Pregones por la contaminación sonora

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La oferta es generosa en variedad y extensión: Mantenimiento de cocinas de gas; reparación a domicilio de colchones de muelle; expendedores de pan suave y galletas; vendedores de cebolla o ajo con las ristras como bandoleras sobre el pecho; carretilleros rodando un artefacto sobrecargado de aguacates o habichuelas y gastronómicos andantes tras su carrito de dulces. El premio, sin embargo, correspondería a una fauna de reciente aparición y que no vende sino compra “cualquier pedacito de oro, enchapes, relojes antiguos, monedas, cubiertos de alpaca…”.

La promulgación de una enjundiosa lista de actividades a las cuales, a tenor de los reajustes del modelo económico nacional, ya pueden dedicarse los cubanos para ganar “por cuenta propia” el sustento, trajo consigo el reverdecimiento de una añeja práctica: la de pregonar los productos y servicios mientras el ofertante deambula (la mayoría de las veces sin rumbo fijo) por las calles de su localidad o barrio. Resulta obvio que, como estrategia de marketing, el voceo a pleno pulmón constituye una herramienta primitiva —aunque eficaz, sin lugar a dudas, tomando en cuenta el número de personas que suelen echar mano a la misma en La Habana del siglo XXI.

El pregón llena una parte importante de nuestra cultura, podría alegar alguien (sin que le falte razón, por cierto). Puede que sí, que a las tradiciones —como a las viejas costumbres— resulte imprescindible acudir a veces, en esa especie de indagación espiritual que nos conduce al autorreconocimiento como nación y a la prefiguración de un futuro que debe, por fuerza, encontrar asiento en el pasado histórico.

Otra cosa es la actualización (por imperativo de la realidad) de esquemas hace tiempo superados por obra y gracia del desarrollo tecnológico. Dicho de modo más simple: porque la vida ha seguido su inevitable curso y las ocupaciones y oficios que han perdido razón de ser no pueden (o no deben) ser resucitados, salvo como parte de un programa diseñado expresamente para su rescate como manifestación cultural (si fuera el caso).

De modo que no encuentro —como usuario, como consumidor, como cliente— demasiado sentido a que, por ejemplo, dos o más reparadores de colchones pregonen su ofrecimiento el mismo día, a la misma hora y en la misma cuadra. En el mundo contemporáneo suelen emplearse tácticas mucho más efectivas y menos molestas —opinando también desde mi condición de vecino.

Los agromercados de la capital cubana se han mudado a las esquinas. En los incontables carricoches que circulan por mi zona pueden hallarse, con insignificantes diferencias de precio, más o menos los mismos productos a que antes se accedía con exclusividad en las tarimas de Gervasio y San Rafael, o en cualquiera de los establecimientos de su tipo que operan con base en la relación oferta–demanda. Pudiera suponerse: ¿no es una ventaja? A primera vista, sí. Uno se ahorra tiempo —si no dinero— y puede darse el lujo de escoger entre los plátanos que ofrecen uno y otro vendedor, sin alejarse demasiado de su entorno.

Sin embargo, la huella de tales comerciantes —estrictamente nómadas, de acuerdo con la regulación jurídica vigente— puede descubrirse como rastro de caracol sobre el pavimento, o bien junto a la acera donde de momento aparcaron para efectuar una venta. Sucede que los productos del agro —rara vez sujetos a procedimientos previos de limpieza— no pueden manipularse sin dejar la pista. Los residuos del trasiego agroalimentario persisten durante días a la vista de los transeúntes, sin que nadie manifieste su inquietud al respecto.

Sobre este tema, la Ley No. 81 de 11 de julio de 1997, del Medio Ambiente, establece en su Título XIII, Capítulo I, Artículo 147, que: “Queda prohibido emitir, verter o descargar sustancias o disponer desechos, producir sonidos, ruidos, olores, vibraciones y otros factores físicos que afecten o puedan afectar a la salud humana o dañar la calidad de vida de la población”.

Por su parte, el Decreto-Ley No. 141 de 1988 regula las contravenciones del orden interior y, en su Artículo 1, precisa que: “Contraviene el orden público y se le impondrá la multa y demás medidas que en cada caso se señalen, el que perturbe la tranquilidad de los vecinos, especialmente en horas de la noche, mediante el uso abusivo de aparatos electrónicos, o con otros ruidos molestos e innecesarios (…). Los miembros de la PNR (Policía Nacional Revolucionaria) serán las autoridades facultadas para imponer las medidas correspondientes”.

A la agresión que durante años han venido protagonizando los omnipresentes “bicitaxis” —no pocos de ellos convertidos en auténticas discotecas rodantes, especializadas en reggaetón y timba—, se suman ahora los improvisados pregoneros, empeñados en comercializar lo que sea que porten, sin reparar en hora ni horarios.

Demos la bienvenida a los vendedores ambulantes, que de ninguna manera deben ser excluidos del paisaje habanero, puesto que a sus habitantes facilitan en no pocas ocasiones la subsistencia diaria. Al mismo tiempo exhortemos a quienes cumplen la función de reglamentar su faena, para que nosotros, los usuarios, los clientes, los consumidores —simples vecinos que nos levantamos a trabajar en las mañanas— no tengamos que interrumpir nuestro descanso al compás de un pregón de palitroque y mantequilla, pasada ya la medianoche, cuando, al menos en teoría, la sexta villa fundada por la Corona Española en la Siempre Fiel Isla de Cuba duerme.

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