Martí futuro

Estatua de José Martí en el Parque Central, La Habana Vieja. Foto: Kaloian.

Estatua de José Martí en el Parque Central, La Habana Vieja. Foto: Kaloian.

Quien haya leído la inmensa obra periodística de Martí y sea capaz de abarcarla en un solo acto de visualización interna, comprenderá que se encuentra lo más cerca posible de tener una idea humana de la vastedad de la Creación. La mirada que ha sido capaz de ver o imaginar con tanta precisión esa enorme masa de circunstancias, sucesos, personajes, espectáculos, dramas, catástrofes y aleluyas de los hombres, ese monstruoso desfile real que Rimbaud redujo simbólicamente en una de sus “iluminaciones”, ese espejo sin comparación de la vida mundial del planeta durante los diez años más intensos de la actividad periodística de Martí, es una mirada que –como la de Shakespeare, Goethe, Whitman o Claudel, pero no aplicada a la imaginación sino a la realidad–, de algún modo representa humanamente lo que concebimos como característica omnicomprensiva y justiciera del Padre. Un doble signo la preside: la balanza en el juicio; la expansión en el impulso. Como el sol paterno, que sale para los buenos y para los malos, dándoles a todos la misma oportunidad de lucir y redimirse, iluminando magnánimamente a todos en sus pecados y en sus virtudes, así la visión de cronista de Martí –en sus Escenas norteamericanas y europeas– es el mayor ejemplo que conocemos de capacidad para asumir el mundo en justicia y verdad, sin fanatismos de ningún género, aunque no, desde luego, sin un punto de vista personalísimo, que aspira a ser el de la propia humanidad en su mejor esencia. Como le dice a Mitre en la carta programa de estas Escenas, “veedor fiel” es lo que en ellas quiere ser Martí: veedor en el fiel de la balanza, en el máximo de justicia y comprensión asequibles a un hombre, y en este caso a un hombre que no está contemplando idealmente a los hombres, sino participando en sus luchas más entrañables. “De mí,” –añade– “no pongo más que mi amor a la expansión –y mi horror al encarcelamiento– del espíritu humano. Sobre este eje, todo aquello gira”.

Si de ese mundo descendemos al reino íntimo de Martí, al que se manifiesta como en convulsos golpes de sangre en sus cartas, en sus versos y a veces en sus discursos y artículos de Patria, al del “alma trémula y sola”, al del “gamo aterrado” y el “ciervo herido”, al del “Cristo roto”, comprobaremos que tampoco nadie en su tiempo, fuera de las vías consagradas por las diversas confesiones religiosas, se identificó de tal modo con el espíritu sufriente, compensador y redentor del Hijo. Aquí el signo ya no es la balanza, sino la cruz; o más bien la balanza se ha convertido en una cruz, porque el sufrimiento está presidido por el misterio de la equidad, por la pasión de un equilibrio que es una forma de la justicia, de una justicia que es hija del sacrificio. Así como Anaximandro intuyó el valor ontológico de la justicia en el equilibrio del mundo físico, porque las cosas “se hacen justicia y dan reparación unas a otras de su injusticia, en el orden del tiempo”, sacrificándose cada cosa por las otras para que todas existan; así como Heráclito descubrió el valor dialéctico de la medida y la contradicción en el símbolo del “arco y la lira”, Martí encarnó estas ideas en la batalla diaria con los hombres y con las fuerzas hostiles de la historia. No empezó por predicar la moderación y la equidad, sino que se las impuso a sí mismo en medio de la tormenta de las pasiones que como a hombre y combatiente lo azotaban, en medio de la indignación que continuamente lo sacudía. Pero fue justo, casi como un dios, con sus enemigos: con España, con los autonomistas, con los Estados Unidos. Y, casi como un dios, estuvo solo entre sus amigos. Porque la soledad es el signo de la cruz, y la de Martí que era cruz por el dolor del mundo, empezada a clavar con el grillete del Presidio, terminada con la bala de Dos Ríos, en la cruz de venas de agua donde cayó, hasta nuestros días sigue siendo el ejemplo máximo de soledad humana que conocemos. “En las cartas a Mercado, particularmente en las del año terrible de 1886” –escribe Martínez Estrada– “ha exhalado el aullido de un animal del monte acorralado, herido, perseguido hasta el rincón a donde se había refugiado para morir. Esta imagen se halla repetidamente en sus escritos confidenciales. Ese lamento, ese aullido que se pierde sin eco es aterrador y nos sirve para calar la hondura de esa soledad que era de personas, de ideas, de afectos, de cosas y de lugares y que enlutece más de la mitad de su vida”. Y Diego Vicente Tejera, triplicando misteriosamente el adjetivo, testimoniaba: “Así ha hecho esta revolución que nos asombra, labrando durante largos años solo, solo, solo”. ¿No dijo en su prólogo profético: “¿Como en lo humano todo el progreso consiste acaso en volver al punto de que se partió, se está volviendo al Cristo, al Cristo crucificado, perdonador, cautivador, al de los pies desnudos y los brazos abiertos?” ¿No fue el regalo que más amó la cruz de conchas que le hicieron las obreras de Cayo Hueso? ¿No dijo al final de su vía crucis, en su carta testamento, que “se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”? ¿No fueron sus últimas palabras en el campo de batalla: “por la causa de Cuba me dejaré clavar en la cruz”? Solo y desgarrado estaba, más que nunca, en sus últimos días; solo y desgarrado sigue estando para los suyos: imagen terrenal, histórica, profana pero en los límites sagrados, de aquel de quien fue dicho: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron”.

¿Y qué de raro tiene que así fuera, que así sea, si tal es siempre el destino del que participa del Espíritu de verdad, “al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce”? Pero en el mundo tiene que dar testimonio y ser martirizados estos hombres que representan lo sagrado en lo profano, cuyo destino paradójico, trágico, es ser guías, maestros y apóstoles, porque en cierta medida representan al Espíritu cuya misión, como está dicho, es enseñarnos todas las cosas y recordarnos todas las cosas y guiarnos a la verdad. Y así Martí, no sabemos cómo, espontáneamente, fue llamado el Maestro y el Apóstol. Todos sabían que los llevaba a la batalla, pero no lo llamaban el Jefe, el Capitán, el Caudillo, el Generalísimo, sino el Maestro y el Apóstol, porque sabían que su misión principal, incluso en medio de la batalla, era enseñar y predicar. Y sus dones principales eran el don de lenguas y la caridad. Por el fuego y la extrañeza, por la multiplicidad de registros y la capacidad de tocar a cada uno en su corazón, la oratoria de Martí venía del misterio del Pentecostés. El don de lenguas no es solamente la glosolalia, la facultad de hablar lenguas desconocidas (ese fenómeno tan sagazmente interpretado por Cecil S. Lewis), sino la gracia de poder hablar a cada uno en su propia lengua. En verdad, Martí a muchos hombres humildes de su tiempo debió darles la impresión de estar hablando una lengua desconocida, pero al mismo tiempo sentían que por primera vez se les hablaba en su lengua nativa. Esa doble, simultánea verdad, es la que está exactamente contenida en la genial exclamación de un viejo mambí: “¡No lo comprendíamos, pero estábamos dispuestos a morir por él!”. Y si estaban dispuestos a morir por él, es porque su don de lenguas no era más que una sobreabundancia de su caridad, que se manifestaba en su oratoria levantando a los hombres a su mayor nivel, yendo derecha y secretamente a su corazón.

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