¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa? (III)

Estoy durmiendo aquí desde hace dos semanas porque los vecinos me dijeron que iban a limpiar el cuarto en estos días, que iban a sacarlo todo y no quise quedarme allí estorbando. De cualquier forma es mejor estar abajo, las piernas me dolían mucho para andar en esas escaleras. Ahora nada más que tengo que moverme hasta la esquina, hasta el tanque de basura, para fijarme si hay algo que valga la pena cuando veo que alguien tira una jaba o vacía un cesto. Y no te vayas a creer, que así y todo, en ese pedacito, me dan unas punzadas terribles. Pero aguanto, si no después no tengo nada que venderle a la gente que van a llevar cosas a Materias Primas.

Antes las llevaba yo mismo, claro. Ahí compran cobre, aluminio, latica, bronce, vidrio, plástico, cartón. Nunca he recogido cartón porque lo pagan muy barato, demasiado, a 5 o 10 centavos el kilogramo. Pero tú no puedes coger y llevar de un tirón todo lo que tengas, si fuera así ya yo hubiera vaciado el cuarto. Un día, por ejemplo, están comprando botellas de cerveza y al otro día botellas de ron. La de cerveza la pagan a 1 peso y la de ron a 2.50. Tienes que entregarlas limpiecitas, como la arena debajo del agua debajo del cielo si se está tranquilo, sin etiqueta, por eso nunca recogí muchas. El kilo de laticas lo cogen a 8 pesos y el de bronce, que es el que mejor pagan, a 10. Yo, con el problema de las piernas, tengo que conformarme con que cualquiera me compre a mitad de precio para que después revenda allí.

Llevo unos cuantos años en esto pero antes tuve otros trabajos. Trabajé mucho tiempo en Obras Públicas, que fue donde conocí a la mujer más hermosa que se haya fijado en mí, una china del barrio de Zanja. En esos días estaba yo con un grupo picando la calle, haciendo el cuadro para echar el asfalto, cuando miro para arriba y la veo apoyada en el balcón. Era agosto, como ahora, y tenía el cuerpo empapado en sudor, sin camisa. Me quedé mirándola, a ver si era una idea mía con todo aquel calor en la cabeza o si las cosas eran como yo me las estaba imaginando, si esa china, con una trenza larga hasta la cintura, tenía los ojos pegados a mis hombros y mi espalda. Entonces bajó y entré, y detrás de la puerta de acceso al edificio, en lo que los demás almorzaban sentados en la acera, le pregunté el nombre, que era Luisa, la viré de espaldas contra la pared, le desanudé la trenza, le metí los dedos en el cráneo y los dejé caer por aquel estambre suave y negro hasta las nalgas. Ahí supe que el pelo le llegaba en una trenza hasta la cintura, pero que podía seguir mucho más allá.

La seguí viendo detrás de la puerta todos los días hasta que me dijo que quería presentarme a la abuela, que era la única persona que tenía en el mundo, y le dije que estaba bien. Ahí mismo se acabó todo. Al principio la vieja hizo lo posible por aguantarse, pero después ya no pudo más y empezó a toser con una flema de esas que salen del pecho, que vienen con un chiflido detrás y el chiflido nos costó la separación a Luisa y a mí, porque yo me estremecía cada vez que iba despertándose aquel animal entre los huesos de la vieja y terminé yéndome un día sin llegar siquiera a desamarrarle el pelo.

Pero antes de entrar en Obras Públicas me había dedicado a la carpintería, que fue lo que me gustó desde que me hice un muchacho. Eso y la mecánica, pero yo miraba a un mecánico y pensaba, coño, que sucio está, todo lleno de grasa, y miraba a un carpintero y pensaba, nada más que hace así con la mano y ya se sacude el polvo del pullover. Es mejor la carpintería, pensé yo que era un muchacho, y aprendí bien. Imagínate, había estudiado muy poco, hasta segundo grado nada más. Todos esos años me los había pasado limpiando escaleras por una miseria, y cuando no había nada que hacer salía disparado para Virtudes entre Águila y Amistad y me ponía a hacer guantes, porque me gustaba el boxeo como no me ha gustado ninguna otra cosa. Allí conocí a Kid Chocolate, el Gigi le decíamos.

