Sin abedules

Ni abedules ni Taigá.

Ni abedules ni Taigá.

Let me hear your balalaika ringing out.
Lennon&McCartney

Los años ochenta fueron el momento de apogeo de la cultura rusa y de Europa del Este en Cuba. La integración al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) redundó en un aumento en los niveles de un consumo doméstico largamente deficitario durante las dos décadas anteriores, signadas por las colas, la libreta de abastecimientos y el mercado negro.

Los cubanos llegaron a tener acceso, mediante el llamado mercado paralelo, a una gama de productos tales como comidas enlatadas, leches, quesos, cereales, coñacs, vinos búlgaros y textiles y calzados de la RDA y Polonia.

Esta es la base de las nostalgias propias de quienes abordan el tema de manera testimonial. Aunque por lo regular sin aludir a las asimetrías y contradicciones propias de ese intento de integración alternativa que, según muchos economistas, tuvo entre sus mayores debilidades el verticalismo y la paralización de las relaciones horizontales entre las empresas.

Tampoco se suele ver lo más importante: si bien resolvían, la calidad de todas esas producciones estuvo siempre bastante por debajo de las occidentales. Esa fue, precisamente, junto al desfase tecnológico, una de las múltiples razones por las que el imaginario popular propició/aprobó la caída del Muro y, a la larga, de todo el sistema como fichas de dominó. Y es solo la punta del iceberg del verdadero problema: la inexistencia de una cultura realmente alternativa al capitalismo, escoltada por la ineficiencia, el estatismo excesivo, la corrupción galopante y el abismo entre  discurso y realidad.

Por entonces comenzaron a regresar muchos de los estudiantes cubanos de mi generación  que habían ido a formarse como profesionales de la ciencia, la técnica y las humanidades en las principales universidades soviéticas con títulos de espectro muy amplio y de valoración a ratos controversial: incluían desde ingeniería atómica hasta filosofía y el gato negro en el cuarto oscuro: Comunismo Científico.

Y, con ellos, se produciría uno de los fenómenos más interesantes del período por su añadido a la diversidad del ajiaco: las rusas casadas con cubanos. Sus descendencias recibieron el apelativo de “aguas tibias” –una mezcla del cálido sol tropical y el hielo de la tundra–, que en muchos casos implicarían la emergencia de sujetos biculturales.

Aunque resultó un fenómeno racialmente diverso, el intercambio sexual entre los negros criollos y las rusas rubias fue bautizado popularmente como “chorizo con manteca”, una evidencia de que en el fondo el racismo nunca desapareció del todo, ni siquiera durante las épocas más homogéneas y de mayor movilidad social ascendente.

En 1980 el brigadier general Arnaldo Tamayo Méndez llegaba al espacio durante una de las misiones Soyuz, en las que participaban efectivos de los países socialistas, incluyendo Mongolia, Viet Nam y Cuba, los eslabones débiles del CAME.

El ejército cubano, que había rediseñado su sistema de grados militares desde la época de la Sierra para homologarlos a los de los soviéticos –excepto en el título de Comandante de la Revolución– realizaba los desfiles militares en la Plaza al son de los “hurra”, gritos que los cubanos habían escuchado en filmes como Liberación, pero rápidamente enmendados por los propios guardias, que después de todo habían mandado a grabar la imagen de la caballería mambisa a un costado de los tanques rusos que también marchaban por allí.

A mediados de la década del 80 un incendio arrasó con el Restaurante Moscú, en Humboldt y P, Vedado, en el mismo lugar donde había estado el cabaret Montmartre y donde el Directorio Revolucionario había liquidado a un personaje de la dictadura batistiana. Fue como un presagio. La perestroika y la glasnot terminarían prendiéndole fuego a todo y abriendo paso a un mundo unipolar. En Cuba tendría lugar lo que se conoce como el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias negativas, de bastante corta duración, básicamente una manera de posicionarse en el tablero acudiendo al expediente nacionalista como fuerza motriz de lo político.

La flecha estaba lanzada. Los barcos rusos se fueron perdiendo del Morro sucesivamente hasta que llegó diciembre de 1991, fecha de disolución de la URSS.

Como bien se conoce, fue como un mamellazo en la frente que tiró al país al suelo. El comercio exterior, polarizado con el campo socialista y sobre todo con la URSS, se vino abajo como un castillo de arena. Al soltarse de las amarras de un férreo poder central, las empresas tiraron directo al mercado mundial y los suministros de materias primas estratégicas, petróleo y alimentos fallaron en llegar a los muelles tropicales.

Frecuentemente personificada en los muñequitos rusos que algunos rechazaban moviendo el dial del televisor Krim para el otro canal, la nostalgia pasa por alto que ese proceso no penetró en lo hondo de la cultura cubana, excepto en la política, la ideología, y las estructuras partidarias y militares.

Esa nostalgia se basa, en lo típico, en documentar la presencia ruso-soviética en producciones literarias cuidadosamente inventariadas, y en el cine. Concedido. Viene entonces la pregunta: ¿Y? Tomando como indicador cosas que vienen de más abajo, como la música popular, no hay fusión posible entre una balalaika y un tres, o entre una polka y un guaguancó.

Lo anterior, ciertamente, marca una diferencia respecto a otras tradiciones musicales como la norteamericana, donde el contacto con los cubanos ha dejado marcas indelebles, manifiestas por ejemplo en Dizzy Gillespie y Chano Pozo, Dámaso Pérez Prado y el Jazz Latino. El problema consiste no solo en ese matrimonio entre la guitarra y el tambor característico de ambas culturas –en una palabra, entre Europa occidental y África– sino en que, como lo pensaron varios intelectuales rusos de las postrimerías del siglo XIX, la ubicación cultural de la madrecita tira más para otro lado que para Occidente –esta fue una de las recurrencias del paneslavismo de Dostoievski, que llega hasta la figura de Stalin.

Lo que tradicionalmente se conoce como “el alma rusa” es introspectiva y volcada hacia adentro, mientras que la criolla es extrovertida y abierta. Y que conste: no se trata de categorías ontológicas, sino de rasgos identitarios que lo son, precisamente, gracias a procesos etnoculturales esencialmente distintos. Mas allá del reguetón, las mujeres cubanas bailan con las caderas; las rusas, con los pies.

Para decirlo alto y claro: no es cuestión de negar la huella ruso-soviética en la realidad nacional, porque está ahí como las ruinas del Moscú; ni prescindir de la validez de lo nostálgico como experiencia vital. El asunto consiste en si esa marca está inscrita o no en el núcleo duro de una cultura que, por tradición y derecho, pertenece a Occidente y no tiene nada que ver ni con los abedules ni con la taigá.

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