El silencio que no entierra a las UMAP

Pastores cristianos reunidos con Rafael Hernández. Foto: José Jasán Nieves

Pastores cristianos reunidos con Rafael Hernández. Foto: José Jasán Nieves

Noviembre de 1965. Ernesto Ruano es uno de los 15 estudiantes del seminario bautista de La Víbora, en La Habana, que ha sido citado con urgencia al Comité militar de la zona. En pocos minutos y sin tiempo para avisar a las familias, le indican subir a un camión y de ahí a un tren de carga, sin ventanas, custodiado por soldados con armas largas y bayonetas. Al llegar a la ciudad de Camagüey, el convoy tercia hacia el norte para frenar en el central Lugareño, hoy municipio de Sierra de Cubitas.

Cientos de jóvenes de muy diferentes orígenes han sido reunidos en el terreno de pelota del batey. Un veterano capitán, de uniforme verdeolivo, les dirige la palabra: “Han llegado aquí hoy pero no sabemos cuándo se irán”. Aprieta el frío.

En camiones, otra vez, atraviesan Ruano y sus nuevos colegas más monte, bateyes y guardarrayas, hasta que entre cañaverales aparece “el campamento”: unas barracas a medio construir, sin piso y sin letrinas, rodeadas de alambradas con postes que giran en su cúspide hacia adentro. Para Ruano aquello parece más una escena de Auschwitz que una unidad militar. Este será por tres años su  contexto: ahora es un recluta de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).

En otro tren, de estructura metálica desnuda y techo de yaguas, se han movido también hasta Camagüey cientos de soldados profesionales de las Fuerzas Armadas. Serán la oficialidad del nuevo cuerpo creado, y han sido preparados para asumir una importante tarea.

Allí, por enésima vez, Luis Manuel Castellanos Fernández le cuenta a los compañeros de armas la trágica noche en que echó su suerte con la Revolución. Era el 24 de junio de 1958 y vivía aún en el bohío de los abuelos, en el campo del municipio de San Luis, Santiago de Cuba.

Su padre y dos tíos combatían junto al Ejército Rebelde, y Manolito, con 12 años, acompañaba a los abuelos paternos y el resto de la extensa familia. En la noche, los faroles de los autos de la Guardia Rural alumbraron el cayo de monte donde estaban los Castellanos, en busca del viejo Modesto. Involucrados en la conspiración, el abuelo y otro joven tío se supieron capturados y sin tiempo a mucho intentaron escapar.

Las ráfagas fulminaron a los dos hombres en el momento, e hirieron a una de las muchachas de la casa. Para completar la “lección” los guardias prendieron fuego a los cadáveres, delante de los sobrevivientes. Con las llamas grabadas en la memoria, Luis Manuel subió a la Sierra Maestra y se unió a los rebeldes, para defender en lo adelante su propia causa.

Todavía la defiende esa noche fría de noviembre de 1965. El sargento Castellanos Fernández se dirige motivado a cumplir la orden del Mando: atender a reclutas de muy mala conducta social, vagos, hippies, marihuaneros, chulos, religiosos… La orden es ser estrictos con una tropa que necesita ser reeducada para que participe activamente en la construcción de la nueva sociedad.

Foto: Cortesía del CCRD
Foto: Cortesía del CCRD

La disposición en la soldadesca de comenzar una nueva misión derivó muy pronto en excesos contra los reclutados. “Fueron crueles y abusivos”, afirma sin ambages Luis Caballero Calas, un laico bautista que fue llamado desde Sagua de Tánamo, antigua provincia de Oriente, a cumplir en las UMAP su Servicio Militar. “Fui testigo del día en que a un creyente adventista lo amarraron a un caballo para llevarlo al campo a trabajar el sábado, un día sagrado para ellos”, asegura durante un intercambio de vivencias entre creyentes cristianos que transitaron igual experiencia que él.

En el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo-Cuba (CCRD), de Cárdenas, se abrió el grifo de los recuerdos:

“Algunos guardábamos parte de nuestra comida los sábados para dársela a los adventistas, que eran obligados a permanecer de pie toda la mañana y la tarde en el centro del campamento. El jefe de unidad gritaba que si la Biblia dice que el que no trabaja no come, ya que ellos no trabajaban ese día no tenían derecho a la comida”, evoca Noel Fernández, llevado a las UMAP desde Cascorro, en Camagüey, en el segundo y último llamado, en 1966.

“Yo me sentí cobarde, porque no me planté como debía al lado de ellos”, confiesa en el diálogo Sergio Santos, pastor bautista de Jovellanos. “Cierta vez pidieron voluntarios para amarrar por la cintura a un Testigo de Jehová que se negaba a subir una soga, como parte de los entrenamientos. Yo me uní al grupo porque sospeché que le querían hacer daño. Efectivamente, una vez que estuvo alzado, el sargento dio la orden de dejarlo caer, y yo aguanté cuanto pude, para que no se golpeara tan fuerte contra el suelo”, rememora.

