¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa? (I)

Carlos

Carlos, seis meses antes / Foto: Diana Montero.

Cuando llegué era todavía temprano, menos de las ocho quizás. En la puerta había un cartel rectangular anunciando tratamientos y cortes de cabello, con el perfil descascarado de una mujer en el borde. Subí un quicio y miré desde allí hacia el fondo antes de entrar. Había dormido muy poco, tres horas o cuatro, y una torpeza cenagosa abrazaba cada uno de mis movimientos y no se me desprendía, por más que yo tomara conciencia de ella, como el polvo viejo que se entierra en las ranuras de los muebles. Estuve así alrededor de cinco segundos, tratando de mirar sin poder darme cuenta de nada, hasta que comencé a caminar.

Era un solar oscuro y huidizo, del cual aquella primera planta venía siendo el vientre, porque cuando pregunté por él me dijeron que subiera hasta la tercera planta señorita, como si fuera un croupier aquel hombre sudoroso que me encontraba allí de golpe, que salía de un baño oscuro y me custodiaba hasta las escaleras como el que entrega una mano de cartas, suba por aquí, camine a la izquierda y después suba las escaleras de madera, que ahí mismo, justo enfrente, está el cuarto de él. Creo que dije gracias y mientras iba adelantando los pies de un escalón a otro alcancé a percatarme vagamente de que era domingo y casi todo el mundo estaría durmiendo aún. Por eso aquel silencio persistente en los cuartos. Caminé por el pasillo del segundo piso y cuando llegué al final de las escaleras de madera, la tercera planta, y miré enfrente de mí, lo encontré dormido, recostado contra dos vigas de madera cruzadas que cancelaban un trastero arrinconado en una especie de cuarto de desahogo. Estaba cubierto por una sábana empercudida, salteada de manchas y huecos y quemaduras de cigarro, que parecía al mismo tiempo una de esas sábanas de Cristo que uno ha visto en los cuadros y el vestido desecho entre el alcohol y la risa de una novia falsa y un trozo de nube que baja y se va desgarrando por la humedad. Mientras yo lo contemplaba desde mi letargo, fue abriendo los ojos sin apuro pero sin titubeo, del modo en que abren los ojos los hombres que le han perdido el miedo a los otros hombres, y comenzó a restregárselos con una de las puntas de la sábana; lagañosos, desiguales. Uno negro y otro azul. Como los ojos de algunos hombres cuando han perdido de vista la mitad del mundo.

¿Se llama Carlos usted?

Carlos

Dos semanas atrás

Se llama Carlos. ¿Y pregunto así, por Carlos y ya? Pregunta por Carlos el viejo que recoge, di mejor el viejito, sí, el viejito que recoge basura. ¿Le digo que voy de tu parte? Si te parece se lo puedes decir y si no no le digas que vas de parte de nadie. Él te va a atender de todos modos. ¿Me vas a dar las fotos? Te voy a dar las fotos y unos cuantos videos. No el documental, sino tres o cuatro videos de investigación que hice antes. Pero es muy difícil captar el aliento de la miseria, debes saber eso desde ahora. Quiero decir que no sé si hay otras maneras, no tengo idea de si resulte con eso de la escritura. Mira las fotos, pero no me preguntes luego por qué los sacos parecen nacarados y lustrosos como un jodido enjambre de conchas en la orilla de una playa al amanecer. O por qué los tonos más inofensivos encubren sin vergüenza, temerosos, a los otros tonos aciagos, culpables. ¿Por qué, digamos, el azul corre y se para delante del gris, como el que grita que aquí no ha pasado nada, en lo que el otro se da a la fuga? No preguntes porque francamente no sé nada de eso. Y el humo. No entiendo por qué el humo del cigarro lo va despejando todo en una foto, cuando debería ser al revés ¿no? Por qué el orine en un pomo de plástico parece un jugo de mandarina fresca o una loción para después de afeitarse. Y no se trata de que cualquier persona vea la foto y piense que no hay nada, que en realidad no hay nada extraordinario en ella. Se trata de que yo, que fui hasta ahí, que apreté llegado el momento el disparador, entro más tarde a mi casa, me doy una ducha, conecto la cámara a la computadora y no entiendo qué carajo es lo que estoy viendo. Es una trampa odiosa que lo desarma a uno. Y no sé ni siquiera si sirve de algo que te lo diga, que te alerte sobre esto.

¿Podría servirte de algo eso? ¿Que me llame Carlos?

Digamos que sí, que podría. ¿A qué estaría dispuesto en ese caso? A contarte un par de cosas y abrirte la puerta para dejar que metas tus pies ahí y trastees un poco los pomos y los sacos. Un par de patadas a las caretas viejas de los ventiladores y listo. Una película o algo te saldrá con eso, no debes querer mucho más. ¿A cambio de qué? Poco. Dos o tres panes con jamón de los que venden allá al doblar cada vez que vengas. Eso y un refresco también, porque no puedo moverme casi de aquí. Pero yo he visto fotos de usted. Fotos en las que se desplaza por la ciudad como un gato entre los tanques de basura y anda usted muy parado en esas fotos, sonriente, a mano con la vida. No sé muy bien qué estás diciendo pero en cualquier caso hace seis meses ya que las cosas cambiaron. La gente no llega a entender nunca cierto tipo de actitud y me tiran cubos de agua, me tiran basura, me tiran piedras. Una de esas me alcanzó el ojo y me desbarató la córnea y no me sirve ahora el ojo ni de día ni de noche. Yo he visto a los gatos hurgando con un solo ojo en la basura, Carlos. Pero los gatos no tienen principio de linfangitis en las piernas, muchacha. ¿Has visto algún gato con principio de linfangitis por ahí, en alguno de esos basureros a los que has ido?

