Relajo al nombrar las calles de La Habana

El pueblo fue nombrando las calles de la capital sobre la base de lo circunstancial.

Calle Aguacate, en La Habana. Diciembre de 2020. Foto: Otmaro Rodríguez.

Leo en un diccionario la siguiente definición: “RELAJO. m. Disminución de la rigidez en el cumplimiento de ciertas normas”.

Pues nosotros, los cubanos, sí sabemos lo que es el relajo. Hasta el punto de que hay quienes afirman que esa venerable institución se creó en la Perla de las Antillas.

 ¿Me pedían ustedes, comadres y compadres, una prueba de lo antes dicho? Allá va.

 Todo comenzó con el desbarajuste de la urbanización habanera a la buena de Dios, a como salieran las cosas. Y, “el que venga atrás, que arree”.

La irregularidad con la cual se fue conformando San Cristóbal de La Habana se reflejó en el Cabildo, donde un regidor se desgañitaba pidiendo “que se ponga nombre a las calles, para que se entienda dónde se han de hacer las casas”.

Siguiendo un método no exento de poesía cotidiana, el pueblo fue nombrando las calles sobre la base de lo circunstancial, mientras, riéndose, les mostraba la lengua a las autoridades y a lo que habían ordenado en cuanto a los nombres que debían tener las vías.

 Así, una se identificó por la gran cantidad de artesanos que allí ejercían sus oficios; otra, por los paseos matinales de un obispo; una tercera por la lamparilla que un devoto encendía ante una imagen religiosa.

Para la denominación popular, también podían ser base el águila pintada en el cartel de una taberna, un frondoso árbol de aguacate, un alambique o la zanja, primer acueducto que hubo en las Américas. 

Calle Zanja, en La Habana. Diciembre de 2020. Foto: Otmaro Rodríguez.

Se reflejaron la picota donde se azotaba a los presos, lo solitario y desamparado de un paraje, que parecía a propósito para que arrastraran sus penas las ánimas, y el empedrado con el cual se cubrió experimentalmente una calle, paraje donde el novelista Alejo Carpentier inicia la acción de su novela El siglo de las Luces. 

Tampoco faltaron unos corrales de reses, un gran farol en forma de estrella o la perseverancia que se requirió para la construcción de una rúa. 

Gervasio (Rodríguez) no fue un gobernador, obispo o científico de renombre. Le bastó haber sembrado el primer mango que se trajo a Cuba. Bernaza (José) no hizo en su vida más que hornear panes, pero su apellido nombra la calle donde nació Plácido, célebre poeta mártir.

Calle Ánimas, en La Habana. Diciembre de 2020. Foto: Otmaro Rodríguez.

 Dígase, por último, que la picardía no estuvo ausente en esta nomenclatura. El capitán general Ricafort, quien mandó en Cuba durante algunos años en la primera mitad del siglo XIX, paseaba una tarde por San Cristóbal de La Habana, acompañado de su escolta.

Como suele suceder con nuestro caprichoso clima —también dado al relajo—, se desató de pronto una intensa tormenta, con aguacero a plomo y una tronada de los mil diablos.

El gobernador halló refugio en la casa de cierta agraciada muchacha, de apellido Méndez, quien acababa de enviudar. Dicen las malas lenguas —y la mía no es ni regular— que la susodicha era bastante provocadora, sensualmente intranquila, en fin, decididamente “sata”, como aquí solemos diagnosticar.

Ricafort, aunque ya un vejete, conservaba algunos arrestos viriles y, desde entonces, hubiese o no tormenta, pasaba las tardes en casa de la viudita, donde encontró su santuario, su amparo, su madriguera, su refugio.

Calle Refugio, en La Habana. Diciembre de 2020. Foto: Otmaro Rodríguez.

 No me parece mal terminar estas líneas con tan picante anécdota porque, si comenzamos hablando del relajo, ¿con qué hemos de concluir?

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