Primos

Juan Carlos llega una vez al año a casa de abuela y se siente amo del sillón que me acomodó los otros 364 días. Juanito, como me restriega amorosamente la vieja, hace alarde de un historial académico intachable, y todos en la sala le miran lelos, como quien mira por vez primera la Esfinge. Juanito como la Esfinge hace poses para perdurar en esta historia.

Por su grandísima culpa la vieja busca mi cara en el plenario donde Juanito es la estrella, y pone su mejor cara de madre recriminadora. Se voltea y le sonríe mientras a mí me condena a los 12 trabajos de Hércules. Lo sé por esa cara de medusa, la misma con la que amenaza: “Si yo encuentro la blusa donde te dije que estaba”. ¡Qué mala suerte! Pero la blusa no habla de sí misma como Juanito, y si se pierde es porque habrá otras blusas que hace tiempo no ve.

Luego que todos le ponderan, Juanito busca entre su público y me conmina a la última cena. Es un plan donde él se despoja del personaje anterior y actúa cual Judas. Me besa en la mejilla y me pide que le siga, que me la juegue y si me preguntan que lo niegue tres veces. El Evangelio según San Juan.

Resulta que tiene 20 pesos y en la casa de la Loma, él ha visto que se “rentan” chivichanas, que yo le sirva de intermediaria. Hasta el hombre desconocido e inmortalizado del billete –el que carga unos plátanos en la espalda– sabe que no debí convertirme en su discípula. Pero a mí lo que es pan y vino, desde la época de la carne rusa. Así que nos fuimos…por la ventana. Toda fuga espectacular tiene una ventana, lo aprendimos con Hollywood y Lorencito lo confirmó.

Mi parte era la de la diplomacia y en cualquier situación de pánico, también la de darle “el pecho a las balas”. Quite balas y ponga piedras. Juanito, por otra parte, era el Mesías o el representante trajeado de algún banco capitalista. Si le daban a escoger, él prefería lo segundo. Se veía bien en el molde de algún telar de marca francesa.

Lo más importante a la hora de negociar es saber tus ventajas respecto al otro. Mi tamaño no era nada imponente, pero el nivel de escolaridad sí. Es imprescindible farolear, sí, como en el póquer. Apuntar arriba cuando el asunto es abajo, simular que estás a gusto o presumir de algo que no tienes. Preferiblemente deja el terreno preparado antes de iniciarte, no des margen a la improvisación. En la diplomacia se pagan las novatadas, este es el arte de mentir sin que lo parezca. Por eso había diseminado un rumor tan poderoso como falso: era cinta negra en karate: Incluso –para parecer humana y sociable– podía enseñarles algunos trucos bajo la manga. O me creían o corría. Afortunadamente no tuve que correr, claro, porque a Juanito nadie lo tocaba.

Con la chivichana en la mano se fue a la punta de una loma, que era la única calle asfaltada del pueblo. Años después sería la calle más lamentable del pueblo, pero andamos por los 90. Los chicos le aplaudían desde su altura y Juanito pensaba que era un nuevo Fangio. Ensimismado, Juanito ignoraba como le atacaba por el costado una horda de caras conocidas—antes embelesadas—armadas con dos elementos de temer: cintos y chancletas. A mí me tocó un pellizco en la oreja, pero verle a Juanito fue sentir que Julio Cesar era acribillado por sus senadores, nuevamente. No fue el único Muro que se derrumbó en aquellos años. Entonces fui plena, como un occidental de mi propio Berlín. ¡Por fin!

Lo que no les he dicho es que Juan Carlos es mi primo, un estirado de mierda, que asume la vida tal cual le cae. Sin esfuerzos, sin traumas. Que llega una vez al año, y se cree que todo lo que toca lo convierte en oro, que para llegar a la esquina hay que tenderle la alfombra roja. Que para dormirse, exige que yo le haga cuentos, como si fuera su niñera, que si hay un solo ventilador lo hace suyo. Pero es el primo, en esa fórmula inaudita de amarlos como a hermanos a kilómetros de distancia, por fortuna divina. Y como todos los que tienen primos pueden confirmar aquí, contra eso, nada. O casi nada, eso de que le vaya a Industriales todavía me tiene dudando.

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