Homo politicus

Hay una clase de extranjeros que activa un cierre mental, resueltamente optimista, cuando se trata el tema Cuba.

Ilustración: Monkc.

Ilustración: Monkc.

El asunto Cuba es, ante todo, un asunto político, es decir, opinable. La política nos acompaña siempre, no importa dónde.

A punto de viajar a Colombia, un chileno me pregunta si desde la altura del Boeing se puede ver La Habana. El chileno es pequeño y su sonrisa es tan amplia que parece no caber en él, al estilo del Gato de Cheshire. Sin llegar a entenderlo, le respondo que sí. Aunque no lo sintamos igual, es un hecho que todavía estamos en La Habana.

Bueno, ¿no te molesta que me pegue a la ventanilla?, pregunta. Le digo que no. Desconecto los audífonos y encojo las piernas. Casi estamos en la cola del avión, hay puestos libres por ambos lados del pasillo. Agradezco, de cierto modo, la compañía del chileno, quien me ofrece un recuento de los sitios que visitó con su esposa, sitios que yo, le confieso, solo puedo haberlos visto, si acaso, por folletos (el turismo internacional puede explorar nuestras tierras mejor que nosotros, porque no le cuesta proporcionalmente un riñón).

El chileno cree haber comprendido las amarguras de los cubanos, especialmente las derivadas del salario misérrimo, pero empieza a elogiar de improviso los logros de la Revolución: la salud, la educación, la seguridad para los turistas obnubilados. El chileno podía comparar porque había caminado por distintos países de la región, algo que poquísimos cubanos pueden imitar, así se pasen medio siglo guardando como hormigas.

Entonces le pido permiso para volver a instalarme los audífonos. Me he cansado, estoy saturado de oír lo que se ha venido repitiendo desde mi infancia, en las salas de clase, los aniversarios, las galas culturales, las tribunas abiertas, el patio escolar, la casa integrada del vecino, de la novia, eso que ha servido a la propaganda y que ya sabe rancio de tanto mascarlo.

Hay una clase de extranjeros que activa un cierre mental, resueltamente optimista, cuando se trata el tema Cuba. Es fácil hallarla entre los golpeados por dictaduras sanguinarias, y que vieron en la Isla, generación tras generación, una lumbrera de legítima igualdad social, un rayo esperanzador. “La memoria es un bosque terriblemente frondoso que esconde demasiados dragones”, leí de algún cuento venezolano.

Me reúno después con amigos colombianos y argentinos en un café de Medellín. Nos ha atrapado una lluvia que es pesada, como si el techo se nos desplomara encima. Cuando eres un cubano, fuera de Cuba, encontrándose con un grupo de extranjeros, no escapas de la curiosidad, del interrogatorio. Eres la rareza que ha salido de su país, a contar lo que es salir de su país, o no salir. El centro de atención, el esperpento político.

Tuvieron la gentileza de invitarme a un sándwich caliente. Yo estaba ahorrando dinero; yo regresaba a Cuba. Entre otros pequeños sacrificios, me disponía a comer menos. Aunque Colombia, por lo general, tampoco exige de uno la gran parquedad y no es tan complicado arreglarse la dieta, por un tiempo. Su moneda está tan devaluada que cualquier pobre es millonario, por así decirlo, porque “millonario” no es, ni menos pobre que en otro lugar de Latinoamérica.

Devorando el sándwich, les comentaba mis enojos con Cuba y mi frustración, que quizás sean los mismos sentimientos que tienen a los cubanos yéndose diariamente a la desbandada, adonde haya el primer trato migratorio que se apiade de ellos. Una argentina me molestaba contrastando cada mal que yo enumeraba con los que soporta su país bajo los auspicios de Mauricio Macri, pero no se lo discuto. El sándwich está bueno y no quiero echarlo a perder.

Su novio, un colombiano de rulos alborotados, con una imagen medio grunge, parecía más apegado a mi punto. Como fuere, no estaba compitiendo contra nadie. El mundo está jodido. Los políticos están jodidos. Y nos joden a todos.

Yo les decía que en Cuba nos alimentamos mal, padecemos viejas privaciones que abruman sistemáticamente en pequeñas cantidades, pierdes demasiadas horas por trámites cotidianos y banales (ir al trabajo, volver, comprar alimento, cubrir la canasta básica), mandan vigilar tu Facebook, te censuran, adoctrinan a tus hijos, los monopolios impiden levantar un local con WiFi libre (como en el que estamos), te humillan enviándote a la intemperie de un parque, te desinforman, te ensombrecen el futuro con la más cerrada incertidumbre.

A pesar de todo esto, a la argentina la situación cubana en general le saca sucesivos “Uuuh, qué lindo”, siempre antes de retomar lo mal que andaba su país.

Los “uquelindos” están persuadidos de que los males de Cuba pesan poco, un peso masticable que es alegre y festivo como la rumba; que nuestro atolladero son tonterías materiales y no problemas de fondo. También suponen que los cubanos emigran engañados por los aparatos que venden el capitalismo como salvación, como el final del arcoíris.

Quería convencer a la argentina de esto: Cuba no es tan linda ni tan fea. Los cubanos, aunque declaren lo contrario, no se van de su país “solo” por economía (¿hay algo más político que la economía?). Quería decírselo, que me sentía igual que los campesinos del cuento de Juan Rulfo a quienes daban la tierra, una extensión árida y con zopilotes, y no sabían qué hacer con ella. Pero en eso vino la cuenta, y ya no supe qué más agregar. El silencio era también una cuestión de diplomacia.

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