Los Blumenstein y la travesía de los condenados

A Else Blumenstein le quedaba poco tiempo si quería continuar con vida. Su esposo, Franz, fue uno de los 3 000 judíos que los nazis golpearon y vejaron durante el famoso pogromo de “La Noche de los Cristales Rotos” en Viena. Sin dudarlo, vendió cada uno de sus bienes y renunció a todo cuanto tenía para liberar a su amado del campo de concentración de Dachau y embarcarse junto a su hijo Heinz, de apenas tres años, a la aparente seguridad brindada por el lujoso crucero San Luis que se dirigía al puerto de La Habana.

En mayo de 1939 el San Luis, con 936 refugiados judíos a bordo, zarpó de Hamburgo en busca de la tierra prometida. En la popa, Heinz, aferrado a los brazos de Else decía adiós a su padre, quien no pudo embarcar. No obstante, Franz Blumenstein consiguió un boleto de avión hasta Venezuela y desde allí se las ingeniaría para llegar a la capital cubana.

La partida del trasatlántico contó con una amplia cobertura del Ministerio de Propaganda Alemán. Adolf Hitler pretendía demostrar al mundo que su Reich estaba dispuesto a permitir el libre movimiento de los judíos si estos lo deseaban. Para desgracia de los hebreos, “la salvación del San Luis” fue un minucioso plan orquestado entre la Gestapo (policía secreta de la Alemania Nazi) y el aparato propagandístico de Joseph Goebbels.

Desde la década de 1920, los Estados Unidos impusieron en su territorio una rigurosa política de restricción migratoria con el propósito de reducir los efectos del desempleo y la inestabilidad provocada por la crisis económica mundial. Esta actitud fue seguida por diversos países latinoamericanos, entre ellos Cuba, quien imitó a los norteamericanos blindando sus fronteras.

Mientras surcaba los mares el San Luis, la propaganda antisemita cubana, financiada por la Gestapo, creaba las condiciones necesarias para formar una opinión pública hostil hacia los refugiados. Influenciado por grandes sumas de dinero, Juan Prohías, fundador del “Partido Nazi Cubano”, difundió por la radio y la prensa las desgracias que traería al país si el estado acogía a los hebreos.

En la madrugada del sábado 27 de mayo llegó el San Luis en la rada habanera. Desde el día anterior, una multitud de amigos, familiares, judíos y pueblo en general colmó la ensenada a la espera del famoso buque. Dentro de la muchedumbre se encontraba Franz Blumenstein, quien solo pensaba en abrazar una vez más a sus seres queridos.

Ante esta situación el entonces presidente de la República, Federico Laredo Bru, emitió una orden especial que prohibía a los judíos entrar a la ciudad. La posición del gobierno se amparaba en el decreto ley número 55, el cual impedía el ingreso de inmigrantes que representasen una carga pública al estado. A diferencia de los turistas, quienes viajaban por placer, los refugiados requerían una visa de entrada, además de pagar una suma de 500 dólares por persona para demostrar que podían mantenerse por sí solos.

Horas antes, cientos de almas judías veían a La Habana como una salvación de la barbarie nazi, pero al no tener todos los documentos en orden ni poder pagar la exorbitante suma los desesperados pasajeros empezaron a concebir lo peor: su regreso a Alemania.

De los 936 refugiados solo 22 recibieron autorización para desembarcar. Max Lowe, número 23, al observar su inminente futuro se cortó las venas y se lanzó al agua, siendo rescatado por las autoridades portuarias. Minutos antes del retorno del San Luis dos abogados norteamericanos, con la ayuda de algún funcionario del gobierno, pudieron salvar a otros seis expatriados. Zarpaba el buque. Quedaron a bordo 907 personas condenadas.

Tal vez, nunca antes se vivió tanto dolor e impotencia hasta que las lanchas de la policía escoltaron al trasatlántico hacia las afueras de la bahía. Mientras se alejaba la nave, en triste espectáculo, gran parte de los familiares alquilaron embarcaciones para perseguir al San Luis. Entre lágrimas y gritos se perdían los rostros en cubierta. La despedida fue un momento desgarrador que se acrecentó aún más cuando el crucero se perdió en el océano.

Nada se pudo hacer. El San Luis se hundía por la avaricia de unos y el cinismo de otros. Pese a los esfuerzos del capitán Gustav Schroeder, quien nunca se rindió para encontrar puerto seguro, el San Luis tuvo que regresar a Europa ante la negativa de Estados Unidos y Canadá de recibir a los refugiados.

La familia Blumenstein jamás se juntó de nuevo. Else y Heinz desembarcaron en Holanda. Estuvieron a salvo hasta que las divisiones nazis ocuparon Ámsterdam en mayo de 1940. Cuando comenzó la gran ola de deportaciones de judíos holandeses, Else logró esconder al pequeño de la policía. Poco tiempo después se trasladaron al norte de los Países Bajos, donde la resistencia los ocultó por separados hasta que, en 1943, los nazis capturaron a Else, deportándola hacia Auschwistz. Heinz sobrevivió a la guerra y al acabar esta se reencontró con su padre en los Estados Unidos.

De los 936 pasajeros a bordo del San Luis, solo 240 pudieron perdurar al Holocausto. La infortunada travesía, devenida en la escena más famosa en la historia de los refugiados judíos antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, demostró el verdadero rostro “del mundo libre, democrático y civilizado” respecto a la comunidad hebrea de la época. Setenta y cinco años han transcurrido desde los sucesos del San Luis y pese a existir nuevos contextos, anida en el hombre tanta insensibilidad como la que residió alguna vez el más cruel de los campos de exterminio.

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