Sin pedir permiso

Abuelita y tía Loló. Foto: Archivo familiar.

Abuelita y tía Loló. Foto: Archivo familiar.

Virginia Woolf (1882-1941), una de las grandes escritoras de todos los tiempos, con su fino sentido del humor, se refiere, en su excelente novela La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925), a los derechos de la mujer, como “ese asunto antediluviano”. Y es que a veces olvidamos que la batalla de las mujeres por sus derechos más elementales se remonta, pudiera afirmarse, al inicio mismo de la vida humana. Son miles y miles de casos, algunos muy conocidos, otros no tanto, de mujeres que tuvieron que batallar mucho y muy duro por hacer cosas solo permitidas a los hombres. ¿Estudiar en la Universidad?, imposible. Dedíquense a la costura, a estudiar algún idioma o aprendan un poquito de piano. Y eso solo era posible para las que económicamente podían darse el lujo de soñar un poco.

En la literatura, y en el arte en general, son muchos los casos que se pudieran mencionar. Este año, por ejemplo, se conmemoró el bicentenario de la publicación de Frankenstein o el moderno Prometeo. Su autora, Mary Wollstonecraft Shelley, una de las primeras mujeres en defender abiertamente los derechos de la mujer, combatió los prejuicios de su época en un mundo en el que la literatura era posesión casi exclusiva de los hombres, y se destacó por sus posiciones liberales y revolucionarias, tanto en su vida privada como en los libros que escribió.

Durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana de este año se proyectó la película Insumisas, dirigida por la suiza Laura Cazador y el cubano Fernando Pérez. Basada en un hecho real ocurrido durante la primera mitad del siglo XIX en Cuba, Insumisas narra la historia de una suiza, Enriqueta Faber, quien, vestida de hombre, se gradúa de médico-cirujano en la Universidad de París, viaja a Cuba en 1819, ejerce como médico en Baracoa, Oriente, donde sienta un precedente “peligroso” al atender por igual a ricos y pobres, blancos y negros. Para colmo de males, Enriqueta (a quien todos conocen como ‘Dr. Enrique Faber’) se enamora y se casa con una humilde campesina que había atendido y curado, Juana de León, a quien había revelado su verdadera identidad. Comienzan los rumores y las sospechas y, al descubrirse la verdad, el escándalo, como se podrán imaginar, fue mayúsculo: juicio, condena y deportación.

La propia Virginia Woolf –liberal en su vida y en su literatura– hace casi un siglo escribió textos memorables sobre el tema de los derechos de la mujer, como el muy citado Un cuarto propio (A Room of One’s Own, 1929), y desafió el monopolio intelectual de su época, regido por ilustres escritores y aristócratas que tuvieron que inclinarse ante su talento y reconocer la brillantez de su prosa impecable, ingeniosa, irónica y lúcida.

Toda una legión de mujeres irreverentes y atrevidas que decidieron tomar en sus manos el rumbo de sus vidas y de sus obras sin pedir permiso ni excusarse ante nadie, pueblan la historia de la literatura, el arte y la ciencia de todos los tiempos.

Loló y abuelita. Foto: Archivo familiar.
Loló y abuelita. Foto: Archivo familiar.

Estas son vidas conocidas pero, sin dudas, en toda familia existe alguna abuela que tuvo que luchar por sus derechos y exigir y alcanzar el reconocimiento y la consideración que la sociedad de su época le negaba. Son cuentos que se transmiten por vía oral, y que se van convirtiendo en una especie de leyenda familiar.

Mi tía abuela materna, Loló Badía y Baeza, nació en Cárdenas, en 1897. Sus padres fueron la valenciana Josefa Baeza y el catalán Rosendo Badía. La madre de Josefa fue una de las primeras mujeres que se graduaron de comadrona en La Sorbona de París. Al menos esto era lo que contaban mi madre y mi tía, Bella y Fina García-Marruz.

“Vilita”, que así la llamaban, tuvo tres hijas. Un buen día, su marido se fue de la casa para nunca más regresar y Vilita se quedó sola con las niñas. “Ni corta ni perezosa” se puso a buscar trabajo y lo encontró en Argel (1), a donde se mudó con sus hijas. Allí ejerció como partera y, poco después, viajó a Cuba, radicándose en la matancera ciudad de Cárdenas, donde también desarrolló su profesión, continuando su trabajo, años más tarde, en La Habana.

