Pollo por pescado

¿Hasta aquí, entonces, la pluma por la escama, pero a precios todavía onerosos?

El jurel. Foto: vaiapeixe.com

El pescado no ha sido un componente decisivo en la alimentación cubana. A pesar de su condición insular, productos como la carne han resultado ampliamente privilegiados en las mesas debido a un conjunto de factores históricos. Según Manuel Moreno Fraginals, entre estos sobresale el origen de los españoles que fundaron la colonia, muchos procedentes de regiones sin acceso al mar y que, como todos los emigrantes, reprodujeron sus hábitos alimentarios al trasplantarse a un nuevo mundo, junto a las maneras de criar y reproducir los animales, muchos también nuevos por esos lares, como caballos y puercos.

No quiere decir, sin embargo, que el pescado haya estado ausente del panorama, pero como bien se sabe, la típica comida criolla consiste en el cerdo asado o masas de puerco fritas, frijoles negros, arroz blanco –o congrí, la huella africana–, ensalada de lechuga y tomate aderezada con aceite y vinagre, postres como los cascos de guayaba con queso y, como corona, café negro y un habano para los que fumen.

Durante los años 60, en medio de las tensiones y escaseces propias de la desconexión y los experimentos internos, los cubanos vimos aparecer a escala social la comida italiana. Se estableció un sistema de pizzerías que ofertaban diversas variedades –napolitana, boloñesa, de jamón, camarones, mixta–, y espaguetis y lasañas a precios módicos, hecho facilitado por la instalación de fábricas de pastas con la asesoría de los italianos, quienes además participarían en la producción de calzado plástico y en la venta de los tractores piccolinos operados por las jóvenes del Cordón de La Habana.

A mediados de esa década se fundó el Coppelia, estructura constructiva considerada un clásico de la arquitectura, donde se ofrecía a los usuarios una carta con 55 sabores de helados y un número de especialidades y combinaciones que, vistas desde hoy, clasificarían sin dudas como un ejercicio de ciencia ficción o de literatura esotérica.

También por entonces surgió la Flota Cubana de Pesca, llamada a potenciar otros hábitos proteínicos en una libreta de abastecimientos donde la carne de res “tocaba” cada nueve días en una determinada cantidad por persona. Escribe un conocedor de la pesca de altura:

en los años 60 la Flota Cubana de Pesca (FCP) contaba con cinco buques atuneros (long liners) de construcción japonesa. Estos buques eran pequeños, pero muy marineros y hechos por los que más experiencia tienen en este tipo de pesca. Inicialmente los capitanes eran japoneses y tuvieron un desempeño muy bueno.

También había cinco buques SRTR, que eran arrastreros por la banda. En estos buques la refrigeración en bodega era con hielo y faenaban en las aguas del Golfo de México. Inicialmente los capitanes eran soviéticos, aunque de aquí salieron algunos de los mejores capitanes cubanos que tuvo la FCP.

Posteriormente vinieron otros construidos en España, cuatro buques bacaladeros y dos congeladores (Guasa y Biajaiba), todos arrastreros por la popa. De estos buques, el Guasa y Biajaiba resultaron una buena adquisición, no así los bacaladeros, construidos para una pesca muy especializada como es la del bacalao, y sobre todo el bacalao salado, pues excepto una pequeña bodega que tenía congelación, el resto de las bodegas estaban hechas para almacenar el bacalao con sal. Los españoles, entre otros, son expertos en este tipo de pesca y para ello usan buques mucho más pequeños…

Más adelante el Estado cubano compró los llamados buques-factorías, que tenían…

[….] una inmensa sala para procesar los pescados en distintas formas como filetes, así como una fábrica de harina de pescado. A estos buques no nos cansamos de ponerles cosas incluyendo navegación por satélite cuando era algo que se comenzaba a usar en lugar de los tradicionales métodos y ayudas a la navegación [….] su instalación no iba en lo absoluto a determinar que el barco pescara más, pero formaba parte del conjunto de cosas que se le pusieron para poder después decir que teníamos los barcos más grandes y más modernos del mundo, y así se pagaron millones por esta serie de buques.

Las capturas ascendían a unas cien mil toneladas anuales, gran parte para para la exportación. Pero fue, en primer lugar, la base del pescado por la libreta, por donde desfilaron macarelas, merluzas, jureles y otros especímenes. Y, en segundo, la de la cadena de establecimientos MAR-INITs, que ofertaban productos del mar a precios populares, hoy solo existentes en la memoria de los cubanos y cubanas más viejos.

