De Cuba a EEUU, vía Bogotá

Foto: Dahian Cifuentes.

Foto: Dahian Cifuentes.

– ¿Has tenido espasmo muscular?
– No sé a qué te refieres.
– Desde que llegué mi espalda se contrajo de una forma que yo nunca antes había sentido.
– Ah, es por el estrés. Yo no he sentido nada de eso. Lo que sí me pasa es que no puedo dormir.
Es la conversación entre una cubana cuarentona y un señor, también cubano, cuya apariencia lo sitúa bien por encima de los 50 años. Ambos esperan, a las afueras de la Embajada de Estados Unidos en Bogotá, la noticia que “les cambiará la vida”.
Él fuma, impacientemente, mientras escucha la retahíla de cosas que ella expulsa por la boca: que el hotel, que el dinero, que la demora, que el trámite, que la cita, que la aerolínea, que las uñas. El sol tintinea sobre sus rostros con un insoportable picor andino y el ruido de los autos impulsa a la mujer a hablar más y más fuerte.
Para entrar en el diálogo ajeno afirmo tímidamente que es muy probable que las causas de sus respectivos malestares estén directamente asociadas a temas de altura (Bogotá se extiende sobre un altiplano a unos 2600 metros sobre el nivel del mar) o quizás por la atrocidad del frío nocturno que, para los primeros meses del año, siempre azota esta zona del país.
– No chico, ojalá fuera eso, tú no entiendes nada –responde ella.
El señor asume mi intrusión con cierta inquina, pero se anima a responder:
– Esto que nos pasa es producto del cansancio, pero también de la presión y el miedo a que nos digan que no.

Foto: Dahian Cifuentes.
Foto: Dahian Cifuentes.

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Lía Ángeles nació en Santa Clara en 1975. Durante muchos años trabajó en una casa de comidas en su ciudad natal. Terminó la escuela pero no siguió con estudios universitarios porque “¿para qué? Si en Cuba ser profesional es igual de rentable a ser moza…”.
Se fue de Santa Clara en 2011, dejando a Erick, su hijo de 11 años, bajo el cuidado de su madre. Solo en La Habana podría conseguir dos o más trabajos para ayudar íntegramente a su familia. Lo que no dijo antes de salir, era que su objetivo no era precisamente la capital de Cuba sino, específicamente Miami.
Lía comenta que la decisión la tomó el primero de enero de 2010, día en que Adriana, su mejor amiga, cumplía un año exacto de haber hecho “hasta lo imposible para irse de Cuba y llegar a los Estados Unidos”. Durante todo ese tiempo Lia empezó a ver que el dinero que Adriana mandaba a la isla mejoraba considerablemente la calidad de vida de sus parientes. “O lo hacía ahí, o no lo hacía nunca y la vida hay que intentarla, entonces empecé a ahorrar en silencio” –dice con firmeza rústica.
Duró casi tres meses como ilegal en La Habana. Sus ahorros, para los gastos que le esperaban, eran mínimos, pero nunca perdió contacto con Adriana, que fue la que le ayudó prestándole un dinero que ella debía devolver una vez se encontraran en Jacksonville, Florida. Fue así como Lia compró el soñado boleto de avión hasta Quito y desde ahí empezó a subir, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de su amiga.

Foto: Dahian Cifuentes.
Foto: Dahian Cifuentes.

Pasó por Colombia, rápido, menos de cuatro días, hasta que chocó con el accidente geográfico bien llamado Tapón del Darién. Una selva densa y peligrosa que interrumpe los más de 45mil kilómetros de la Panamericana, vía que en algún momento fantaseó con conectar a Alaska con la Patagonia. Allí contactó con coyotes que la cruzarían por mar hasta Panamá. La estafaron una vez “por cubana o por ingenua que es lo mismo” –dice. La segunda vez cruzó y desde ahí hasta Nuevo Laredo, comenta que pasó “muchas cosas” durante los veintisiete días que tardó en llegar. “Nada grave, afortunadamente, pero sí muchos sustos y riesgos sobre todo en Nicaragua y México, pero siempre pensaba en Erick y por él, todo. Y por eso estoy aquí, esperando que le den la visa para llevármelo directo a Jacksonville, sin escalas”.
– ¿Pensaste que algún día volverías a Colombia?
– No, de ninguna manera, ¿para qué? Esa vez vine porque me tocaba y ni siquiera pasé por Bogotá –manifiesta.
– Bueno, esta vez también te tocó, era una obligación, ¿no?
– Mira, yo no entiendo nada de política, pero eso de que hayan cerrado las visas de “la usa” en La Habana, nos jodió a muchos. Los que habíamos logrado que nos dieran cita tuvimos que gastar una cantidad de dinero y de tiempo que no teníamos para poder viajar hasta aquí. Ahora imagínate los que no pueden venir, porque venir es carísimo y es toda una gestión: se les derrumba todo. Por suerte yo soy residente allá y tengo todos mis papeles en regla. También le enseñé a mi hijo cosas sobre la cultura y la historia y las fechas de los americanos, por si le preguntan en la entrevista vean que él sabe. Ojalá le vaya bien ¿Qué tal que le nieguen la visa a Erick? Ay no, Dios ¡Me muero!

