De cómo está enterrado el más guapo de todos los cubanos

Tumba de Eugenio Casimiro Rodríguez Carta en el Cementerio de Colón/Foto: Cortesía del autor

El olor a cadáver se cernía sobre Eugenio Casimiro Rodríguez Carta. Su excelsa figura de tipo duro extrapolaba unas extrañas ganas de matar. Se mostraba en público tranquilo y bien vestido, pero todos sabían que era un matón nato, uno de esos que sacaría su revolver y dispararía a cualquiera si le “picaba el dedo”. Desde muy joven la muerte lo eligió, lo sentó en sus piernas y le ofreció un empleo que casi siempre concluía con un tiro en la sien.

Perfectamente consciente de haber nacido para morir, este guapo, natural de San José de las Lajas, vivía el futuro que le deparaban las próximas horas. Sin embargo, su agitada existencia como sicario devino un destino inesperado al canjear una segura pena de muerte por un fortuito amor que lo salvaría del infortunio y le concedería un escaño en el Partido Conservador durante tres períodos consecutivos. Sin duda, este hombre sí tenía suerte.

Por extraño que parezca, la historia de Eugenio Casimiro Rodríguez Carta, quien se autodenominó en vida como “el más guapo de todos los cubanos”, comenzó al lado de la ley, mientras se desempeñaba como agente del orden público en su pueblo natal. Amparado por un currículum brillante fue transferido a Cienfuegos, donde serviría como jefe de la policía.

Desconocemos cómo surgió la metamorfosis de guardia a delincuente, pero de a poco Eugenio Casimiro se fue corrompiendo hasta convertirse en un eficaz asesino a sueldo. Durante la primera mitad del siglo XX cubano, el crimen por encargo era un negocio muy lucrativo que el propio Casimiro disfrutaba. Amparado bajo el poder de su cargo, el guapo más notorio de San José de las Lajas se convirtió en el “guardaespaldas” predilecto de los intereses de la élite cienfueguera hasta que, en 1918, se le acusó de haber asesinado al alcalde de la urbe y se le condenó a muerte.

No obstante, la sentencia no se cumplió y fue conmutada por una cadena perpetua que debía consumarse en el Castillo del Príncipe de La Habana. La buena suerte acompañó a Casimiro a la penitenciaría y un buen día, mientras barría el penal, conoció a la mujer del alcalde con quien inició un cauteloso romance entre rejas.

Aquella “damisela encantadora” cuyo nombre era María Teresa Zayas, era nada más y nada menos que la hija del presidente de la República Alfredo Zayas. Ignoramos si el rufián conocía de antemano esta información o si todo fue una casualidad del destino. Lo cierto fue que el sicario en cuestión continuó sus asesinatos; bastó un disparo de amor directo al corazón de la hija del mandatario para salir de la cárcel. Vuelvo y repito: este hombre sí tenía suerte.

Cegada por los besos y las caricias de Casimiro, María Teresa no descansó hasta lograr el indulto de su amado y la aprobación de su distinguido padre para las futuras nupcias de tan privilegiada pareja.

Aprovechando las influencias del suegro, el habilidoso matón inició una carrera política por el Partido Conservador donde obtuvo un escaño en la Cámara de Representantes durante tres períodos legislativos. Retornaba al truhán aquella inmunidad legal que alguna vez lo había acompañado.

A pesar de que en los sitios más encumbrados de la capital se le conocía como el Sr. Rodríguez Carta, el viejo Casimiro, incapaz de desprenderse de su pasado vandálico, se vio vinculado a varios homicidios y ajustes de cuentas. Nunca se le pudo probar nada, sin embargo, los nuevos asesinatos concordaban con el modus operandi con que una vez tejió su fama a punta de pistola.

La buena fortuna continuó abrazando al ahora rico y poderoso Casimiro. Con el paso de los años emprendió la construcción de un sepulcro digno de sus crímenes, donde se perpetuara en piedra su legado para toda la eternidad.

Todo fue perfecto hasta que un día María Teresa, la mujer que le había dado todo cuanto poseía, abrió la puerta de su apartamento en el edificio América y encontró a Casimiro gozando de lo lindo con una prostituta. Tan fuerte resultó el golpe que la hija del presidente se desplomó en el suelo víctima de un infarto.

Eugenio Casimiro Rodríguez Carta abandonó este mundo poco tiempo después del deceso de su esposa. Se llevaba a la tumba su fama de duro, y para eternizar aún más su historia decidió que se le enterrase de forma vertical porque como él mismo decía: “un tipo que ha caído de pie en la vida, tiene también que caer parado en el infierno”.

De los cientos de miles de restos humanos que confluyen en más de 20 km de calles interiores en el conjunto funerario, los de Eugenio Casimiro Rodríguez Carta fueron los únicos que se enterraron de pie y armados. A petición suya, se le sepultó en la Necrópolis de Colón con el fusil que dio muerte al alcalde de Cienfuegos y un billete de 100 pesos en el bolsillo, testamento de su afortunada existencia.

Los vestigios del rufián guardan silencio. Su pulso se apagó junto a los secretos que una vez ocultó. Sus fechorías expiraron, abandonaron su cuerpo inmóvil nada más irrumpir en el infierno. No hubo legado, solo el ocaso para un sepulcro alegórico. Con los años lo siniestro desapareció. El cruel olvido baleó a sangre fría la herencia del guapo, tanto hasta corroerlo en el polvo. La mano de la muerte es igualmente implacable, ella decide quien trasciende y quien no. Poco importa que fueras el más vil de los sicarios, que te llamases Eugenio Casimiro o que te hayan enterrado de pie y con un fusil en las manos.

 

Bibliografía:

Curiosidades de la Necrópolis de Colón. (S/F) Archivos de la Necrópolis Cristóbal Colón. Cortesía del MSc. Luis Martín Martín.

Martín Martín, Luis (2014). Especialista principal del grupo de museología de la Necrópolis de Colón, Entrevista personal, La Habana.

Rivero Glean, Manuel y Chávez Spínola, Gerardo E. (2005). Catauro de seres míticos y legendarios en Cuba. La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello.

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