Íbamos juntos a ver las películas que pasaban de Sullivan, me acuerdo, John L. Sullivan, Juan Lorenzo Sullivan, que tuvo el título diez años y que fue el último hombre que peleó con los puños desnudos. Un día me dijo, vamos a mi casa para que tú veas en persona a mi madre y a mi hermana. Fui allá al Cerro y caí tan bien en la familia que ellos querían que fuera siempre. Yo tenía una foto en su casa, recostado en un butacón con un vaso de ron en la mano y él sentado en las piernas de la madre, porque el Gigi acostumbraba, cuando estaba conversando, a sentarse en las piernas de su mamá y pasarle el brazo por el cuello. Un brazo descuidado que no se parecía a aquellos brazos que eran casi ráfagas en el ring, que duraban en un movimiento lo que una aparición.

La gente me dice a veces que eso no es posible, que Kid Chocolate nació en el ’10, que yo era un niño en el tiempo que él boxeó. No sé de dónde saca la gente eso. Después se fue para los Estados Unidos, pero yo lo seguí viendo. Él venía a Cuba y venía al solar a ver a una novia que dejó, Andreita, que tenía una hija que no era de él, Sonia, que entraba escondida por las noches porque los dueños de la casa, del solar, no alquilaban las mínimas a gente con niños. Entonces la gente decía que no tenían y después los metían por la madrugada. Claro, esa casa no era lo que tú viste, qué va, era lindísima, llena de arecas en el patio.

Cuando mi madre, que se llamaba Celestina Jiménez, vino de Guanajay para acá con nosotros, no se alquiló en una mínima sino en una pieza más grande. Traía muy poco dinero pero enseguida consiguió colocación en la casa de los dueños de la Peletería La Defensa, que vivían en la calle Someruelo. Ganaba treinta y cinco pesos por lavar y cocinarles al dueño, la señora, el hijo y un pariente que estaba enfermo, al que había que matarle todos los días un pollo criollo grande para que se tomara el caldo. El pollo se lo daban a ella para que nos lo trajera, y nosotros la esperábamos como las pirañas en los ríos. Mientras comíamos se ponía a recoger y nos decía que le fuéramos contando lo que había pasado en el día.

No sé si limpien el cuarto o no, por ahora vivo aquí en la parada. De todos modos a mí nunca me han gustado las alturas. Allá en Guanajay vivíamos en una barbacoa mi madre, mi padre, mi hermano, mi hermana y yo. Mi padre era un sinvergüenza y mi madre era casi una niña. Y cuando ella le dijo que lo dejaba, que se iba a luchar con sus hijos para La Habana, a abrirse camino, para que sus hijos llegaran a ser algo en la vida, para que no se quedaran en aquella miseria, él ni siquiera levantó los ojos del plato de comida. El día que yo llegué a Sol 466, tenía siete años y venía enganchado de la mano de mi madre. Nos instalamos en el primer piso aunque después ella quiso mudarse al tercero porque la primera planta era muy húmeda, y aprendí el oficio y le hice una barbacoa fuerte, una barbacoa que va a estar ahí cuando el edificio entero se venga abajo. Hice muchísimas con el tiempo, casi todas las del solar, pero a mí nunca me gustaron.

Por eso te dije que no había ninguna historia que contar. La barbacoa no la llené de trastos. Pero no porque me recordara a mi madre o porque me recordara aquellos primeros años borrosos en Guanajay o porque me hiciera pensar que en realidad uno no tiene nunca a dónde ir, que es una idea desquiciada esa de querer llegar a alguna parte. La barbacoa está vacía porque nunca me gustaron las alturas y siempre la evité, por más tablas que yo haya cortado y clavado para levantarla. A veces son así de simples estas cosas. Es lo mismo que decirte que no sé por qué estoy aquí o que sí lo sé, que estoy aquí como podría estar en una casa con dos o tres nietos, viendo el televisor por las tardes y madrugando en una cola, que a veces no se trata de que algo se salga de la junta. A veces, y me disculpas que le haya dado tantas vueltas, no se trata de nada.

Dicen que Kid viró y que se murió pobre aquí, pero Andreita se mudó y yo jamás lo volví a ver. Un día, recuerdo, encendí el radio y estaban hablando de él, de las peleas, y de pronto una voz ronca empezó a decir cosas que no se me han ido de la cabeza. Dijo: Cuando tus noches se colmaron de tantos  deslumbramientos, de tantas posesiones, hasta la posesión de la hora de la vida, también se colmó de lo más engañoso, lo inacabable…Y nunca he sabido qué quería decir eso.

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