La Habana cotidiana y cosmopolita tiene en el Parque de la Fraternidad uno de sus lugares más representativos. Esta amplísima explanada, con sus árboles, bancos y monumentos, es uno de los puntos de mayor confluencia de la capital cubana, sitio de paso y encuentro, de reposo y contemplación, y hasta de citas amorosas y escaramuzas sexuales, aunque hoy la pandemia imponga un paisaje inusual a sus días y noches.
Su verdadero nombre, acortado por el uso y la racionalidad popular, es Parque de la Fraternidad Americana, y mucho antes de ser lo que es hoy, los terrenos que actualmente ocupa fueron manglares y arboledas, en una Habana colonial que crecía a su encuentro. Ya a finales del siglo XVIII se convertiría en un campo de ejercicios militares que iría mejorando en su trazado e infraestructura, y como tal, con el nombre de Campo de Marte, llegaría a la República. Entonces renovaría nuevamente su imagen y estuvo a poco de albergar un jardín zoológico, pero el devastador ciclón de 1926 destruiría su presente y cambiaría su futuro.
De la furia de la naturaleza se recuperaría en poco tiempo, para emerger ya como el Parque de la Fraternidad. Su metamorfosis fue catalizada por el intenso movimiento constructivo promovido en sus inicios por el gobierno de Gerardo Machado ―el mismo que luego pretendería a sangre y fuego perpetuarse en el poder― y por celebración de la ciudad de la VI Conferencia Panamericana, que serviría como motivo para su nuevo nombre y para la siembra de la icónica ceiba que desde entonces corona el lugar.
El célebre urbanista francés Jean Claude Nicolas Forestier tendría a su cargo el diseño del parque, compuesto por varias parcelas de diferentes dimensiones que juegan con el trazado de las calles y aceras circundantes, y en el que, junto a bancos, farolas y otros elementos ornamentales, destacaba su cuidada jardinería. En la parcela mayor se sembraría entonces la ceiba, designada el “Árbol de la Fraternidad Americana”, y que, según algunas fuentes, fue traída desde el poblado de San Antonio de los Baños y, según otras, desde la barriada del Cerro.
En cualquier caso, al trasplantarse en el parque el 24 de febrero de 1928 la ceiba ―un árbol de por sí sagrado en Cuba, en particular para las religiones de origen africano― sería abonada con tierra de cada una de las repúblicas americanas participantes en la conferencia y rodeada por una verja en la que se colocaron los escudos nacionales y se inscribieron palabras de José Martí pertenecientes a su memorable ensayo “Nuestra América”. “Los pueblos ―se lee en ella― no se unen sino con lazos de amistad, fraternidad y amor”.
Así nació el Parque de la Fraternidad Americana, que, en realidad, por el diseño de Forestier, más que un único parque se trata de un conjunto de varios, emplazados en el extremo sur del no menos conocido Paseo del Prado y en cuyo entorno de hallan otras importantes arterias habaneras, como Monte, Reina y Dragones, y también edificaciones y lugares emblemáticos de la ciudad como el monumental Capitolio, el Palacio de Aldama, el hotel Saratoga, el Palacio Central de Computación, la Fuente de la India y la puerta de entrada al Barrio Chino. Con los años, en sus predios se irían colocando bustos de próceres y figuras relevantes del continente como Simón Bolívar, Benito Juárez, Abraham Lincoln, José de San Martín y Toussaint Louverture.
La vida le iría dando, no obstante, un carácter menos solemne, más mundano. Y allí donde alguna vez desfilaron las tropas coloniales, donde en 1856 despegó en su globo el extraviado aeronauta Matías Pérez y donde las repúblicas americanas sellaron en hierro y tierra su compromiso fraternal, la gente de pueblo terminaría imponiendo su andar, sus desahogos y rutinas. Y llegarían las populosas paradas de ómnibus, los transeúntes presurosos, los enamorados, las cartománticas, los vendedores ambulantes, los niños que juegan, los turistas, los travestis, los policías. Y la simbólica ceiba, ya sin el verdor de antaño, recibiría también ofrendas y desperdicios que quienes la sembraron nunca llegarían a imaginar.
Así ha llegado hasta hoy, hasta la tercera década del siglo XXI, convertido en testigo y, a la vez, protagonista del paso del tiempo por La Habana. Ya no es el Campo de Marte que fue otrora, ni el impoluto y presuntuoso parque que vislumbró el urbanista francés, pero no ha perdido vida, ni gracia ni belleza, aunque los años le hayan dejado sus heridas y muchos habaneros ignoren hoy su historia, y lo transiten con paso apurado en medio de la pandemia de coronavirus.