Una expedición al pueblo perdido de Baja

Foto: Eduardo González Martínez

Foto: Eduardo González Martínez

Buscamos algo que ya no existe. Bajo el sol pendenciero del trópico, el viaje es interminable, pero la pequeña expedición –improvisada horas antes–, espera encontrar los retales de un pueblo perdido.

Patricio tiene dudas. Hace años que no visita el sitio y cree que el marabú, invasor insolente, no dejará entrar. Por si acaso, lleva un machete, para “abrir una trocha”. Además, no recuerda bien el lugar de entrada ni el camino al añoso camposanto, quizás la única prueba de las vidas pasadas.

Una hora después, en el pueblo costero de Río del Medio, recogeremos a Agustín Olivera Sordo, un conocedor de la historia del territorio. Toti, como le conocen, afectado de la cuerdas vocales, se va con nosotros, pese a la prohibición del médico de agotarse demasiado.

“¿Dónde hubo cementerio hubo gente, no?”, llevo días preguntándome, y conversando con Alaín, el otro pasajero a bordo del estrecho carretón de caballos. Estamos a unos 100 km de la ciudad de Pinar del Río, en unos de esos sitios olvidados del campo cubano, agreste, y donde predominan las llanuras y zonas bajas.

Falta mucho para llegar y la carretera agujereada, obliga al caballo a disminuir el paso. Mientras, el Toti cuenta de la iglesia, el pueblo y del abandono del asentamiento.

Y de los muertos, que siempre quedan y tienen nombre. Para él, son los abuelos y tíos sepultados bajo esta tierra. Para los demás, que no conocimos, una prueba de que en Baja, donde estuvo Antonio Maceo y que fuera visitado por varios obispos habaneros, alguna vez caminaron los vivos.

Foto: Eduardo González Martínez
Foto: Eduardo González Martínez

En la frontera entre los municipios de Mantua y Minas de Matahambre, tomamos un camino que dobla a la derecha. La señalización que había sobre dos pilotes de cemento viejo y grisoso, se ha perdido. “Se la llevó la gente”, afirma El Toti.

El camino zigzaguea, flanqueado por el marabú apretado y decidimos continuar a pie, para que el guía recuerde. Por aquí se llega, si el monte lo permite, a la costa. En un punto, el hombrecillo señala la espesura que disimula, casi totalmente, lo que debió ser una entrada.

“Allá abajo, dentro de ese monte, debe estar lo que queda de la iglesia”, dice. Y cuenta sobre su visita pasada, cuando en 2008 acompañó al padre Joaquín Gaiga y a otro cura, como parte de una investigación que estos realizaban sobre lo que fuera la “Parroquia de ascenso de Nuestra Señora de la Visitación de Baja”.

“El buscaba un cura que habían asesinado y yo le enseñe donde estaba enterrado. ‘¿Y la iglesia?’, me dijo. ‘¿La iglesia? ¡Trae un buldócer si quieres encontrarla!’, le tuve que contestar. Empezamos a buscar y dimos con dos pilares y un pedazo de zapata”, recuerda nuestro guía.

Gaiga recoge en su libro los inventarios de la parroquia en cuestión, resguardados en la Parroquia de Mantua. Aquella iglesia, pecio hundido en la espesura del campo cubano, era, en agosto de 1891: “Una iglesia nueva cobijada de tejas y buen embarrado, bóveda de madre con 20 y una varas de longitud por quince de latitud tasada en cuatro mil cuatrocientos pesos”. Los textos evidencian, además, la presencia en la iglesia y el pueblo de varios de los Obispos de La Habana, en 1864, 1883 y 1890.

Para 1801, Baja ya era un caserío y parroquia. Precisamente, los documentos ligados a la organización religiosa permiten rastrear el desarrollo y caída en desgracia del pueblo.

El padre Gaiga también narró aquel día de 2008 en su libro. En las fotos en blanco y negro, marcó algunos restos hallados entre la maleza. Ocho años después, el monte sigue intimidante, pero por sobre los arbustos y el marabú, Toti señala los árboles de mamoncillo y mango.

“Donde quiera que encuentres estas matas de frutales, busca, que había una casa. Mira, entra para que veas”, incita. En este sitio, aún dentro de la vegetación tupida, el suelo suele permanecer más limpio, como una suerte de terreno yermo, donde quedan, visibles aún, muescas de los pisos de casas, en forma de piedras desperdigadas.

Toti, descendiente directo de los pobladores de Baja. Foto: Eduardo González Martínez
Agustín Olivera Sordo, Totí, descendiente directo de los pobladores de Baja. Foto: Eduardo González Martínez

El Toti aclara, ante la duda, que aquellas debieron ser de los habitantes que se mantuvieron durante el siglo XX, hasta las décadas de los setenta y ochenta. Porque Baja, que llegara a convertirse en cabeza del Partido del mismo nombre en la colonia, desapareció con su iglesia y pueblo entre las llamas en 1896. Repoblada posteriormente, nunca alcanzó idéntico esplendor.

