago. En el DF, Halifax, Buenos Aires, en Miami o en Belgrado. Políticamente diversos. Defendiendo un país que nunca cupo en los manuales. A fin de cuentas, en La Habana, ya Obama caminó, Toretto pasó de 0 a 100 en 6 segundos y Chanel ha desfilado.

Todos, políticamente in-correctos.

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