Postales santiagueras

Foto: Ladyrene Pérez / Cubadebate.

Foto: Ladyrene Pérez / Cubadebate.

He pasado por ello muchas veces, no sé ya cuántas, pero cada vez que estoy en El Cobre caigo en la trampa. No importa que antes ensaye las frases y movimientos justos para evitarlo; llegado el momento no consigo evadir el tropel de vendedores ambulantes y alguno logra, sin que sepa yo cómo, poner en mis manos una estampita, un bultico de piedras o incluso una piedra única, salpicada con el brillo del mineral.

Ya en ese punto resulta inútil resistirse. El hombre, siempre es un hombre, extiende una mano en espera de compensación por su audacia. Esto es un regalo, dice, deme lo que usted quiera. O afirma que no le debo nada por la dádiva para luego indicarme el sitio donde tiene un puesto de flores o virgencitas talladas en madera. Para el regreso.

El regreso, generalmente, es el momento turístico en El Cobre. La ida, en la que tras quedarse en el parque del pueblo los visitantes suben hasta el santuario, es el momento de la fe. Bien delimitadas suelen estar las partes de la visita al sitio desde donde convoca la Patrona de Cuba. Y los vendedores lo saben y lo aprovechan.

La gestión de venta, más que con el marketing, tiene que ver con la pesquería. Los vendedores lanzan o más bien imponen su carnada, y alimentan así el compromiso del futuro cliente. Para que no haya dudas, incluso acompañan a los fieles hasta el puesto anunciado y le recitan el catálogo de precios.

Es una inversión. Con unas pocas piedras de cobre o una imagen plasticada de la madre de Dios, abonan el retorno de los posibles compradores. Y aunque muchos no regresan, o incluso se disculpan ya desde la ida, algunos que cedan bastan para garantizar las ganancias del día.

Hay que vivir, me dijo ceñudo un mulato cuando le reclamé por su insistencia. Me reconoció mientras bajaba del santuario y puso mala cara cuando le confirmé que no pensaba comprar nada, a pesar de haber aceptado una estampita suya en la subida. Luego tomó una expresión más relajada, burlona.

Bueno, tal vez otro día, le dije para salir al paso y el mulato se sonrió. Está bien, varón, me respondió confiado, la Virgen sí que no se va a ir de aquí. Y con un giro apurado me dio la espalda para buscar nuevos clientes entre los recién llegados en una camioneta.

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Hay un incendio en Enramadas, oí que alguien gritaba en plena calle. ¿En Enramadas?, pregunté incrédulo y me dijeron que el fuego era por el club Kon Tiki, a una cuadra del Parque Céspedes. Es tremenda candela, remató uno de los informantes, ya hay varios carros de bomberos y pipas de agua.

No estaba lejos, así que fui a ver si aquello era verdad o apenas un rumor magnificado. Era verdad. A una cuadra del lugar incendiado una fila de policías impedía el paso a los curiosos. Desde la esquina se veía una gruesa columna de humo, mientras los bomberos corrían de un lado a otro y luchaban contra las llamas encima de los techos.

La gente se aglomeraba en los alrededores. No pocos celulares filmaban lo que sucedía, iluminando mínimamente la noche que empezaba a caer. La electricidad había sido cortada en la zona y la oscuridad creciente pugnaba con las llamas y los reflectores de los carros de bomberos. Algunos vecinos, temerosos, comenzaban a sacar a la calle colchones y otras pertenencias. Por momentos me parecía estar mirando una película.

Diferentes rumores corrían en la multitud. Parece que fue un cortocircuito, oí que le comentaba una señora a una pareja que preguntaba. No, que va, la refutó un joven, fue una cocina que explotó y prendió el cielo raso. Pues tampoco, aventuró otro más osado, el fuego fue intencional, para quemar los papeles de la empresa de gastronomía que está en auditoría ahora mismo. Eso es un chisme, remató un viejo, salomónico, la verdad solo se sabrá después que investigue la policía.

El incendio tardaba en apagarse. Llegaron nuevas pipas y carros de bomberos. A los que venían, quienes ya estaban le referían los pormenores con añadidos: el agua se había acabado en algún momento, el viento  provocaba el descontrol de las llamas, toda la manzana corría peligro, al primer secretario del Partido le había dado un desmayo al conocer la noticia. Las leyendas crecían, mientras el fuego, en realidad, comenzaba a ceder.

Regresé a la mañana siguiente. Las llamas ya no estaban pero sí las filas de policías y los curiosos. Desde la distancia comprobé que, a pesar de las dimensiones del incendio, las consecuencias pudieron ser peores. Se veían paredes chamuscadas, cristales rotos y el olor a quemado seguía en el aire, pero los bomberos lo habían logrado, después de todo.

La gente hablaba de siete instituciones estatales quemadas y más de veinte pipas de agua para apagarlas. La prensa se encargaría de confirmar estos datos. Lo que no saldría en el periódico fue el número ganador de la bolita, la lotería subterránea.