“Yo vi poner a testigos de Jehová en fosas sanitarias abiertas y tirarles agua por la madrugada, desnudos. También pegarlos a las cercas en las noches, desnudos, para que los mosquitos los castigaran”, agrega Ernesto Ruano, residente ahora en la cercana población de Santa Marta.

“Todo el mundo estaba asustáo y la discreción de la actuación de los oficiales era muy alta”, recuerda Caballero Calas. Miedo, temor, abusos…esas serán siempre las palabras de las UMAP para quienes las sufrieron

Foto: Cortesía del CCRD
Foto: Cortesía del CCRD

“Nunca se nos dijo que maltratáramos a nadie”, me asegura en muy baja voz Luis Manuel Castellanos Fernández, Manolito, el sargento que viajó entusiasmado aquella noche de noviembre de 1965. En Camagüey permaneció los tres años que duraron las UMAP, como custodio de varias decenas de los entre 15 a 20 mil hombres que se estima pasaron por allí.

Manolito prefirió no hablar en el panel del CCRD, pero acepta contar su versión de los hechos a todo el que pregunte:

“A nosotros se nos dijo que teníamos que ser estrictos con la disciplina de esa tropa. Cada cual ve las cosas desde la posición donde está. Yo estaba allí por una convicción, libre y voluntariamente, con el concepto de que estaba defendiendo mi Patria y defendiendo la Revolución”, reafirma.

“¿Que era duro el trabajo? ¡Claro que era duro! ¿Qué en ese momento había un concepto de que había que rehabilitarlos porque eran un potencial para que el imperialismo norteamericano y sus agentes internos los utilizara como caldo de cultivo para alimentar la contrarrevolución interna y la quinta columna aquí? Pues también.

“Los guardias que estábamos allí teníamos claro que estábamos haciendo algo correcto. Cuando un oficial o un soldado se excedía –¡y hubo excesos, porque la verdad es la verdad!– actuaba la Fiscalía Militar. Habían Cortes Marciales para requerir y amonestar, estaban los tribunales militares y tribunales de honor, y aquellos que se excedían abusando en su trato se les corregía e incluso se aplicaron sanciones y licenciamientos deshonrosos de oficiales que provenían del Ejército Rebelde”, defiende con argumentos dichos en baja voz, pero sedimentados.

La “tormenta perfecta”

El politólogo Rafael Hernández interviene en el evento sobre las UMAP. Foto: José Jasán Nieves
El politólogo Rafael Hernández interviene en el evento sobre las UMAP. Foto: José Jasán Nieves.

Para el politólogo Rafael Hernández, director de la revista Temas y presente en la sesión colectiva de Cárdenas, el contexto sociopolítico entre 1965 y 1967 puede ser descrito como un caldo de cultivo de una “tormenta perfecta” como la que desembocó en las injusticias de las UMAP.

“Cuba se entendía a sí misma como una nave espacial que iba sola en el camino al comunismo, porque estábamos aislados de todo el continente, pero también muy distantes del socialismo soviético y del chino”, describe.

1965 es un año cargado de hitos. Comienzan los experimentos de los pueblos “comunistas”, donde no se utilizaba el dinero; se constituye el primer Comité Central de un Partido Comunista; el Che Guevara escribe su texto El hombre y el socialismo en Cuba, en el que aborda la necesidad de construir una conciencia revolucionaria al mismo tiempo que se producían las transformaciones en la economía y la esfera del trabajo. Esa nueva conciencia tendería al logro de un hombre nuevo, ideal, que voluntaria y conscientemente produjera un cambio en la historia, hacia el socialismo.

Al mismo tiempo, entre septiembre y noviembre de ese año se abrió el puerto de Camarioca, y unos 6000 cubanos salieron del país rumbo a Estados Unidos.

Acerca de las tensas relaciones entre las iglesias y el poder revolucionario, que forman parte del contexto inmediato de las UMAP, Hernández reflexiona: “La Revolución no se opone a los creyentes, la Revolución está preocupada por el uso que hace la contrarrevolución de las iglesias, como núcleos de conspiración”.

Usar el trabajo físico en el campo como mecanismo reformador, era parte de la cultura política de los exguerrilleros en el poder, opina Hernández quien recuerda la práctica del propio Che Guevara de enviar a dirigentes del Ministerio de Industria que se equivocaban en su ejercicio, a sembrar pinos y eucaliptos en la península de Guanahacabibes. “No se trata solo de evaluar la justicia o la eficacia de esas medidas, sino de recordar el contexto histórico en que se desarrollaron”, insiste en apuntar.

En una plaza sitiada, un proyecto que se siente vulnerable y solo, lo natural era que se intentara suprimir las amenazas internas. Pero hay mucho voluntarismo e irracionalidad en la energía desatada de una Revolución y en el pequeño mundo de las individualidades el impacto se siente más.

