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No estaba en Santiago de Cuba cuando el brutal golpe de Sandy. Había viajado a Camagüey poco antes y no viví en carne propia aquella funesta madrugada de octubre de 2012, cuando el huracán sacudió la ciudad sin misericordia y dejó grabada para siempre la tragedia en la memoria de los santiagueros.
No pude escuchar —como tampoco pudieron hacerlo muchos de los que sí estaban en Santiago en aquel momento— el dramático y tardío mensaje de Lázaro Expósito, por entonces primer secretario del Partido Comunista en la provincia, pidiendo a la gente salvar sus vidas y protegerse de inmediato ante el monstruo que llegaba.
Tampoco experimenté el sufrimiento inenarrable de los tantos y tantos que vieron volar sus techos, caer sus paredes, perder todas sus cosas en medio de la noche, y debieron refugiarse a toda velocidad en baños, closets o donde pudieron, mientras los aullidos terribles del viento parecían negar la posibilidad de un mañana.
Desde la distancia recibí las nefastas noticias al otro día y quedé en shock ante las espeluznantes vivencias de mi esposa y amigos, y las horribles imágenes de la ciudad que comenzaban a divulgarse. La realidad, no obstante, era aún peor.
Regresé a Santiago lo más pronto que pude, en uno de los primeros ómnibus que partieron hacia allá una vez restablecido el transporte. Pero aún antes de entrar a la ciudad, a medida que la guagua atravesaba en silencio otras zonas y localidades también devastadas, pude ver desde la carretera la magnitud de la catástrofe.
No he logrado olvidar los incontables árboles derribados que vi por el camino; los palmares desmochados y secos; las laderas rojizas, quemadas por el viento, como si las hubiera asolado un dragón; los pedazos de casas y techos y muros y de cualquier otra cosa construida que se repartían por doquier.
Ya en Santiago el panorama era, si se quiere, aún más sobrecogedor. Por dondequiera que caminé, que no fue poco, la destrucción estrujaba duro el pecho, y los escombros, postes y troncos se amontonaban a lo largo de las calles.


Por muchos días fueron parte del paisaje urbano los zines doblados como hojas, los hierros rendidos a la furia del viento, las ramas y raíces podadas de cuajo —a Sandy los santiagueros lo bautizaron como “El leñador”—, los vacíos lastimosos donde hubo muebles y paredes.
Mientras, las personas deambulaban como zombies, golpeadas por tanta pérdida y dolor.



Costó sobreponerse. Tomó tiempo asumir el desastre —no ya el personal, el de cada familia, sino el de toda la ciudad— y romper el letargo colectivo, aunque no faltaron las manos solidarias y los apoyos de muchos, de vecinos y también de desconocidos.
En cuanto a mi casa y mi familia, fuimos afortunados. Al final solo perdimos parte del techo, que logramos reponer en poco tiempo —las cosas mojadas se secaron y pudieron salvarse— y estuvimos cerca de 20 días sin electricidad. Pero a muchos, a miles y miles, no les fue igual. Algunos, incluso, perdieron lo más valioso: la vida.
Aquellos oscuros, tristes, días de Sandy, dejaron una huella profunda en Santiago y su gente. Echaron por tierra el mito de que las montañas protegían la ciudad de los ciclones y moldearon de la peor manera un trauma que revive cada vez que un huracán ronda por el Caribe y se acerca al oriente de Cuba.
Ahora, por desgracia, ese trauma se ha afianzado cruelmente con Melissa.

Tampoco estuve allá esta vez —ahora ni siquiera estoy en Cuba—, pero las muchas fotos que he visto en los últimos días de los destrozos causados por este huracán me han recordado inevitablemente lo sucedido hace 13 años. Me han dejado la misma sensación de impotencia, de desolación, de tristeza.
Más allá de impresiones personales y posibles comparaciones con Sandy —de las que ya he visto más de una en las redes— la realidad es tan feroz, tan demoledora, que no puede medirse en kilómetros por hora o hectoPascales. Para quien lo perdió todo o casi todo poco importa la categoría del huracán.
Los daños son, sin dudas, muy significativos y sobrepasan con mucho a Santiago; se extienden por una zona mayor a la azotada por Sandy en 2012. Y, aunque suene a perugrollada, Cuba no es hoy la misma de entonces —ni lo es su economía, ni sus reservas, ni su gente, ni sus instituciones— y no precisamente para bien.


Sobreponerse a este nuevo golpe será muy difícil. Recuperar lo perdido, o al menos una parte, costará mucho. No digo que sea imposible, pero sí arduo, doloroso, tanto o más que cuando Sandy.
Para Santiago, para el oriente de Cuba, para todos los afectados, salir adelante requerirá de mucha fuerza, de mucha voluntad, de mucha resiliencia, de mucha ayuda. De no cruzarse de brazos —una vez más— en medio de tantas carencias y dificultades, y de domar el trauma ahora renovado, porque un próximo huracán tan destructivo podría no tardar otros 13 años.

