Viste, escuché que un hombre le comentaba a otro por el parque Serrano, salió la candela. No jodas, le respondió el otro, desconfiado. Pues sí, le confirmó el primero, medio barrio se sacó el número y hasta yo me gané unos pesitos. La verdad que no todos los días te la ponen tan claro delante, ¿no?

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¿Y él qué era?, ¿militar o dirigente?, me preguntó el hombre cuando le dije que las flores eran para José Soler Puig. Escritor, le respondí y el viejo sepulturero puso cara de no entender nada. Los surcos de su rostro se hicieron más profundos mientras cruzaba sus brazos largos y fibrosos a la altura del pecho.

Estaba en el Cementerio de Santa Ifigenia, adonde había ido en comitiva a poner una ofrenda floral al gran novelista santiaguero en su centenario. El viejo descansaba en una esquina con otros sepultureros, al lado del Panteón de las Fuerzas Armadas donde se halla el nicho con los restos de Soler. Yo tampoco sabía que el escritor estaba allí, así que me pareció lógico que el viejo lo creyera otra persona.

Entré al Panteón con el resto del grupo, participantes en un coloquio dedicado a la obra soleriana. Para colocar la ofrenda tuvimos que subirnos en una escalera y luego apartar esta para las palabras de homenaje y las fotos de rigor. Solo entonces supe por Aida Bahr, coordinadora del evento, las razones por la que el autor de Bertillón 166 se encontraba en aquel sitio: Soler había sido del movimiento revolucionario 26 de Julio y luego corresponsal de guerra en Playa Girón. Casi nadie entre los participantes lo sabía.

Salí del lugar entre compungido y emocionado. La certidumbre terrible del olvido me apretaba el pecho mientras la solemnidad del cementerio me pesaba sobre los hombros. El silencio era apenas interrumpido por los acordes lejanos del cambio de guardia en el Mausoleo de José Martí.

El viejo sepulturero seguía parado en la esquina. “Oiga, joven”, me abordó al paso, “¿cómo me dijo usted que se llamaba el escritor?” “Soler Puig”, le respondí intrigado, “José Soler Puig”. El hombre dudó unos segundos. “¿Él no vivía en Sueño, por calle 5ta?” “Sí, allí mismo. Ahora vamos para allá a poner una tarja por su centenario”.

“Ah, cará –se lamentó el viejo–, si yo lo conocí. Él se sentaba en el portal de su casa con su esposa y hasta le pedí agua alguna vez. Después supe que escribía novelas y eso. Yo nunca me leí nada suyo, no tengo tiempo para eso”, dijo enseñándome las manos callosas. “Pero parecía una gente tratable. Una hermana mía vivía cerca y hablaba bien de él. Así que ahora cumpliría cien años…”

“Sí”, le contesté casi como despedida. El grupo se me adelantaba y alguien en la distancia apuraba a los retrasados para no llegar tarde a lo de la tarja. El viejo me sujetó un brazo repentinamente. “Si vuelve por acá –me dijo solícito– o necesita algo en el cementerio, venga a verme. Yo siempre estoy por esta zona. Y ahora siga, no vaya a ser que se quede”. Su sonrisa, de pocos dientes, fue desapareciendo poco a poco de mi mente, como el gato de Cheshire.

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Plaza de Marte, 5 de la tarde. La gente va de un lado a otro en un hormigueo incesante. En los escalones y en los bancos otras personas se aglomeran, prendidas a sus tablets y teléfonos celulares. Hace calor, aunque está de más decirlo. En Santiago de Cuba siempre hace calor.

Plaza de Marte de Santiago de Cuba. Foto: Odalis Riquenes Cutiño/Juventud Rebelde
Plaza de Marte de Santiago de Cuba. Foto: Odalis Riquenes Cutiño / Juventud Rebelde.

“Ya nadie viene aquí a enamorarse”, me comenta un amigo mientras caminamos por el parque. “Solo a conectarse a la wifi. Tampoco vienen a discutir de pelota, le contesto, porque ya no hay pelota de la que discutir. Son los tiempos –me dice con un dejo de nostalgia–. “Hay que adaptarse –intento consolarlo–, si no nos quedamos en el camino”.

Mi amigo pretende una réplica pero las palabras se le cortan en la garganta. El debate pierde todo sentido ante el paso monumental de una trigueña de short corto y blusa ajustada. Una hilera de hombres enmudece ante la exuberancia que los desborda. Uno no aguanta más y lanza su estocada: “¿Todo eso se come, mami?” “Aquí no hay desperdicio, papito –contrataca la trigueña–, lástima que tú seas de poco comer”.

El valiente queda en una pieza. Algunos sonríen con sorna mientras otros apuran nuevos piropos, pero la muchacha se aleja triunfadora. El bullicio, que parecía extraviado, vuelve de golpe a la Plaza de Marte.

“¿De qué estábamos hablando?”, me pregunta azorado mi amigo. “De la wifi, creo”, le contesto. “Ah, bueno –me dice entonces– mejor cambiamos de tema porque el otro día se me rompió el celular. Y sin celular ya no hay quien viva, mi hermano”.

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