Nivia de Paz o la soledad vertebrada

Foto: Héctor Alejandro

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Nivia de Paz González dice tener 75 años. Yo le creo. A veces me siento cómoda en la irrealidad.

Esquivo, durante la conversación, cualquier recelo que le devuelva la conciencia, que la aterrice a este modo humano de la lógica donde ella sobra. Le permito mentir. Me abandono ante su historia rocambolesca como un disciplinado ejercicio espiritual. Ella fabula. La realidad probable no seduce, sino aquello inexacto, casi ridículo, y lo sabe bien.

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Fue después de su visita a los países del bloque socialista. Después de graduarse de Derecho Diplomático y Administrativo. Después de amar a Rolando Escardó. De colaborar con el Ejército Rebelde. Después de la bancarrota. Después del regreso. Después de sus poemas. Fue entonces, Nivia de Paz, ese lirio sucio que hoy recorre las calles de Camajuaní.

−Los únicos que no me asquean, ni se asquean conmigo, son los mendigos, dice Nivia y se acomoda el pelo blanco.

La compañía −del modo cualquiera en que se exprese− sacude las fibras nerviosas del hombre. El aislamiento entumece el cuerpo. Nivia está sola. Nivia ha escrito un poemario ferozmente suave. También ha pintado cuadros primitivistas y su perfil aparece en bonitas antologías de la pintura naif universal.

Nivia está sola, o nació así, no sé. Ella conoce el hambre que duele. Ese que solo alcanzamos a imaginar. El que te hinca desde el estómago hasta la espina dorsal. Se puede morir de hambre y Nivia se está yendo.

En la fachada de su casa se reúnen formaciones de niños de todas las escuelas del pueblecito. Ha de ser por esa tarja cobriza donde dice que el Che visitaba la vivienda.

Foto: Héctor Alejandro
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−Es que yo tengo algunas ventajas que no tiene la gente cuerda. Ya se lo he dicho a la prensa miles de veces. Lo de los pintores es algo físico. Al nacer, probablemente caímos al suelo, o nos apretaron demasiado con fórceps. Por eso somos pintores, solo por eso. Algo dentro del cráneo no nos funciona bien. Hay que pintar ese mundo interior confuso y desordenado.

Escucho a Nivia y puedo ver la caravana de mujeres que fue. Tiene la mesura de una estrella rota, la diva cansada con el maquillaje corrido. Sin embargo, nunca es grotesca la escena. Se puede acceder a su belleza más allá de la red pestilente que la mugre le ha tejido sobre la blusa.

En uno de sus cuadros aparecen porciones humanas. Miembros desperdigados por toda la cartulina. También hay máscaras. Es perturbador. Se llama “Carnaval”, me ha dicho. Habló de la técnica del empaste, de la paleta vigorosa, de las madames con ojos vacíos de Modigliani −¡Yo era una de ellas!− y sonreía como quien llora dentro.

Nivia tuvo una profunda vida intelectual durante los años cincuenta. Era estudiante de La Universidad de la Habana. Colaboró con el Movimiento 26 de Julio. Conoció a Roque Dalton, a Rapi Diego. Se entregó a Rolando Escardó. El Che la visitaba. Dice haber salido dos veces con Fidel Castro. La quiebra sobrevino en el umbral de los setenta. Regresó a Camajuaní.

No logro reconocer, en la plática, los finos hilos de fábula o realidad. Nivia proyecta una quietud que me hace parecer un pájaro nervioso. Tal vez allí estribe su desvarío: atroz equilibrio. Nadie es así.

Nivia controla todos los estribos. Tiene la fragilidad de una escarcha, la ligereza de una aguja. Nivia levita. Yo la miro. Se rasga la garganta y arma sonidos en un francés gracioso para hablar de la Nouvelle Vague. Todo esto ocurre en un sitio anodino, el fragmento que le sobra al mundo, un sitio que no existe. Una postal completamente demencial.

Foto: Héctor Alejandro
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− ¿Me permites una foto?

Ajusté los balances de la cámara. Atravesé el visor con la pupila. Sentí una curiosidad espantosa por el destino de aquella mujer. Por el destino que ya corremos todos, inevitablemente. ¿En qué punto de su historia se torció la realidad? Tal vez el país se transformó demasiado temprano, tal vez no debía quebrarse su economía familiar, tal vez fue demasiado brillante y terminó abrasada por su propia luz. ¿Para quién está reservada la soledad? ¿Cómo se descifra el mapa de las desgracias? ¿Cuál conocimiento nos salva? Presioné el obturador como si cerrase la válvula que escurre la razón. Como un resguardo. Como si un botón obstruyera para siempre la senda equivocada de la vida: la de Nivia. Su soledad me llegó como un dolor sin remedio. Del otro lado del lente ya el golpe había sucedido. Yo estaba de este lado, donde aún no sucede.

Ella sonrió para nadie.

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