Perdón, pero no olvido

En este artículo dedicado a las UMAP, el autor afirma: "El objetivo de las UMAP no es castigar a nadie...La misión fundamental es hacer que esos jóvenes cambien su actitud, educarlos, formarlos, salvarlos. Evitar que el día de mañana sean parásitos, incapaces de producir nada, o delincuentes contrarrevolucionarios, o delincuentes comunes, seres inútiles para la sociedad."
En este artículo dedicado a las UMAP, el autor afirma: “El objetivo de las UMAP no es castigar a nadie… La misión fundamental es hacer que esos jóvenes cambien su actitud, educarlos, formarlos, salvarlos. Evitar que el día de mañana sean parásitos, incapaces de producir nada, o delincuentes contrarrevolucionarios, o delincuentes comunes, seres inútiles para la sociedad”.

Casi desde el mismo principio se extendió entre los cubanos y en el extranjero la noticia de la existencia de estos gulags tropicales, cargados de métodos violentos en el trato a religiosos, homosexuales y todo tipo de personas salida del cánon revolucionario del momento.

Con el paso de los meses y un presumible aumento de la presión social e internacional, los jefes de las UMAP modificaron paulatinamente las condiciones en sus unidades. Gestos tan simples como el de bajar el tamaño de las cercas de púas y el relajamiento en el trato hacia los “reclutados” hicieron intuir a muchos que pronto todo iba a cambiar.

El entonces recluta Samuel Entenza recuerda una visita de varios oficiales ajenos a las UMAP a inicios de 1967. Con ellos, dice, logró desahogar toda la angustia acumulada: “Empecé diciéndoles que ellos estaban allí como militares y yo como menos que un preso. Les argumenté que allí no nos llevaron a ‘reeducarnos’, sino a deshumanizarnos, que tenían la razón de la fuerza pero no la fuerza de la razón y terminé diciéndoles como Hatuey a los conquistadores españoles que lo intentaron convertir al catolicismo: si ustedes son comunistas, yo no quiero ser comunista”.

Por alguna razón aún no hecha pública, antes del verano de 1967 fueron desmovilizados todos los reclutas / prisioneros en Camagüey. Pero el cierre físico de los campamentos no significó el fin del estigma que cayó sobre sus ocupantes:

“Yo sentí asco por mi país”, confiesa Moises Machado Jardines, reclutado en Santiago de Cuba. “Por haber estado en las UMAP me vi marginado de mi antiguo trabajo y otros que intenté conseguir a la salida, y hasta perdí a mi esposa, que se marchó con mis dos hijos”.

“Salimos muy traumatizados”, recuerda Raymundo García Franco, fundador del CCRD (que hoy dirige su hija): “Yo no podía comer, desayunaba y tenía el estómago lleno todo el día… algunas personas llegaron y me dijeron que no iba a ser persona más nunca, y me sugirieron que me fuera”, evoca.

“Humillación, marginación, rechazo, violación de los derechos del ser humano… eso fueron las UMAP para mí”, resume Noel Fernández, y condensa en sus palabras la opinión general de los testimoniantes. “Pero a pesar de todo las UMAP no fueron la desgracia de todas nuestras vidas”, aclara.

“Aquello no fue el non plus ultra de la agonía, fue simplemente una escuela que nos enseñó mucho”, sorprende con esa frase que, sin embargo, también sale en boca de los otros.

“Fue una etapa que me enseñó mucho del ser humano, me hizo ser más tolerante, más consciente de la complejidad de la vida y también, ¡qué ironía!, más seguro de mi fe”, explica, por ejemplo, Ernesto Ruano.

“Me parece importante hablarlo porque es historia. Es algo que ocurrió, que vivimos y que han silenciado y eso es como robarme una parte de mi vida”, expone Alberto García, otro de los asistentes y quien ha escrito un libro de siete ediciones con sus vivencias allí.

“Estoy dispuesto a comprenderlo, está bien, nos tocó, es producto de un momento histórico…pero borrar la historia no es honesto. No se puede hablar de lo feo de los demás si mis zonas feas las ignoro, o trato de justificarlas de una manera que no involucre a las personas que lo vivieron”, agrega.

“Algo de esa tesitura no puede darse más en este país”, insiste Noel Fernández: “Esta es una nación que desde sus próceres de la independencia tiene un sentimiento humanista de alcance increíble. Es muy lamentable que las generaciones actuales no conozcan de esta situación, y la culpa es nuestra, de los que estuvimos allí, por no dárselo a conocer a nuestros hijos y nietos.”

Atento a todas estas palabras se mantiene Luis Manuel Castellanos, Manolito, el sargento devenido pastor de la Iglesia Hermanos en Cristo hace más de 25 años. “El que está en Cristo, nueva criatura es. Las cosas viejas pasaron…El que no tiene reconciliación y no perdona, no puede llamarse cristiano”, cita de memoria, en baja voz, en paz aparente. Haber viajado a Cárdenas, compartir allí vivencias y opiniones, ha sido una particular manera de reconocer los eventos de hace 50 años, y sanar.

El soldado Luis Manuel Castellanos y el recluta Alberto García, 50 años después. Foto: José Jasán Nieves
El soldado Luis Manuel Castellanos y el recluta Alberto García, 50 años después. Foto: José Jasán Nieves.

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