Punto y coma

Foto: Alex Heny.

Una de las características de los cubanos, se repite, ha sido la inconstancia. Es un rasgo de la psicología social atribuido al calor del trópico, al mestizaje y/o la raza, generalmente a partir de un enfoque positivista-determinista e incluso racista que ha lastrado la comprensión de esta condición.

Ni la crisis de la cultura, ni la falta de ciencia o de civilidad –tres elementos que han sido identificados como causas del problema– lo explican de veras. Sin embargo esta comprensión ha penetrado el imaginario nacional aun en medio de los sucesivos cambios, incluido el de una revolución que llegó al poder a contrapelo de varios de esos determinismos.

Ese proceso constituyó, de muchas maneras, una violentación de las estructuras existentes e implicó el subsiguiente levantamiento de un orden político-cultural alternativo, pero se hizo a partir de las personas y del acumulado cultural del que eran portadoras.

Aludo a aspectos como la propia socialización de actores y protagonistas, y a la influencia del entorno familiar. Las campañas (de alfabetización; de vacunación; por el 6to grado) fueron entonces la manera de articular una suerte de antídoto, es decir, el método consistente en identificar un objetivo para solucionarlo y lograr una especie de pequeño salto hacia delante.

Una de las primeras fue la lucha contra la burocracia y la cultura burocrática, implementada por el nuevo Estado al cabo de una fase de “guerrillerismo administrativo” característica de los primeros tiempos. Se emprendieron un conjunto de acciones desde la política y las estructuras de poder, pero el problema permaneció y luego se agravó durante la institucionalización (1971-1985), que reforzó la burocratización añadiéndole un componente soviético, vigente hasta nuestros días.

Hoy Cuba es un país con demasiados burócratas, concentrados en megaorganismos o pequeños feudos oficinescos.

En 1966 Tomás Gutiérrez Alea estrenó La muerte de un burócrata, un enunciado de que el cine estaba llamado a incidir sobre las conciencias para contribuir desde su lógica específica a los cambios socioculturales –en este caso, mediante un efectivísimo empleo del humor negro– y, en definitiva, una expresión de que el arte servía para algo más que entretenerse.

Pero casi treinta años después el mismo realizador consideró necesario volver sobre el mismo tema en Guantanamera (1995), una especie de danza macabra que denotaba a las claras que la cuestión seguía vigente y no resuelta a pesar del campañismo, siempre coyuntural, efímero, y por consiguiente cíclico.

El anterior es solo un ejemplo entre muchos –y ciertamente no se agotan en la esfera de lo político. En la de los servicios, a mediados de los años sesenta la heladería Coppelia se inauguró con más de cincuenta sabores: fueron montándose poco a poco en la nave del olvido. También aparecieron los restaurantes MAR-INIT, que ofertaban pescados y mariscos a precios populares. Hoy solo existen en la memoria de las generaciones más viejas.

Más adelante se produjo un traspaso de mar a tierra cuando se empezó a vender pollo con papas fritas en esos mismos establecimientos, bautizados con una onomatopeya: Pío Pío (antes se les decía Picken Chickens). A ellos íbamos religiosamente los jóvenes universitarios de fines de los años setenta después de cobrar el estipendio mensual que nos daban por estudiar. Los clasificábamos en la categoría BB (Bueno y Barato), pero duraron lo que las rosas cortadas, no sin atravesar por un proceso de decadencia cualitativa antes de que sobreviniera el derrumbe.

Ya en ese contexto, se concibió un Plan Nacional con el objetivo de lograr la autosuficiencia alimentaria. No funcionó o las realidades fueron más fuertes que los deseos –y este ha sido, sin dudas, uno de principales handicaps.

De igual manera, los plátanos con el sistema microjet –una idea tomada de los israelíes– inundarían el mercado interno y el país llegaría a desplazar a Centroamérica como exportador de bananos. Y last but not least: también se creó una red gastronómica para la venta de hamburguesas de producción doméstica que contribuirían a elevar el consumo de proteínas; hoy esas mismas cafeterías venden otra cosa –o están dolarizadas. Parece que el apelativo de Zas, onomatopeya fatal porque suena a guillotina, constituyó una extraña premonición o eso que los argentinos llaman una jettatura.

Es obvio que hechos como estos no solo remiten a lo heredado, sino también a problemas propios de una economía sometida a una combinación letal de tensiones externas y disfuncionalidades internas. Ello quizás explique lo que me dijo una vez un viejo linotipista en la Plaza del Cristo: “olvídese, maestro, aquí lo que hay no es raya larga sino punto y coma”.

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