El esposo de Josefa Baeza fue director y profesor (2) del Colegio de Enseñanza “Fröbel” de Cárdenas. Venía de su lejana Cataluña, formado en las ideas del movimiento progresista que marcó casi todo el siglo XIX catalán. En su colegio pronunciaba discursos encendidos a favor del autonomismo, lo que le provocó serios problemas con las autoridades españolas de la ciudad, y consta en documentos oficiales que colaboró con la Junta Revolucionaria de Cárdenas durante la Guerra de Independencia de 1895.

En esa casa, donde se respiraba libertad por todas partes, nacieron y estudiaron mi abuela y mi tía abuela. Mi abuela Josefina se graduó de piano en la Academia “Cervantes”, de Cárdenas en 1909, y mi tía abuela, de violín.

Loló y su violín. Foto: Archivo familiar.
Loló y su violín. Foto: Archivo familiar.

Las dos hermanas eran unas jovencitas muy independientes y modernas, y no había nada ni nadie que pudiese impedirles seguir todos los dictados de la moda, siempre que a ellas les gustasen. Se reían tarareando un fragmento de la zarzuela El rey que rabió –“la falda corta permite ver, hasta el tobillo de la mujer…”– mientras subían, centímetro a centímetro, el dobladillo de sus vestidos. Se cortaron el pelo, fumaron en largas boquillas, cosían su propia ropa, a partir de modelos que copiaban de revistas y de las películas “americanas” y francesas que se exhibían en La Habana. Y al mismo tiempo, trabajaban como maestras de sus respectivos instrumentos y como músicas profesionales en teatros y cines, sin descuidar, por supuesto, las “obligaciones” de la casa.

Durante el machadato y la crisis económica que se produjo, mi abuela fundó, junto con su hermana y tres amigas, una de las primeras orquestas de mujeres de Cuba, el “Quinteto Badía” (3). Se presentaban en hoteles, bodas, fiestas de quince, en donde las contratasen, para poder alimentar a toda la familia. Contaba mi madre que su tía Loló había participado en las luchas contra Machado y que, años más tarde, se había dedicado a la política y había llegado a ser concejal.

Mi tía abuela vivió toda su larga vida con Gaspar, un argentino que había llegado a Cuba alrededor de 1920, viudo y con hijos. La tía Loló, fiel a sus principios irrenunciables de independencia, consideraba que el matrimonio era una institución burguesa, un contrato socioeconómico obsoleto e innecesario, y nunca quiso casarse con Gaspar, su único marido y su gran amor.

Pasaban los años y la tía se mantenía firme en sus convicciones. No tuvieron hijos y envejecieron juntos. Ya en su lecho de muerte, Gaspar le suplicó que, por favor, se casara con él pues, si no lo hacía, no podría cobrar su pensión de abogado, que tanta falta le hacía. La tía Loló, diabética y casi ciega, a regañadientes, aceptó.

Abuela de blanco, un amigo y tía Loló. Foto: Archivo familiar.
Abuela de blanco, un amigo y tía Loló. Foto: Archivo familiar.

Loló vivió unos cuantos años más, sola, en su casa de La Sierra, que conocía a la perfección y por la que caminaba como si lo estuviese viendo todo con claridad. Tenía una valiosa colección de música clásica y en eso se entretenía, oyendo música y recordando. Mi madre y mi tía la fueron a ver al hospital cuando supieron, por unos vecinos que la cuidaban, que se había puesto mal de su diabetes. Contaba mi madre que la tía estaba animada y les hizo cuentos, irrepetibles, de su vida, en ese español tan peculiar y lindo que hablaban ella y mi abuela, pues su madre valenciana les había enseñado que el idioma había que expresarlo con absoluta corrección. Al despedirse, la tía Loló les dijo: “¡Qué bueno, sobrinas, que vinieron a verme! Ya pronto me iré con mi música a otra parte…”. Murió pocos días después.

 

1. Nunca supe por qué Vilita se fue tan lejos. Según contaba mi madre, el esposo de Vilita era francés, quizás vivían en Francia, pues allí se graduó Vilita. Eso explicaría el viaje a Argel. Josefa y sus dos hermanas, Juanita y Julieta, hablaban el francés perfectamente. Y mi abuela Josefina nos dormía, a mis dos hermanos y a mí, con nanas francesas: “Ansi font, font, font, le petites marionettes…”.

2. Adquirió la propiedad del plantel a mediados del siglo XIX.

 

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