Personas: Lo poco y lo mucho

De un tiro aprendí lo que era pasar hambre. De una ráfaga. Entré a la Escuela Militar Camilo Cienfuegos en el 94, a la vida de becados. En el 94, fue durísimo, es evidente. Catorce o quince de edad. Quince, porque cumplo en julio. Aunque los Camilitos no estaban del todo mal, comparada con la migaja de las becas. Nos daban de desayuno un vaso con refresco de toronja y un cuartito de pan, pan seco y solo. Al mediodía una ración de arroz de Liliput, una sopa rara y revoltillo con papa, con mucha papa, más que huevo, el huevo se extraviaba entre la papa, un premio entre la papa.  De esta sí había, ahora no, pero en aquel entonces sobraba, les salvó la vida a unos cuantos. Hubo una época en que comimos papas en todas sus variantes, las que te puedas inventar, y muchas veces nos las comíamos ácidas. ¿Has comido una papa ácida? Yo sí, y bastante, más de lo que hubiera querido.

Imagina si los Camilitos no estaban a la deriva, que en algunas comidas repartían latas de pescado. Debe haber quien comía en la beca mejor que en su propia casa. La proteína estaba en baja, arrastrándose. En mi caso, la familia me recibía con un arroz con chícharo y esporádicamente con fricandel, que qué es, todavía lo estoy averiguando, una clase de embutido que daba horror como la pasta de oca, que no se conocía si era de oca, y el picadillo de soya que no se sabía si era de soya. También probé el huevo frito con agua. Pones un poco de agua a hervir y echas el huevo y queda como si lo hubieras cocinado con aceite, del sabor no me acuerdo, probablemente insípido, yo he querido borrar de mi memoria lo que no quisiera escribir de mí.

La suerte es que no nos afectaron tanto los problemas con el agua ni los apagones. Pocos apagones. La escuela se ponía como boca de lobos. Pero lo prodigioso era levantarse y enfrentar la preparación física que nos correspondía por militares, una de las partes que nos pesaba era correr, al principio, unos cinco kilómetros, yo era fuerte, o sea, resistente, porque todo el mundo estaba en los huesos, pero en el grupo había quienes se desplomaban en el recorrido, tú los veías que caían desmayados como moscas, en plena carrera. Después redujeron la distancia a tres kilómetros, y después a uno y medio. Así se redujo el número de desmayados. Nunca nos explicaron, uno saca las conclusiones de que se percataron de que dada la alimentación que teníamos, no estaban en condiciones de exigirnos un desempeño físico de primera. No podían. Ni podíamos.

En la escuela había un hijo de un general. Iban en carro a visitarlo, a los demás nos venían a ver nuestros padres pasando un millón de trabajos con el transporte, un millón. Y el hijo del general era gordo, una contradicción gorda. En carro le llevaban la comida, buena comida a la vista de los demás, y el gordo se tragaba unos panes con jamón que dejaban a la gente babeando. Después aparecieron las quejas por lo abusivo del gordo, eso supongo, porque al poco tiempo el general enviaba al chofer y sacaban al hijito de la escuela, y al rato lo devolvían. Tú entendías que lo sacaban a comer, lejos de los ojos de la beca. Fue la solución que encontraron.

El uniforme sí que no nos faltó. También uno lo cuidaba, no me acuerdo con qué frecuencia nos daban uniforme, ni las cosas de aseo personal que las ahorrábamos, o llevábamos de la casa. Todo era ahorrar. Ahorrar en extremo. El transporte lo vivimos como el resto de los cubanos, era un caos, a las guaguas la gente subía por las ventanillas o iban colgados de las puertas como si fueran en chivichana, los camellos aliviaron la situación, pero ni en sueños alcanzaron. Nosotros, los cadetes, salíamos a la carretera, a pedir botella, debajo del sol, un sol que nos quemaba, el sol de Cuba que no cree en lágrimas. Todo por llegar a la casa, nos matábamos por llegar a la casa, y dormir con los problemas de nuestras casas, y levantarnos al otro día con un vaso con Cerelac, que sabía a cartucho, a papel, a rayos, pero era algo caliente que nos caía en el estómago por la mañana y lo agradecía. El estómago cantaba una balada.

Después vinieron las historias de que vendieron pan con tiñosa como carne, y pan con colcha de limpiar pisos como bistec, y pizza con condones sustituyendo al queso. Yo, en particular, no he conocido a ninguna persona que comiera uno de esos inventos, pero no lo dudo, por la simple razón de que no había nada, nada de nada, y en la desesperación vienen las ideas, y se olvida cualquier principio humano. Sí conocí tipos y familias comedoras de gatos, y no puedo decir si es por coincidencia que los gatos en La Habana se perdieron entonces. Los humoristas cubanos han hecho sus shows con chistes de los gatos en los noventa. Tú te ríes, aunque si lo piensas, es muy oscuro y desesperado el paso de comerse un gato, por comer alguna carne, yo no me hubiera atrevido, conscientemente. Quizá lo comí, sin saber que devoraba con gusto un pedazo de gato en salsa o en fricasé.

Yo era un adolescente cadete y me llevaba el hambre de un ejército a la casa. Me hubiera gustado una adolescencia con mejores condiciones, a nadie le gusta ir por ahí pasando trabajo, deshaciéndose, yo ni podía salir a una discoteca porque no había dinero, no tuve diversión, no había dónde ir; los noventa me jodieron los primeros años de la juventud, me afectaron por dentro y por fuera, mis convicciones y empeños, mi apariencia. Sin embargo aprendí a apreciar las cosas, mis tres o cuatro pertenencias, las que mis padres se rompían en pedazos por darme; los noventa me enseñaron a valorar lo poco que tenía y a compartirlo. Pasé la escuela de la escasez, donde lo poco era mucho y lo mucho era poco. Y saqué lo mejor de ella. Al final, mi mundo cabe en un puño, digo yo.

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