Personas: Once mil tazas de café y una flor

Desde hace 30 años, ella despierta junto al mismo hombre. Cada mañana, el besito “buenos-días”, la bata de casa resbalándole en la piel, el toc-toc de las chancletas rumbo a la cocina, la coladita de café. En la habitación, mientras siente el borbotear sobre la hornilla, su esposo estira las sábanas engurruñadas, acomoda las almohadas al pie de la cabecera y coloca la sobrecama con delicadeza de artesano. Cuando termina, una moneda puede rodar de lado a lado sin el freno de un doblez.

Maura González Dorrego e Israel Dovales —Isra, como todos lo conocen—comparten la vida desde mucho antes del matrimonio; desde antes, incluso, del noviazgo que sostuvieron durante seis años. Todo comenzó en la beca de un preuniversitario del pinareño municipio Sandino, en el extremo occidental de la isla. Entonces, ella era una adolescente menuda y él un jovenzuelo tímido de pelo negro. Era también el otoño de 1976.

Dos cursos pasaron antes del primer beso: luego de un “inocente” retozo de estudiantes, quedaron tan cerca los rostros que era imposible no juntar los labios. La “amistad” que ya tenían tomó un nuevo camino. ¿Pero es culpable un río cuando corre hacia el mar?

Treinta y seis años después, siguen andando muy juntos la misma senda. Ahora están los dos en la cocina, preparándose antes de salir a trabajar. Los hijos están lejos, en Pinar del Río. Ellos se han mudado para casa de una tía en La Habana. Tanto ha pasado desde que llegaban al aula cogidos de las manos.

Una noche de 1985, Managuaco —un poblado en las afueras de Minas de Matahambre, también en Vueltabajo—, esperaba ansioso por Los Mérida, el conjuntico musical que animaría la fiesta del pueblo. En ese lugar -en aquel tiempo- el único entretenimiento consistía en contar las palmas hasta que se perdieran en la loma. Cualquier actividad fuera de lo cotidiano constituía un acontecimiento. “Y el sala´o grupito que no llega…”, maldecía la gente cuando ya frisaba la medianoche.

En el policlínico materno del municipio, una banda de músicos tomaba por asalto la sala de espera. Hace tiempo debían estar sobre la tarima, haciendo estremecer hasta el delirio a los bailadores, pero la mujer del baterista iba a parir y él no la quería dejar…

A las 2 y 20 de la mañana, por fin, nació un varón rosado y saludable: Israelito. Pesó ocho libras y media. Esa madrugada, en Managuaco, los tambores y platillos de la batería sonaron con alegría inusitada. El siguiente parto, sin embargo, representó un silencio para las baquetas.

Cuando el primer niño ya cumplía cuatro años, vinieron al mundo una pareja de jimaguas en el mismo instante en que se caía el Muro de Berlín. Con el descalabro europeo, se evaporó el transporte tropical, cogieron anemia los salarios y hubo que buscar otras maneras para mantener la casa, la esposa y los tres muchachos.

¿Cuántos inventos tuvieron que hacer para sostenerse? ¿Cuánto chícharo por café en los desayunos? ¿Cuánto amargor en las gargantas? Con todo y que las verdes han sido más que las maduras, mantienen la costumbre de hacer juntos la primera comida del día.

Ya Maura sirve la mesa mientras Isra friega la cafetera. Para repartirse las labores domésticas, poseen la sincronización de una pareja de baile. Una vez sentados, conversan; conversan de las cosas de siempre, de los sueños viejos y de los nuevos sueños, de lo bueno que está el café o de la telenovela de la noche anterior, de los hijos, de la primera nieta… Entonces surge la pregunta mientras saborea el líquido negro con los labios:

— En nuestra vida, ¿cuántas tazas de café nos habremos tomado juntos en el desayuno?

— ¡Sabrá Dios, mujer! Multiplica…

— Deben ser muchas. Sabes, en todo este tiempo, tú nunca me has regalado una flor, con lo que me gustan…

Hace tanto se conocen, que ya las miradas suplantan las palabras. Hicieron una breve pausa para proseguir la conversación con temas más triviales (o sea, cómo estirar los respectivos salarios a fin de mes, cómo buscar más ingresos, cómo resolver la comida de la noche). Y cuando se levantaron, ella fue a la cocina y él aprovechó su ausencia para una fuga hacia al patio. Esa mañana, cuando salieron de casa, el arbusto de marpacíficos estaba desolado.

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