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Foto: Dahian Cifuentes.
Foto: Dahian Cifuentes.

José seguía fumando mientras escuchaba atentamente la historia de Lía. Solo al final del intenso relato dijo: “Yo hice lo mismo, pero en 2009”.
¿Qué es lo mismo? –apuntó ella. “Lo mismo: ir a Ecuador y subir”. Sus miradas se conectaron instantáneamente y un silencio se abrió camino en medio del barullo bogotano.
José Álvarez nació en Camagüey en 1961. Es viudo y tiene dos hijos: Eduardo de 26 años, que vive y trabaja con él en la ciudad de Tampa desde 2013 y Yoni, de 18, que hasta ahora no conoce Estados Unidos. José viajó de Miami a La Habana, buscó a Yoni –quien previamente había hecho todas las diligencias para poder viajar a Colombia– y a los dos días agarró vuelo para Bogotá.
Yoni tenía cita en la embajada de Estados Unidos en La Habana a finales de octubre de 2017 y el corte diplomático –por supuestos “ataques sónicos”– lo hizo rehacer el plan por completo. O mejor: lo dilató. Su cita fue reprogramada para mediados de enero en la ciudad de Bogotá. Nadie les preguntó si podían llegar.
José y Yoni llevan catorce días en la capital colombiana. El tiempo que inicialmente tenían presupuestado para estar era de cinco, pero la ausencia de un documento que acredita la vivienda de José en Tampa, hizo que la estadía se prolongara y tuvieran que –otra vez– reprogramar la cita, solo para traer ese documento y acceder a la entrevista. Ahora, si todo sale bien, tendrán que esperar un par de días más. Es el tiempo que pide la embajada para estampar la visa en el pasaporte de Yoni.
– Hasta aquí –dice José– he gastado unos 4000 dólares, y la cuenta sigue creciendo. Finalmente lo que importa es que podamos reunirnos los tres y que Yoni empiece una nueva vida.
Foto: Dahian Cifuentes.
Foto: Dahian Cifuentes.

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A lo lejos José ve a su hijo lidiar con las requisas para salir de la embajada. Los espejuelos oscuros que lleva puestos esconden la expresión de sus ojos. Apura otro cigarro. Al cabo de algunos minutos Yoni sale y, esquivando la multitud, se dirige rápidamente a la esquina donde nos encontramos. Yoni abraza a su padre. Y le dice: “Sí, sí, sí”. José lo entiende todo. Se quita los lentes, agarra el rostro de su hijo y lo besa en la frente. Los ojos verdes de padre e hijo arrojan algunas lágrimas.
Lía gimotea discretamente y una vez terminado el abrazo familiar empieza a disparar cantidad de preguntas sobre el lugar, la entrevista, la documentación, la actitud de los agentes…
– Es que mi hijo entró a las 8 y lleva más de dos horas.
– Señora, allá dentro hay mucha gente y todo depende del ánimo de los funcionarios.
– ¿Qué te preguntaron?
– Todo sobre mi papá.
– ¿Pero qué es todo?
– Todo, señora: quién es, dónde vive, con quién vive, hace cuánto llegó allá, a qué se dedica, direcciones, teléfonos, correos. Ellos lo saben todo y quieren que uno lo repita.
– Ay dios, ahora sí me va a dar algo, si le preguntan a Erick dónde vivo, él no sabe.
José y Yoni se despiden con una sonrisa que nos les cabe en el rostro. Les pido una foto. José se niega porque “ya tú sabes cómo es todo en Cuba y lo que está quieto se deja quieto, mejor evitar”. Antes de irse José abraza a Lía y le sugiere que sea paciente y optimista. Lía le pide un cigarro.
Me quedo acompañándola. Conversamos sobre su vida en Jacksonville. Trabaja en un club social, en la parte de mantenimiento de los campos de golf. Tiene un novio dominicano del cual Erick solo conoce el nombre. Me confiesa que le da miedo que no logren llevarse bien.
De un momento a otro llega Erick. Un adolescente alto, mulato, que lleva puesta una camisa de Los Cardenales de San Luis.
– ¡¿Qué pasó?! –pregunta Lía.
Erick la mira fijamente.
– ¡¿Qué pasó?! Yo sabía… –dijo Lía con el impulso de un lloriqueo.
– ¡Nos vamos pa’ la yumaa!
Lía estalla. La gente nos mira. Erick debe controlarla. Espero que pase la euforia para dar una felicitación, sacar una foto e irme. Lía se olvida de mí y, agarrando de la mano a su hijo, emprende camino hacia el norte de la ciudad, la misma dirección en la que están su Cuba natal y Estados Unidos, su país adoptivo. Quizás, ahora sí, nunca más tenga que volver a Colombia.

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