“Ya debe faltar poco”, afirma el guía en cada parada, como si examinara el terreno minuciosamente, contra el escorzo que guarda en su memoria. Narra historias de botijas enterradas y apariciones; de “minas”, como suelen llamarle a los tesoros por aquí.

De pronto, se abre una llanura de matojos más diminutos, casi todo marabú. Patricio y Toti, se detienen y apuntan, como a 100 metros de distancia, un perímetro blanquecino, veteado de verde por la vegetación, con dos reducidas torrecillas que fungen de columnas en las esquinas.

Con zancada corta y rápida, atraviesa la entrada apartando la puerta vieja y los gajos secos. Apenas, junto a la entrada, a la izquierda, hay una bóveda gigantesca, con la inscripción borrosa; en el suelo, la figura de un ángel decapitado. Más allá, hasta donde la vista alcanza, se levanta un impenetrable bosque de marabú, cubriendo las pequeñas cruces enhiestas sobre el suelo.

“Esto es un monte”, suspira, entre asombrado y molesto, el Toti. Hemos llegado al cementerio olvidado de Baja

Foto: Eduardo González Martínez
Foto: Eduardo González Martínez

En 1596 fue mercedada la hacienda de Santo Domingo de Baja. Aquel sería el inicio de un recorrido de siglos, que vería a Baja evolucionar la zona de hacienda a caserío; después a poblado, hasta alcanzar la condición de partido y posteriormente de término municipal en la segunda mitad del siglo XIX. Así lo señalan los historiadores del actual municipio Minas de Matahambre-al cual pertenecen gran parte de aquellos territorios-, Rolando Beades González y Anicia Martínez García.

Como Partido, Baja llegó a tener en 1880 unos 2,492 habitantes. Allí se asentaron mexicanos, prusianos, venezolanos, portugueses y, por supuesto, españoles.

El Toti, historiador por cuenta propia, argumenta sobre la trascendencia del Partido de Baja rememorando las ruinas, soslayadas, del antiguo ingenio “Nuestra Señora de las Nieves”, que desapareció, también bajo el fuego, en el ocaso del siglo XIX. Junto a este se recuerdan otras ruinas famosas, aún más lejos, que pertenecieron al cafetal El Carmelo, donde hubo un cementerio de esclavos.

En las estadísticas quedó asentada una enorme lista de productos que salían de este lugar con rumbo a La Habana. Baja proveyó maíz, carbón, tabaco, madera para construcción, frijoles, plátano y caballerías de bosques talados.

Pero Patricio y Toti no conocieron el floreciente pueblo colonial, sino la aglomeración de casitas, el pueblo de la familia Enríquez y de Raúl Piñeiro, él último en mudarse de aquel asentamiento. “En Santa Lucía-un moderno pueblo de miles de habitantes- viven los descendientes de Mango Enríquez”, explica Patricio.

Restos de Baja. Foto: Eduardo González Martínez
Patricio contempla las últimas huellas de Baja. Foto: Eduardo González Martínez

Amaury Enríquez -a quien Alain contactará días después- era solo un niño de 12 años cuando se mudó del lugar. Por su cuenta, sumando la suya, eran 15 las familias que existían todavía cuando se fueron del sitio, “allá por los años setenta y pico”.

“Las casas estaban ubicadas a ambos lados del camino”, rememora Amaury, quien coincide en muchas de las descripciones con Ángel, otro de los que siguieron a sus padres, en busca de la luz eléctrica, el agua fría. Los más jóvenes, que salieron a estudiar, no solían regresar.

La construcción de la carretera, que une a Santa Lucía con el cercano municipio de Mantua, fue la vía usada para la salida de aquellos habitantes. Para todos fue como la marcha indetenible del progreso augurando el fin de Baja como asentamiento, algo que no logró, completamente, el fuego de las tropas mambisas.

Más de un siglo atrás, este pueblo recibió a Antonio Maceo el 25 de enero de 1896, como se describe por Beadez y Martínez “con grandes muestras de simpatía y aquí mismo recibe la noticia de la salida definitiva de Cuba de su adversario Arsenio Martínez Campos”. Pero el 11 de marzo de ese mismo año, un grupo de mambises redujeron a cenizas el asentamiento, que no fue reconstruido como sucedió con otros afectados igualmente por la guerra.

“En 1898, un grupo de vecinos, del pueblo de Baja, envían una comunicación al Gobernador General y un informe, por la Comandancia Militar, en la que se solicita, que se establezca la cabecera del T. M. de Baja, en la playa de Río del Medio (…) pero esta petición no surtió efecto, ya que se aproximaba la fecha en que Baja desapareciera también como Término Municipal”, sentencian los historiadores Beadez y Miranda.