A mediados de los años 70 se produjo el primer traspaso de mar a tierra cuando de esos mismos MAR-INITs desapareció el pescado y empezaron a vender pollo con papas fritas, caldo y cervezas. Los bautizaron con una onomatopeya: Pío Pío. Al de L entre 17 y 15, frente a Rancho Luna, íbamos los jóvenes universitarios después de cobrar el estipendio mensual que nos pagaban por estudiar. Los clasificábamos en la categoría BB (Bueno y Barato), pero duraron bastante poco, no sin atravesar por un proceso de decadencia antes de que sobrevinieran el muro de Berlín y la disolución de la URSS. Ya para entonces la FCP había sido prácticamente desmantelada y vendida como chatarra, una de las razones del (segundo) traspaso de mar a tierra: el pollo por pescado de la libreta de abastecimientos.

Pero en un punto de la historia cubana prosoviética aparecieron nuevas pescaderías, esos quioscos azules levantados en medio de vecindarios con frecuentes marcas del equipo Industriales. En un principio lograron recuperar algunas variedades de pescado desaparecidas del panorama, aunque con ciertas peculiaridades sui generis.

Por ejemplo, uno de los más apreciados por la cultura popular –la cherna–, tenía que comprarse obligatoriamente completa, no por porciones. Por una captura de 5 kilogramos debíamos desembolsar 215 pesos que se iban como por arte de magia de una sola sentada a la mesa (“el pescado no rinde”, dicen las amas de casa al compararlo con el puerco). Comprar por ukase constituyó entonces un aporte de la burocracia cubana a la historia universal del mercado, continuando aquella onda de las “croquetas convoyadas” que había que comprar obligatoriamente para poder tomarse una cerveza. Aquello desconocía, entre otras cosas, que antes las clases más pobres solían comprar a precios módicos una cabeza de cherna, de la cual hacían sopa y croquetas que, combinadas con arroz blanco, servían para atravesar el día en hogares de sastres, zapateros, plomeros, constructores y guagüeros.

Después a esas mismas pescaderías llegaron los filetes de claria, una variante del pez gato que al cabo de un tiempo consumiéndolos, no sin buena dosis de resistencia, terminaron ausentándose del escenario o cayendo a cuentagotas en sus mostradores. Era una opción si los cubanos podían ser capaces de dejar a un lado sus ideas preconcebidas sobre esa especie –desagradable y depredadora como pocas, pero muy nutritiva y apreciada en lugares como New Orleans–, y si se les sabía preparar como corresponde.

Las pescaderías reforzaron su condición de salvadoras populares al seguir vendiendo las croquetas criollas, por otra parte para nada recomendables si se quiere bajar el colesterol malo debido la cantidad de aceite que tragan al freírse. El resto de los productos del mar allí era –es– de bastante mala calidad, con la excepción de majúas y ostiones, en caso de salir a escena. Del pescado que allí venden me dijo una vez una vecina: “ni para los gatos”.

Por último, está la novedad del jurel entero congelado. Se limitaba a dietas, pero comenzó a venderse tanto por la libre como por la libreta a precios que levantaron una ola de críticas dentro y fuera de las redes sociales. El 31 de agosto pasado el periódico Granma publicaba una nota del Grupo de Alimentos Ligeros del Ministerio de Comercio Interior con la Resolución 319/2019 bajando el jurel de 20 a 15 pesos la libra.

Merecen destacarse tres reacciones a la medida. Las dos primeras clasificables como universalistas: “Ah, se dieron cuenta que la libra de jurel estaba sobrevalorada…ok, pues los exhorto a que revisen todos los precios de las tiendas recaudadoras de divisas, porque creo que también están supervalorados”. Y: “No es el jurel, lo son todos. En realidad ningún producto, alimenticio o electrodoméstico, debe estar por encima del salario medio mensual de los trabajadores”. La tercera, pragmática: “La única vez que pude comprarlo eché en la basura libra y media (30 cup) entre tripas y cabezas. Bien podrían aprovecharse en alimento animal y así estaríamos ahorrando todos”.

¿Hasta aquí, entonces, la pluma por la escama, pero a precios todavía onerosos?

Salir de la versión móvil