Me quedo mirándole las piernas, ocultas bajo un pantalón muy sucio, la madera detrás de su cuerpo, las tuberías oxidadas a la izquierda, la puerta de la casa un poco más allá impregnada de un tizne atávico. ¿Ha dormido toda la noche aquí? Sí, el cuarto está congestionado. No podrido, no vayas a confundir, porque no tiene pus el cuarto. Apenas congestionado, como un niño con tos en la noche. Ya no hay espacio para nada. Todas esas cosas que he recogido en los basureros se han ido tragando las paredes, el suelo, el techo del cuarto. Y no está bien que yo entre y las expulse ahora, porque yo las he traído, les he dicho que aquí estarán bien, les he dado otra vida. Disculpe, no lo escuché Carlos. Que estoy esperando a que vacíen todo eso, dicen los vecinos que en estos días van a hacerle una buena limpieza al cuarto y mientras, duermo aquí. También por el aire, corre mucho más acá afuera. Apoyo la cabeza así para atrás contra estas vigas y cuando me canso me echo hacia la derecha sobre este saco, que es mi almohada, y cuando me canso me echo hacia la izquierda, sobre la punta de esta tabla que tú ves aquí y cuando me canso dejo caer el cuello hacia adelante hasta que se me va cayendo todo el cuerpo sobre los pies y si me canso regreso a alguna de las posiciones anteriores y el dolor en los huesos me va arrancando de una y clavando en la otra hasta que se hace de día y ya puedo estarme tranquilo.

Antes que termine de decirme esto he caminado, con un temor extraño, desconocido, hasta la ventana que queda a la izquierda, justo después de las tuberías oxidadas y la puerta. Los sacos, dentro, rozan suavemente el techo. Entonces viene como un murmullo, como un recuerdo remoto, uno de esos videos que hizo Diana hace seis meses y que he visto una y otra vez durante estas últimas noches. Ya nada se parece a lo que me han contado.

Carlos

Seis meses atrás

Carlos está en la entrada de la casa. Una casa llena hasta un poco más arriba de la cintura de sacos y jabas y pomos. Carlos, suspendido del marco de la puerta, está comenzando a explicarle algo a Diana o quizás se lo está explicando hace mucho rato y solo ahora Diana atinó a grabar. Le explica cómo llega desde ahí hasta el colchón que tiene en el centro de todas esas cosas y que es el lugar en donde duerme cada noche. Pongo un pie aquí, dice y lo levanta y va a depositarlo encima de una tabla inclinada sobre un saco, y hago esto ¿ves? Mira qué fácil. Entonces el cuerpo se contorsiona bajo la carne dura que se estira salvajemente cuando levanta los brazos y abren la boca las costillas. Avanza de costado hasta agarrar con la mano derecha una de las vigas del techo y el estómago se abate sobre la pelvis, desde la que se resbala el short de mezclilla clara. En el paroxismo final, un instante antes de que el pie derecho alcance el colchón, se abre bajo la axila una cuenca blanca y honda. ¿Ves? Ya estoy en la cama. Relajado e invicto, el cuerpo se desplaza hacia esa tierra que ha ganado el pie, alrededor de la cual se yerguen los cerros de sacos de yutes, sacos de nylon, sacos de papel repletos de todo eso que un día, a alguien, de pronto, le pareció inservible, o de las cosas que otro llevaba acumulando durante meses y una tarde se decidió a expulsar de su patio. Repletos más bien de lo que, de esa morgue que es un tanque de basura, fue arrancado por el favoritismo de Carlos.

De manera que a sus 87 años esta es su coartada. Un reducto la miseria, pura escama, la viga que cancela el descalabro.

¿Por el cuarto? ¿Qué aceptaría por dejarme subir allí?

Ya hemos hablado de eso, muchacha.

Usted sabe lo que le estoy diciendo, Carlos. Diana me contó que hay un cuarto vacío arriba. Un cuarto entero al que no ha llevado un solo trasto. Un cuarto limpio donde permanece la cama que usted mismo construyó y que no usa, ¿cierto?

¿Por eso has venido? Te importa un carajo ayudar y te importa un carajo el cine. Ni siquiera tienes cámara, ¿verdad?

No, no tengo.

Viniste a escribir entonces, pero yo no me he fiado nunca de los escritores. Lo de Diana era distinto porque venía, me plantaba la cámara delante y yo hablaba y ella me decía ya Carlos, es suficiente o párese allí Carlos, hay mejor luz allí. Pero ustedes dejan que uno hable todo, hasta el final, y después van y cogen lo que uno ha dicho y lo estiran y lo manosean como a un pedazo de plastilina y si les viene en gana lo tiran duro, a la altura que les parezca y van después a ver la forma en la que lo ha recibido el asfalto. Y no se parece ya a uno ni a la vida de uno ese trozo ultrajado de plastilina.

No se crea, Carlos. Hay más de un truco con las cámaras, no son tan inofensivas.

Ya nada de eso importa, te he dicho que las escaleras están congestionadas.

Usted sabe que no necesito verlo. Por la historia del cuarto vacío, por eso es por lo que le pregunto.

No tengo nada que contar, muchacha. Déjame fumar ahora.

Voy a volver, Carlos.

Sí, vuelve otro día. O no vuelvas. Ya encontrarás algo que valga la pena por ahí. A fin de cuentas ¿quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?

Carlos

Carlos

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