Pero el Toti confirma que las personas siguieron viviendo en el lugar, a pesar de que Baja perdió sus prerrogativas y el esplendor. Incluso, dice, los norteamericanos construyeron, años después, un bodegón que servía también de bar. Él tiene la teoría de que la explotación de la mina de cobre de Matahambre, impulsó el despoblamiento del decadente conglomerado de casitas, porque se marchaban en busca de trabajo.

“En los ochenta, convencí a Piñeiro, que vivía solo con la mujer, para ir para Río del Medio”, concluye. A pesar de la marcha del último habitante, permaneció el cementerio, visitado por los familiares de la zona. Hasta que llegó la época, con la nueva centuria, del abandono total del camposanto, alguna vez usado -contaba molesto Amaury- como cuartón para encerrar los animales.

El mundo de los muertos

“Aquí se enterraban las personas de Tres Canas, Macurijes, Río del Medio y Santa Lucía y muchos se traían por el mar, desde lejos”, cuenta Toti. Los pobres iban directo al polvo y los más ricos hacendados de la zona, construían bóvedas.

Pero ahora el marabú se abraza sobre cada pulgada de tierra, formando escudos de espinas infranqueables. Es difícil distinguir ese orden que horas después explicará Lázaro Puentes Carmona, sepulturero por varias décadas en el lugar. Según dice, los últimos enterramientos se realizaron en la década del setenta, argumento que parece reafirmarse con dos inscripciones del año 1977. Después, añade, solo era cuestión de “mantenerlo pintado”, para la gran cantidad de dolientes que continuaban yendo al lugar.

“El gobierno hacía la planificación el día de los fieles difuntos y el de las madres. Un camino llegaba hasta la carretera y entonces, los familiares llegaban hasta aquí”, relata Patricio, quien fuera Director de Comunales en el municipio, entre los años 2004 y 2006, fecha en que realizó la última reparación conocida en el cementerio.

Sin concebir aún el estado de deterioro, muestra, cubierta por bejucos en su entrada, la capilla que reconstruyera, ahora sin techo. Dentro, solitaria y desnuda, sobresale la mesa para trabajar con los cuerpos.

No hay como moverse en esta jungla espinosa, sin sentir en la carne los efectos del marabú. Revisando las indicaciones de madera –increíblemente resistentes–, de hierro cariado o de piedra dura, caminamos con el cuidado de no ultrajar, aún más, las cruces que indican las tumbas en la tierra.

A una esquina de la capilla, Toti muestra el lugar, donde reposa el cura por el cual indagara el padre Gaiga. A su lado, Patricio lee, desde su posición de encorvada: “Recuerdo de la santísima señora Nicolasa Chirinos”, a decir suyo una especie de patrona del pueblo, confirmada como propietaria, hasta su muerte en 1860, de la hacienda Santo Domingo de Baja. En otra de las bóvedas, con enrejado protector de tubos y cabillas, encuentra el descanso de Tomas Enríquez, antepasado de los postreros pobladores.

De vuelta a la entrada, las bóvedas ubicadas junto a la puerta dan muestras, al parecer, de violencia y en el interior de algunas se acumula el agua. Parado sobre el muro hecho de bloques, busco una vista panorámica del camposanto centenario, cuyos límites traseros se indefinen con el verde.

“Las vacas vienen, pisotean, cagan, hacen de todo y ahí están los seres queridos de uno”, dice abruptamente Toti, en un arranque de tristeza. “La gente quería mantener el cementerio de Baja, como un recuerdo. Por ese lado de ahí tengo a mi abuelo, mi familia”, indica.

Por el camino de regreso, entre las malezas, encontramos otros cuatro rastrojos de edificaciones insepultas del todo. Fragmentos de mampostería, partes de unos escalones, siempre cerca de los árboles frutales. De regreso, la expedición se fragmenta pues Toti vuelve a Río del Medio y nosotros partimos para Santa Lucía, aún a 30 kilómetros de distancia.

Entre la visita del padre Gaiga y la nuestra, apenas han pasado ocho años. Una semana después, otra pequeña comitiva, compuesta por el historiador mantuano Enrique Pertierra y otro visitante, coincidentemente, llegaría a visitar el cementerio. “Allí han intentado saquear las tumbas”, me comentó, vía telefónica, para confirmar algunas de nuestras sospechas. “Es doloroso”, resumiría taxativamente.

“¿Sabes?, Tomamos el ángel decapitado y la chapilla con la imagen y los entregamos en el museo de Mantua, antes de que se las lleven también”, me cuenta. Dos piezas diminutas –extrañamente no irrespetadas– que podrían ser el único recuerdo del pueblo perdido de Baja.

Una de las piezas rescatadas para el museo de Minas de Matahambre. Foto: Eduardo González Martínez
Una de las piezas rescatadas para el museo de Minas de Matahambre. Foto: Eduardo González Martínez

 

 

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