¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa? (II)

Cuando vuelvo a buscar a Carlos a Sol 466, ya no está. Es también domingo, el domingo de dos semanas después, y un sueño brusco se arrastra detrás de mí, de nuevo, o todavía, como una cola prehistórica. Entro al solar, subo las escaleras, bordeo el pasillo del segundo piso y llego hasta el tercero por las escaleras de madera. Pero no hay nada más que la silla de hierro vacía. Ni Carlos ni esa sombra larga de Carlos que son sus sacos de pomos y latas. Miro a uno y otro lado, bajo los balcones interiores del edificio, techos de fibrocemento ampollados de inmundicias como dos presas drenadas, como los dos ojos de un pez enorme que, arrastrado por la corriente, voltea a mirar la presa. Me rastrillo el pelo desde la nuca hasta la frente con una mano, la dejo caer sobre los ojos, los aprieto y me pregunto dónde carajo estará este hombre.

En la parada, allá al doblar, en Luz y Egido. Hace como una semana que está durmiendo ahí. Ve, que te lo vas a encontrar en uno de esos bancos. Me dice y vuelve a entrar a su cuarto el vecino, con la toalla colgada del cuello y un hilo de agua chorreándole hasta la barriga. Egido es una calle ancha, llena de gente, bicitaxis, almendrones y guaguas que parecen animales desorbitados, hormigas locas que casi a punto de colisionar se reorientan naturalmente en ese flujo inacabable. Pienso: No debí haber venido sola, no tengo el denuedo para acercármele a un vagabundo en la calle y preguntarle cómo le va, Carlos, se acuerda de mí, delante de toda la gente que pulula en una parada de La Habana Vieja un domingo a esta hora y que no es, digamos, la gente que va corriendo al trabajo el viernes con un buche de café y una camisa más o menos limpia, sino que es la gente que fue corriendo al trabajo el viernes con un buche de café y una camisa más o menos limpia pero que ahora tiene, como una suerte de franquicia dominical, todo el tiempo del mundo para recostarse contra la pared nauseabunda o contra un poste de la parada y dictaminar desde ahí qué puede hacer una muchachita con el pelo corto y la piel blanca pero que no es extranjera esta muchachita, qué va asere, no es yuma, es cubana, acercándose a un buzo, a un pordiosero, a un indigente, a un mendigo, y preguntarle cualquier cosa, lo que sea, a esta hora del día. Hay una infracción en el acercamiento mismo, una violación que no se determina jamás en palabras y que se parece, más que a nada, a un atrevimiento. A una molestia indescifrable, como una perla podrida dentro de una concha, sobre los cimientos de las avenencias humanas, siempre tan delicadas.

Voy a pasar de largo para sondear el terreno. Es temprano, quizás haya dos o tres gentes nada más en la parada. Quizás no haya nadie, me digo y me doy una palmada en el hombro. ¿Qué puede pasar? ¿Qué te reconozca? No lo mires. De tu nombre no se va a acordar. Ahí va otra palmada. Y cuando, en efecto, paso de largo delante de Carlos, que está dormido aún sobre sus sacos con una camisa de mezclilla de mangas largas y un short negro corto, ninguna de las doce o catorce personas que esperan el P4 o el P13 o la 18 o la A2 repara en mí. Entonces me entierro como un animal confundido en una tienda muy chiquita y muy calurosa que hay justo al lado, en la que no puedo decidir nada porque el calor empieza a empantanarme el entendimiento, hasta que salgo de un golpe como si me hubiesen expulsado de este lugar, como si me hubiesen sorprendido robando alguna cosa, y camino unos metros hasta otra tienda igual de chiquita y de tórrida que la primera y regreso, sin pensar en nada, sin alentarme a nada, hasta la parada donde esperan doce o catorce personas que no saben, hasta este instante preciso, que yo existo. Que la amenaza está en mí.

¿Cómo está, Carlos? Le digo y le sacudo un poco el hombro, suave pero sin ternura. No sé cómo lo he hecho y no es del todo prudente especular sobre eso ahora. Ya estoy aquí, sentada con Carlos, esforzándome por dilatar la frecuencia de mi respiración que combate los olores de un radio bastante amplio alrededor de su cuerpo. Estoy aquí, del otro lado de un lugar al que pertenezco y que ahora no puedo definir con claridad. Frente a ocho o diez personas (al menos cuatro se han montado en una guagua) que presencian, refulgentes bajo este último sol de agosto, el espectáculo de mi carne inmóvil a veinte centímetros de la carne de Carlos.

Todos, sin pizca de diplomacia, antes con la cabezas entornadas hacia la izquierda tratando de avistar alguna guagua, han volteado sus figuras domingueras hacía mí. Y son muchos. Ahora sé que son muchos del mismo modo en que sé que, de haber estado junto a ellos, en la cola, mi cuerpo estaría volteado también hacia mí misma. No hubo, hasta este instante, nada extravagante o absurdo sobre este banco. El sueño de un hombre viejo sobre la basura liberada de los tanques de esta ciudad no merece la atención de nadie. Es así, no hay sarcasmo. Si la gente no le presta atención a este tipo de cosas es porque este tipo de cosas no la merecen. Es porque hay algo torcido un poco más abajo, y no estoy diciendo tan abajo como en la naturaleza de cada uno de nosotros, porque eso sería estúpido, sino un poco más arriba de eso. En la capacidad de enfrentarnos, sin grandes alardes, al menos al pellejo de una anuencia tóxica que determina lo que es escandaloso o no (sin pensar ya, porque eso sería demasiado, en que ese pellejo es lo único que tenemos y que tendremos. Lo otro, lo que aún sin poder detectar nos lastra ferozmente, resulta, al cabo, una parte de nosotros mismos: casi un pulmón, casi los dos pulmones. El eslabón perdido, llamémosle, entre el pellejo y la naturaleza humana.)

Entre los hombres con camisetas y las mujeres con gafas que miran, hay un niño. Un niño al que, de poder, le diría que saliera corriendo de aquí. Lleva un pantaloncito rojo y un desmangado azul a rayas. Es jabao y tiene, sobre la boca abierta y la nariz ancha, dos ojos recios. Ocho o nueve años quizás y aunque la boca permanece abierta los ojos ya no escrutan. Va tomando el gesto de la manada, la manada que lo entiende todo, resuelta a hacerme saber que lo entiende todo, rabiosa ahora por el desconcierto inicial. Pero no hay ni más civilización ni menos barbarie de uno y otro lado de la parada de Luz y Egido. Yo estoy aquí para escribir, le he dicho a Carlos, un negocio, me ha contestado él. Dos o tres panes con jamón cada vez que venga, hemos pactado. Hay un punto de cruce donde se neutralizan y ninguna es completamente sin la otra. Has vuelto, me dice Carlos y ladea el rostro para limpiarse el ojo ciego. No encontré nada que valiera la pena por ahí. Bah, no habrás buscado, balbucea mientras enfila el ojo ahora limpio, el ojo azul aguanoso hasta el público de la parada, y el ojo mira como el ojo de un pez enorme que aletea en la presa vacía, la corriente que se aleja.

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